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El Hijo de Dios
El Hijo de Dios
“El Unigénito Hijo que está en el seno del Padre” (Juan 1:18).
En lo que a mí respecta puedo asegurar que me horroriza racionalizar sobre aquello que más bien debe mover nuestros afectos; y alejarnos de la región en que obra el poder vivificante para adentrarnos en un campo de especulaciones y teorías. Mas los misterios de Dios son todos del mayor valor práctico, ya sea en fortalecimiento para el servicio, consolación bajo la prueba o aumentando la comunión del alma.
El apóstol se refiere a sí mismo y a otros como “ministros de Cristo”, y también como “mayordomos o dispensadores de los misterios de Dios”. Y así nosotros, a la medida de nuestra capacidad, hemos de ser ministros (es decir siervos) en toda presteza práctica individual y consagración, siendo pacientes, solícitos y serviciales en trabajos; en lo cual algunos de nosotros podemos conocer cuán pequeños somos en comparación con otros.
Pero también hemos de ser “dispensadores”; y eso, también, de “misterios”, manteniendo sin corrupción e inviolables las peculiaridades de la revelación divina. Los racionalistas no pueden recibir estos misterios. La cruz fue locura para los tales; y “los príncipes de este siglo”, los filósofos que se estimaron ser sabios, no conocieron “la sabiduría de Dios en misterio”. Pero este misterio no debe, en modo alguno, ser prescindido para de ese modo estar de acuerdo con dichos sabios. De tal carácter es nuestra mayordomía; mas se requiere de los dispensadores ser hallados fieles (1 Corintios 4:1-2).
La tutela y testimonio de la gloria personal del Hijo de Dios constituyen una parte primordial de esta santa y superior mayordomía. Observo que Juan custodia esa gloria con un celo propio de ella. Existen, por ejemplo, medidas y métodos recomendados, cuando haya que enfrentarse a las corrupciones judaizantes u otras semejantes. En la Epístola a los Gálatas, donde el Evangelio es vindicado en cuanto a su simplicidad, hay un ruego y un anhelo en medio de un razonamiento fervoroso y urgente. Mas en las Epístolas de Juan todo es perentorio. Hay un compendio que excluye y mantiene fuera todo lo que no es de la unción del Santo que enseña respecto del Hijo como respecto del Padre, que no admite que ninguna mentira sea de la verdad, y que dice claramente: “Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre” (1 Juan 2:23).
Esta diversidad de estilo en la sabiduría del Espíritu tiene su valor; y debemos tomar nota de ello. La observancia de días o el no comer carne son cosas que realmente deprecian la gloria plena de libertad del Evangelio. Pero, tenemos que sufrirlas (Romanos 14). Mas la depreciación de la persona del Hijo de Dios no podría sufrirse del modo que se pueden sufrir esas otras cosas, ni favorecerla de ese modo, con igual percepción.
Un mero viaje de Egipto a Canaán no hubiese constituido verdadera peregrinación. Muchos habían viajado por ese camino sin ser extranjeros ni peregrinos para con Dios. Es más, aunque el viaje estuviese acompañado por todos los trabajos y penalidades propias de tal desierto inhóspito y sin trillo, no hubiese sido una peregrinación divina o celestial. Una mera vida trabajosa y de renunciación, aunque sobrellevada con el valor moral de que son capaces los peregrinos de Dios en la tierra, no bastaría. Para que ese viaje sea el viaje del Israel de Dios, debían estar acompañados por el Arca, cargada por un pueblo rescatado de Egipto por sangre, y enderezados, en su fe de una promesa, hacia Canaán.
Esta era la ocupación de Israel en el desierto. Tenían que llevar el Arca, acompañarla y santificarla. Podían mostrar su flaqueza e incurrir en castigo y disciplina de diversos modos y en diversas ocasiones: pero si su ocupación primordial se hubiese abandonado, habrían terminado todo. Y esto fue lo que ocurrió. Se erigió el tabernáculo de Moloc y la estrella de Renfán; y era un desprecio del Arca de Jehová; y el campamento por tanto había desviado su camino de Canaán hacia Babilonia o Damasco (Amós 5; Hechos 7).
¿Y qué arca está en medio de los santos ahora para una conducta segura, santa y honrosa a través del desierto de este mundo, sino el Nombre del Hijo de Dios? ¿Qué misterio está encomendado a nuestra mayordomía y testimonio, sino ese? “El que persevera en la doctrina de Cristo, el tal tiene al Padre y al Hijo. Si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no le recibáis en casa, ni le digáis ¡bienvenido!” (2 Juan 9-10). La muralla de separación tiene que ser erigida por los santos entre ellos y la deshonra de Cristo.
Sobre el corazón del escritor está el deseo de tratar al Señor Jesucristo como el Hijo de Dios, aunque no sea con gran extensión; y, si Él mismo nos ayuda, el tema será una bendición para nosotros.
Somos bautizados “en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mateo 28:19). Esto conlleva la declaración formal del misterio de la Divinidad (o Deidad); siendo el Hijo una Persona divina (en el reconocimiento o declaración de esta aseveración), como lo es el Padre, y como lo es el Espíritu Santo.
Incumbe a otras Escrituras darnos el mismo misterio (que el Padre, el Hijo y el Espíritu son tres personas en la una gloria divina o Deidad), en otros y más morales modos, mostrándolo en su gracia y poder, y en su aplicación a nuestra necesidad, nuestra vida, y nuestra edificación. Esto lo hace especialmente el Evangelio de Juan, extrayéndolo de su forma ordenada, como en las palabras del bautismo, y dándolo a nuestro entendimiento como santos, a nuestros afectos y a nuestras conciencias, haciendo de él nuestra posesión en fe y comunión.
En relación con esto, yo podría observar, que en Juan 1:14, se oye a los santos, como si interrumpieran la historia dé las glorias de Jesús, y sellaran por su testimonio, la gran verdad de “el Verbo” siendo “hecho carne”. Y, en el fervor que competía a ellos en tal momento, ellos irrumpen en, o interrumpen, la corriente de sus propias expresiones en ese versículo. Porque comienzan a hablar del Verbo hecho carne, pero antes de concluir su testimonio, ellos (en un paréntesis) publican Su gloria personal, que ellos afirman que habían visto, aun “la gloria como del Unigénito del Padre”. Y de este unigénito del Padre se dice poco más tarde, que está “en el seno del Padre” —palabras que deben ser profundamente evaluadas por nuestras almas (Juan 1:18).[1]
No tengo duda de que el Señor es llamado “el Hijo de Dios” en diferentes respectos. Es llamado así como nacido de la Virgen (Lucas 1:35). Lo es por decreto divino, como en la resurrección (Salmo 2:7; Hechos 13:33). Esto es cierto y permanece cierto, aunque se nos haga mayor revelación sobre Su Filiación divina. Él es el Hijo, no obstante ha obtenido el nombre de Hijo (Hebreos 1:1-3). Mateo y Marcos son los primeros en mostrar Su filiación con Dios en Su bautismo. Pero Juan va más lejos, retrospectivamente, hasta la inmensurable, inexplicable eternidad, y declara Su filiación “en el seno del Padre”.
Y hubo, no tengo de ello duda, distintas percepciones de Él, distintas medidas de fe tocante a Su persona, en aquellos que le invocaron. Él mismo reconoce, por ejemplo, la fe del centurión, al percibir Su gloria personal, y dice que es mayor que la hallada en Israel (Mateo 8; Lucas 7). Pero todo esto en modo alguno afecta lo que oímos de Él, que Él era el Hijo “en el seno del Padre”, o “aquella Vida Eterna, que estaba con el Padre”, y nos fue manifestada (1 Juan 1).
No debemos, amados, tocar este precioso misterio. Debemos temer empañar la luz de ese amor en el cual nuestras almas son invitadas a andar en su camino al cielo. Y lo que es un pensamiento más profundo y más tierno aún, si es que me atrevo a expresarlo: debemos temer admitir toda confesión de fe (más bien de incredulidad, sin duda) que privara al regazo divino de sus eternos e inefables deleites, y la cual nos dijera que Dios no conoció el gozo de un Padre en aquel regazo, al abrirlo; y que dijera a nuestro Señor que Él no supo del gozo de un Hijo en ese regazo mientras allí yacía desde toda la eternidad.
Yo no puedo solidarizarme con esto. Si hay tres personas en la Deidad como sabemos que las hay, ¿no hemos de saber también que existen relaciones entre ellas? ¿Podemos prescindir de tal pensamiento? ¿No está revelado a la fe, el Padre, el Hijo y el Espíritu; el Hijo engendrado, y el Espíritu procedente? Por cierto que sí. Las personas en esa gloria no son independientes, sino relacionadas entre sí. Ni está fuera de nuestro alcance decir que el gran arquetipo del amor, el bendito modelo u original de todo afecto relativo, se halla en esa relación.
¿Puedo estar satisfecho con el pensamiento incrédulo, de que no hay personas en la Deidad, y que el Padre, el Hijo y el Espíritu son sólo luces distintas en las cuales la Una Persona es presentada? La substancia del evangelio sería destruida por tal pensamiento, ¿y puedo yo estar satisfecho con el pensamiento incrédulo de que las tres Personas no están relacionadas? El amor del evangelio sería oscurecido por tal pensamiento.
Una vez se me preguntó: ¿No tuvo el Padre seno hasta que el Niño fue nacido en Belén? Claro, estoy completamente seguro, como lo sugiere la pregunta, de que lo tuvo desde toda la eternidad. El seno del Padre fue una habitación eterna, disfrutada por el Hijo, en el deleite inefable del Padre, “el escondrijo de amor”, como alguien lo llamara, “de amor inexpresable que sobrepuja a la gloria; porque la gloria puede ser revelada, pero éste no lo puede ser”.
El alma puede haber permanecido despreocupada acerca de pensamientos tales como estos, pero los creyentes no pueden admitir la negación de ellos.
“¡Hijo!, de Tu Padre el seno Siempre fue Tu eterno hogar…”
El alma no osaría entregar tal misterio a los pensamientos de los hombres. La fe se disputaría ese terreno con “la filosofía y vanas sutilezas”. Aun los judíos podrían repudiar la dificultad que algunos pudieran albergar respecto a él. Ellos comprendieron que el aserto del Señor sobre Su filiación equivalía a hacerse a sí mismo igual a Dios. De modo que, en vez de la filiación implicar una Persona secundaria o inferior, en el pensamiento de ellos expresaba igualdad. Y, del mismo modo, en otra ocasión, trataron a Jesús como un blasfemo, porque se estaba haciendo a Sí mismo Dios, en un sermón que declaraba la relación de un hijo para con un padre (Juan 5 y 10). Los judíos pueden de este modo, una y otra vez repudiar esta miserable, incrédula dificultad que la “vana sutileza” del hombre puede plantear. Ellos fueron más sabios que eso, para pretender probar, por medio del prisma de los razonamientos humanos, la luz en que Dios mora.
“Nadie sabe Quién sea el Hijo, sino el Padre” (Lucas 10:22), es una afirmación que puede poner a prueba nuestros razonamientos. Y la palabra, de que la vida eterna fue manifestada a nosotros, para darnos comunión con el Padre y con el Hijo (1 Juan 1:2), claramente expresa el inestimable misterio del Hijo como integrando la Deidad, teniendo “vida eterna” con el Padre. Y más, aun, como bien sabemos, está escrito: “El Unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, Él le ha manifestado”. Yo pregunto, ¿Puede alguno manifestar a Dios sino Dios? En algún sentido Dios puede ser descrito. Pero el alma de la Iglesia no descansaría en descripciones de Dios; aunque la sabiduría del mundo no sabe otra cosa. El alma de la Iglesia demanda declaración o manifestación de Él, la cual debe ser hecha por Él mismo. ¿No es entonces, me pregunto, el Hijo en el seno del Padre una Persona divina?
Nada puede satisfacer todo lo que las Escrituras nos dicen de este gran misterio, si no es la fe en que el Padre y el Hijo están en la gloria de la Deidad; y también en esa relación, aunque iguales en esa gloria. “El que estaba con Dios desde el principio, tan eterno como Dios, siendo Dios Él mismo, era también el Hijo de Dios”, como otro lo ha expresado; y entonces añade, “Dios permite que muchas cosas permanezcan siendo misterios, en parte, yo creo, para que Él pueda de este modo probar la obediencia de nuestras mentes; porque Él requiere de nosotros obediencia de mente, tanto como requiere la obediencia de acción. Esta es una parte de la santidad, esta sujeción de la mente a Dios; y esto es algo que sólo el Espíritu puede dar. Él sólo puede calmar y humillar aquellos poderes íntimos de la mente que surgen y se aventuran a juzgar las cosas de Dios, rehusando aceptar lo que no puede ser entendido; una desobediencia y orgullo que no tienen paralelo, excepto en la desobediencia y orgullo de Satanás.
¡Santa y oportuna admonición para nuestras almas! “¿Quién es mentiroso”, pregunta el apóstol, “sino el que niega que Jesús es el Cristo?” E inmediatamente añade, “Este es el Anticristo, que niega al Padre y al Hijo”. Y otra vez dice: “Cualquiera que niega al Hijo, este tal tampoco tiene al Padre” (1 Juan 2:22-23). Estas son declaraciones muy serias bajo el juicio del Espíritu Santo. ¿Y cómo puede haber conocimiento del Padre, sino por medio de, y en el Hijo? ¿Cómo puede el Padre ser conocido de otro modo? Por tanto está escrito: “Cualquiera que niega al Hijo, este tal no tiene al Padre”. Yo puedo decir: “Abba, Padre”, en el espíritu de adopción; un poeta puede decir: “Somos linaje de Él”; pero Dios no es conocido como el Padre, si el Hijo en la gloria de la Deidad no es reconocido (Romanos 8; Hechos 17). Seguros podemos estar, más bien, somos asegurados, por autoridad divina, que si la unción que hemos recibido permanece en nosotros, permaneceremos en “el Hijo” y en “el Padre”.
¿Puede el Hijo ser honrado como lo es el Padre, si no es reconocido en la Deidad? (Juan 5:23). La fe de Él no es la fe de que Él es un Hijo de Dios, o Hijo de Dios como nacido de la Virgen, o como resucitado de entre los muertos; aunque estas son verdades concernientes a Él, de seguro que lo son. Pero la fe en Él es la fe de Su propia persona. Yo no sé qué pueda llamar a Jesús el “Hijo de Dios”, excepto en la fe de la filiación divina. El entendimiento que nos ha sido dado nos ha sido dado para conocer “Al que es verdadero”, como estando “en Él que es verdadero, a saber en Su Hijo Jesucristo”: y a esto se añade, “Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5).
¿No es “la verdad”, en el sentido de la Segunda Epístola de Juan, “la doctrina de Cristo”, o la enseñanza que tenemos en la Escritura respecto a la Persona de Cristo? Y en esa enseñanza ¿no está la verdad de la Filiación contenida en la Deidad? Porque ¿qué se dice allí? “Cualquiera que permanece en la doctrina de Cristo el tal tiene al Padre y al Hijo”. Y se requiere cerrar la puerta contra aquellos que no traen esa doctrina; hablando la misma Epístola de Él como “el Hijo del Padre”; lenguaje que no se adapta a Él como nacido de la Virgen por la sombra que le hizo el Espíritu Santo. Pero más aún. Yo pregunto: ¿Puede el amor de Dios ser entendido conforme a las Escrituras, si la Filiación no es reconocida? ¿No deriva el amor su carácter de esa misma doctrina? ¿No es a base de ese amor que nuestros corazones reciben el reto? “De tal manera amó Dios al mundo que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no perezca, mas tenga vida eterna”. Y otra vez: “En esto consiste el amor, no que nosotros amamos a Dios, sino que Él nos amó a nosotros, y envió a Su Hijo para ser la propiciación por nuestros pecados”. Y otra vez, “En esto es manifiesto el amor de Dios hacia nosotros, en que envió Su unigénito Hijo al mundo, para que nosotros tuviéramos vida por Él”. Y aun otra vez, “Hemos visto, y testificamos, que el Padre envió al Hijo para ser el Salvador del mundo” (Juan 3; 1 Juan 4).
¿No pierde enseguida este amor su gloria sin paralelo, si se pone en tela de juicio esta verdad? ¿Cómo responderían nuestras almas al que nos dijera que no fue Su propio Hijo al que Dios no perdonó, sino que le entregó por todos nosotros? Cómo secaría nuestros corazones escuchar que esa Persona fue sólo Su Hijo como nacido de la Virgen, y que esas palabras, “El que a Su propio Hijo no perdonó”, han de ser leídas como humanas, y no como divinas? (Romanos 8:32).
Buen cuidado debemos tener de no cualificar la preciosa Palabra para enfrentarnos a los prejuicios del hombre. ¿Fue con su siervo, o con un extraño, o con uno nacido en su casa meramente, que Abraham fue al Monte Moría? ¿Fue con un hijo adoptivo, o con su propio hijo, su verdadero hijo, su único hijo, al cual amaba? Sabemos cómo responder a estas indagaciones. Y diré, no sé cómo podría hablar del Hijo amándome, y dándose a Sí mismo por mí (Gálatas 2:20), si no lo recibiera por fe como el Hijo en el seno del Padre, Hijo en la gloria de la Deidad.
El Hijo es el Cristo. Dios, en la persona del Hijo, ha emprendido toda obra oficial por nosotros, toda obra para la cual fue necesaria cristología o ungimiento. Y esto lo ha hecho el Padre en la persona de Jesús. Por tanto decimos, “Jesucristo, el Hijo de Dios”, El Unigénito, el Cristo, Jesús de Nazareth, son uno. Pero es en gloria personal esencial, en oficio, y en asumida humanidad, que le vemos bajo estos distintos nombres.
Seguiremos Su rastro maravilloso desde la gloria hasta la herencia de todas las cosas. ¿Qué descubrimientos se hacen de Él, amados? Leed de Él en Proverbios 8:22-31; Juan 1:1-3; Efesios 1:10; Colosenses 1:13-22; Hebreos 1:1-3; 1 Juan 1:2; Apocalipsis 3:14. Meditad sobre Él según os es presentado en esas gloriosas escrituras. Dejad que ellas os suministren sus diversas luces a las cuales ver a Aquel en Quien confiáis, Al que lo dejó todo por vosotros, a Aquel que ha hollado, y está hollando tal sendero; y entonces decidme. ¿Podéis deshaceros de Él o de ese sendero? En el seno del Padre estaba. Allí yacía la vida eterna con el Padre; Dios, y sin embargo con Dios. En consejo Él fue dispuesto antes que lo más alto del polvo del mundo fuera hecho. Entonces, Él fue el Creador de todas las cosas en su primer orden y hermosura, después, en el estado de maldad y de ruina de éstas, el Reconciliador de todas las cosas; y luego, en la restauración de éstas, Él será el Heredero de todas las cosas. Así lo vemos por fe a Él, y así hablamos de Él. Decimos, Él estuvo en los consejos eternos, en el vientre de la Virgen, en las penas del mundo, en la resurrección de entre los muertos, en la honra y gloria de una corona en el cielo, y con toda autoridad y alabanza en la herencia y señorío de todas las cosas.
Privadle a Él del seno del Padre desde toda la eternidad, y preguntad a vuestra alma si ¿ella no ha perdido nada en su comprensión y gozo de este precioso misterio, de ese modo revelado de una eternidad hasta la otra? No entiendo cómo un santo podría suplicar tal cosa. Ni puedo consentir a unirme a cualquier confesión de fe que le dijera a mi Padre celestial que no fue Su propio Hijo al que Él dio por mí.
¡Si sólo pudiéramos seguir ese pensamiento con afecto, cuán bienaventurado sería ver al Señor a todo lo largo de esta ruta hasta el trono de la gloria! Y aún más. En cada etapa de este viaje, lo vemos a Él despertando el mismo y pleno deleite de parte de Dios; todo y tanto Su gozo al fin como al principio, aunque con este privilegio y gloria, que Él lo ha despertado en una bendita y maravillosa variedad. La Escritura también nos permite seguir este bendito pensamiento. Mientras yacía en el seno del Padre por toda la eternidad, no necesitamos, porque no podemos hablar de este gozo. Ese fue “el escondedero de amor”; y el gozo que acompañó a ese amor es tan inefable como él mismo.
Mas cuando el Amado de Él fue dispuesto como el centro de todas las actuaciones divinas, o el fundamento de todos los consejos de Dios, Él era aún el deleite de Dios. En tal posición y en tal carácter le vemos a Él en Proverbios 8:22-31. En esa Escritura maravillosa, la Sabiduría o el Hijo son vistos como el gran Original, Formador y Sostenedor de todas las obras y propósitos divinos, dispuestos en consejo antes que el mundo fuera: como también nos lo presentan a Él diversas escrituras en el Nuevo Testamento. Véase Juan 1:3; Efesios 1:9-10; Colosenses 1:15-17. Y en todo esto Él puede decir de Sí mismo, “Con Él estaba Yo ordenándolo todo; y fui Su delicia todos los días; teniendo solaz delante de Él en todo tiempo” (Proverbios 8:30).
Así que, venido el cumplimiento del tiempo, el Hijo de Dios yació en el vientre de la Virgen. ¿Quién puede explicar el misterio? Pero es así. Pero sólo es otro instante, una nueva ocasión, de gozo; y los ángeles vinieron a manifestarlo, y a hablar de ello a los pastores en las campiñas de Belén.
Otra vez, en una forma nueva el Hijo de Su amor iba a emprender una nueva jornada. Entre sufrimientos y servicios como Hijo del Hombre, es visto en la tierra, pero siempre, tan inconfundiblemente, despertando inefable delicia como en las ocultas edades de la eternidad. “Este es mi Hijo amado, en el cual tengo contentamiento”; “He aquí Mi siervo, yo le sostendré; Mi escogido, en Quien mi alma toma contentamiento”, son voces del Padre, hablando de este gozo inmutable, mientras sigue los pasos de Jesús a través de esta tierra contaminada (Mateo 3; Isaías 42).
Y esa misma voz, “Este es Mi Hijo amado, en el cual tengo contentamiento”, se oye por segunda vez; oída sobre el monte santo, así como a orillas del Jordán: en el día de la transfiguración como en el bautismo (Mateo 17). Y la transfiguración era el tipo y prenda del Reino, así como el bautismo era la entrada a Su ministerio y testimonio. Mas la misma delicia es despertada en el seno del Padre, donde el Hijo yacía, ya sea que el ojo de Dios lo siga a lo largo del paso de Jesús el Siervo por este mundo contaminado, o en las alturas del Rey de gloria en el mundo milenario.
Es delicia en Él, delicia igual y plena, a todo lo largo del camino de eternidad a eternidad, sin interrupción, y sin pausa, en el gozo de Dios en Él, aunque el gozo vario y cambiante; el mismo es su plenitud y profundidad, no obstante las ocasiones puedan proseguir o desenvolverse como convenga. La Persona que despierta este gozo es la misma siempre y en todas las ocasiones, y así lo es el gozo mismo. No puede conocer de medidas diferentes, aunque sí de fuentes diferentes.
Y esa Persona fue igualmente inmaculada a través de todo el recorrido desde una hasta la otra eternidad: Tan santo en el vientre de la Virgen como en el seno del Padre; tan limpio de mancha al terminar Su jornada como al emprenderla; tan perfecto Siervo como Rey; todo sellado de infinita perfección, e igual complacencia reposando sobre todo.
Si el alma estuviera impregnada del pensamiento, de que esta bendita persona (sea vista donde pueda estar, o como pueda estar) fue el mismo Quien desde toda la eternidad estuvo en el seno divino; si tal pensamiento se guardara vívido en el alma por el Espíritu Santo, pondría coto a muchas tendencias en la mente que ahora la contamina. ¡Aquel que estuvo en el vientre de la Virgen, fue el mismo que estuvo en el seno del Padre! ¡Qué pensamiento! ¡El Jehová entronado de Isaías, a Quien los serafines alados adoraban, fue Jesús de Galilea! ¡Qué pensamiento! ¡Tan inmaculado como Hombre como lo era como Dios: tan impoluto en el vaso humano, como en el seno eterno; tan inmaculado en medio de las inmundicias del mundo, como cuando fue las delicias del Padre en todo tiempo antes que el mundo fuera!
Llénese el alma de este misterio, y muchos pensamientos que surjan en la mente obtendrán su respuesta inmediata. ¿Quién hablaría en la manera en que muchos han hablado, en presencia de tal misterio? Dejad solamente que esta gloria sea descubierta por el alma, y el ala volverá a cubrir el rostro de nuevo y el zapato volverá a descubrir el pie.
Creo que los razonamientos divinos en la Primera Epístola de Juan sugieren que la comunión del alma es afectada por el concepto que tengamos del Hijo de Dios. Porque en esa Epístola el amor es manifestado en el don del Hijo, y el amor es nuestra morada. Si yo opino entonces, que cuando el Padre dio al Hijo, fue sólo el don de la simiente de la Virgen, la atmósfera en la cual vivo ha bajado de nivel. Pero si yo comprendo que este don es el don del Hijo que yacía en el seno del Padre desde toda la eternidad, mi sentido del amor se eleva, y de aquí también el carácter de mi morada: La comunión del alma es de este modo afectada.
Yo sé, ciertamente, por mi relación con los santos de Dios, que muchas almas, por Medio de la simplicidad de la fe, tienen una participación más rica de una medida inferior de verdad que la que otras la tienen de medidas superiores. Pero esto no afecta los razonamientos y los pensamientos del Espíritu en esa Epístola. Es cierto todavía, que el amor es nuestra morada, y que nuestra comunión derivará su carácter del amor que abarquemos. ¿Y por qué, me pregunto, debemos procurar reducir el poder de la comunión, y de este modo obstruir nuestro goce en Dios? La pena consiste en esto (si uno puede hablar por otros), que nosotros escasamente nos preocupamos por las cosas que tenemos en Él.
El Hijo, el Unigénito, el Hijo del Padre, se anonadó a Sí mismo para complacer la voluntad divina en beneficio de los miserables pecadores. Pero ¿permitirá el Padre que pecadores, por quienes sufrió tanta humillación, se aprovechen de ella para menospreciar al Hijo? No puede ser, como nos lo dice Juan 5:23. Cristo había declarado que Dios era Su Padre, haciéndose a Sí mismo igual a Dios. La pregunta es, ¿Le vindicará Dios en ese dicho? Con todo eso Él es apenas justificado en ello por el pensamiento de aquellos que niegan que hay filiación en la divinidad. Pero el Padre no recibe honra si esa honra no se tributa al Hijo, según leemos, “El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió”.
El Espíritu fue dado, alentado, por Cristo resucitado (Juan 20). El Espíritu Santo procedió de Él, y de ese modo vino a ser EL ESPÍRITU. ¿Pero, se pensará que Él no era “el Espíritu” en la Deidad antes? Nunca, a lo menos por un creyente. Y esto mismo ocurre con el Hijo. Él nació porque el Espíritu hizo sombra a la Virgen, y de este modo vino a ser el Hijo de Dios; pero preguntamos del mismo modo, ¿Afectará eso el pensamiento de que Él era “el Hijo” en la Deidad antes?
Miremos otra vez a la Primera Epístola de Juan. Allí Juan se dirige a “Padres”, “Jóvenes”, “Hijitos” (Capitulo 2). Y los distingue.
Los “Padres” son aquellos que “han conocido Al que es desde el principio”. Estos perseveran en “la doctrina de Cristo”, teniendo “al Padre y al Hijo”. La unción es poderosa en ellos, por así expresarlo. Ellos han escuchado, podríamos decir, con profunda atención de alma, a la declaración del Padre por el Hijo (Juan 1:18). Habiendo visto al Hijo, habían visto al Padre (Juan 14:7-11). Ellos guardan las palabras del Hijo, y del Padre (Juan 14:21-23). Ellos saben que el Hijo es en el Padre, ellos en el Hijo, y el Hijo en ellos; no son huérfanos (Juan 14:18-20).
Los “jóvenes” son los que “han vencido al maligno”, ese maligno que insta al mundo a negar el misterio del Cristo (1 Juan 4:1-6). Mas ellos no están en el pleno afirmado de ese misterio, como lo están “los padres”, y necesitan exhortación; de modo que el Apóstol sigue previniéndoles contra todo lo que pertenece al mundo, y a que habían obtenido la victoria sobre ese espíritu en él que estaba negando a Cristo. Los “hijitos” o “niñitos” son aquellos “que han conocido al Padre” y necesitan advertencia, enseñanza y exhortación. Su conocimiento del Padre era algo inmaduro; no tan conectado con el conocimiento del Hijo, de “Aquel que es desde el principio”, como era el de los “padres”. Él, por tanto, les advierte de los anticristos, describiéndolos como opuestos “a la verdad”, o a “la doctrina de Cristo”. Él les enseña “Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre”; que si la unción que ellos han recibido permanece en ellos, ellos ciertamente permanecerán en el Hijo y en el Padre; y que la casa de Dios era de tal carácter que ninguno que no gustara de tal unción podía permanecer allí. Él les recuerda que la promesa hecha por el Hijo es vida eterna. Y, finalmente, les exhorta a permanecer en lo que la unción les enseña, para que no sean avergonzados en el día de la manifestación del Hijo.
Por lo tanto, todo es acerca de la persona del Hijo, o “la doctrina de Cristo”, de lo cual trata esta distintiva escritura. Es su dominio de esa verdad, su relación con ella, y no su carácter cristiano general, lo que les distingue como padres, jóvenes e hijitos. Estos mensajes, por tanto, sostienen en celosa estima el gran objeto de toda la Epístola; y este es el Hijo de Dios. Porque la mención del Hijo de Dios se la difunde por toda ella desde el comienzo hasta el final. Por eso: Es la sangre del Hijo de Dios que limpia. Es para con el Padre que tenemos un Abogado; lo cual supone que el Abogado es el Hijo. Es en el Hijo que la unción nos hace permanecer. Es el Hijo quien ha sido manifestado para destruir las obras del diablo. Es en el Nombre del Hijo que se nos ordena a creer. Es el Hijo que ha sido enviado para manifestar lo que es amor. Es la fe en el Hijo lo que da la victoria sobre el mundo. El testimonio de Dios es acerca del Hijo. Es en el Hijo que tenemos vida. Es el Hijo que ha venido para darnos entendimiento. Es en el Hijo que estamos. Es el Hijo que es el verdadero Dios y la vida eterna.
Todo esto es declarado a nosotros en esta Epístola acerca del Hijo de Dios; y así es el Hijo Quien es el gran objeto por toda ella; y los padres, los jóvenes y los hijitos, son distinguidos por el Apóstol por la relación de ellos con ese objeto, creo, por causa de la medida en que sus almas se han compenetrado de él. Todo es, de este modo, divina y preciosamente consistente. Y en esta misma epístola, Juan habla mucho del amor y de la justicia, como partes necesarias o testigos de nuestro nacimiento de Dios. Pero, en medio de tal enseñanza, él habla de recta o errónea confesión de Cristo. ¿Trata él, me pregunto, la primera como una cuestión viva y práctica y la última como materia especulativa? Él no da base a nadie para hacer esa distinción entre ellas. Ninguna en absoluto. Todos son tratados igualmente como de un mismo carácter, y nos hace saber que el ejercicio del amor y la práctica de la justicia no completarían la evidencia de que un alma es nacida de Dios, sin el conocimiento y confesión del Hijo.
¿De haber el ojo de Isaías avizorado el paso de Cristo por las ciudades y aldeas de Su tierra nativa, cómo hubiera podido guardarse en perenne adoración? Había sido trasladado a una visión de Su gloria. Había visto el trono, alto y sublime, Sus faldas henchían el templo, y los serafines velaban sus rostros cuando reconocían en Jesús la gloria de la Deidad. Isaías “vio Su gloria y habló de Él” (Isaías 6; Juan 12). Y es la misma visión la que necesitamos, por fe —la fe del Hijo, la fe de Jesús, la fe de Su Nombre, la compenetración de Su persona, el sentido de la gloria que está detrás de un velo más espeso que el ala de un serafín, la túnica del humilde y rechazado en la tierra, Galileo. Y dejadme, para terminar este capítulo, recordar lo que el Señor dice sobre dar a la familia su comida a su tiempo (Mateo 24; Lucas 12). Debemos cuidarnos de no dañar esa comida. “Apacentad la Iglesia de Dios, la cual Él ha comprado con Su sangre”, dice un apóstol. “Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros”, dice otro. Y la Iglesia de Dios o la grey de Dios ha de crecer con “el aumento de Dios”. ¡Maravilloso lenguaje! Velemos, amados, contra el intento del enemigo de corromper la comida de la familia. Las revelaciones de Juan acerca del Hijo de Dios, y de Pablo acerca de la Iglesia de Dios, constituyen comida a su tiempo en el día de hoy; y no vamos a atemperar el alimento almacenado de Dios para Sus santos al paladar o razonamientos del hombre. El maná ha de ser recogido tal como desciende del cielo y traído a casa para nutrir el campamento peregrino con comida de ángeles.
“Os encomiendo a Dios”, dice uno por el Espíritu Santo, “y a la palabra de Su gracia, el cual es poderoso para sobreedificar, y daros heredad con todos los santificados” (Hechos 20:32).
Nota[1]. Él es el Primogénito en varios sentidos: y tenemos compañía con Él como Primogénito entre muchos hermanos. Pero Él es el Unigénito, y como tal Él es solo.
El verbo fue hecho carne
“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14)
En la historia de la carne y de la sangre, la cual se nos da en las Escrituras, aprendemos que por el pecado vino la muerte. Para todos, presididos o representados por Adam, fue esto: “El día que de él comieres morirás”. Tocante, sin embargo, a la prometida simiente de la mujer, Quien no fue así representada, le fue dicho a la serpiente: “Tú le herirás en el calcañar”. La muerte de esta Simiente había de ser por supuesto tan peculiar como Su nacimiento. Él había de ser, por nacimiento, la Simiente de la mujer; en la muerte, Su calcañar sería herido. En la plenitud del tiempo el Prometido fue “hecho de mujer”. El Hijo de Dios, el Santificador, participó de carne y sangre; Él vino a ser “lo santo” (Lucas 1:35). ¿Tenía la muerte, pregunto, título alguno? Ninguno en absoluto. Cualquier título que el pacto eterno pudiera tener sobre Su calcañar, la muerte no tenía ninguno sobre Su carne y Su sangre. En esta bendita Persona, si así puedo expresarlo, había idoneidad para llevar a cabo el propósito divino, esto es que Su calcañar fuera herido, pero no había, en modo alguno, riesgo de muerte. Bajo el pacto, y al amparo de este divino plan, y por Su propia divina complacencia, Él se había entregado a Sí mismo, diciendo, “He aquí, vengo”. Por causa de los grandes fines de la gloria de Dios y la paz del pecador, Él había tomado “la forma de un siervo”. Y en consecuencia, en el debido tiempo Él fue hecho “semejante a los hombres”, y siendo hallado en esa “condición”, prosiguió humillándose a Sí mismo hasta la “muerte de cruz”[1] (Filipenses 2:8)
En esa disposición lo vemos por toda Su vida. Él esconde Su gloria, “la forma de Dios”, bajo esta “forma de un siervo”. No buscó honra de los hombres. Él honró al Padre que le había enviado, y no a Sí mismo. No quería darse a conocer a Sí mismo. No quería mostrarse a Sí mismo al mundo. Así lo leemos de Él. Y todo esto pertenecía a la “forma” que Él había tomado, y cobra su perfecta ilustración en las historias o narraciones de los Evangelios.Bajo la forma de un subordinado a César, Él ocultó la forma del Señor de la plenitud de la tierra y de la mar. Se le pidió que pagara tributo; por lo menos, se le preguntó a Pedro si su Maestro no lo pagaba. El Señor declara Su libertad; pero, para no ser causa de que se escandalizaran, Él paga el tributo por Pedro y por Él. Pero ¿Quién era, a todo esto, éste? Ninguno menos que Aquel de Quien había sido escrito, “De Jehová es la tierra y su plenitud”. Porque Él ordena a un pez del mar que le traiga la moneda exacta que luego pasa a manos de los colectores de tributos (Mateo 17).
¡Qué demostración del precioso misterio de que Aquel que “era en la forma de Dios”, y que “no tuvo por usurpación ser igual a Dios”, —usando de este modo los tesoros del abismo, y mandando a las criaturas hechas por la mano de Dios, como suyos,— tomó la “forma de un siervo”! ¡Qué gloria irrumpe por entre la nube en este incidente pasajero y trivial! Todo fue entre el Señor y Pedro; pero fue una manifestación de “la forma de Dios” de debajo de la “forma de un siervo”, o de uno sujeto a la potestad (Romanos 13:1). La plenitud de la tierra pagó tributo a Él en el momento en que Él consentía en pagar tributo a otros. Como, en otra ocasión, el huésped inadvertido en las Bodas de Caná surtió la fiesta, no ya como si hubiese sido “el esposo”, sino como el mismo Creador de todo cuanto abastecía. Allí de nuevo Él “manifestó Su gloria; y Sus discípulos creyeron en Él” (Juan 2:11).
Así que de nuevo leemos de Él que no clamará, ni alzará, ni hará oír Su voz en las plazas. No quebrará la caña cascada, sino que se inhibirá. Y todo esto porque Él había tomado la “forma de un siervo”. Y en conformidad con esto, en el mismo instante se cita la Escritura, “He aquí Mi Siervo, a quien he escogido” (Mateo 12:18).
Todo esto fue muy significativo de Su idiosincrasia. Muéstranos alguna señal del cielo, fue otra tentación para que Él se ensalzara a Sí mismo (Mateo 16). Los Fariseos le probaron, lo mismo que el diablo le probó cuando quería que Él se arrojara desde el pináculo del templo, y del mismo modo que lo hicieron Sus parientes cuando le dijeron, “Manifiéstate al mundo” (Juan 7). ¿Pero qué dijo el Siervo perfecto? Señal no le será dada, sino la señal de Jonás —una señal de humillación, una señal de que el mundo y el príncipe del mundo tomarían, aparentemente, ventaja sobre Él, momentáneamente, en lugar de una señal que pasmara y silenciara al mundo y lo pusiera sumiso a Sus pies.
Excelentes son, en verdad, estos trazos del perfecto Siervo de Dios. David y Pablo, parados, como si dijéramos, a cada lado de Él, como lo estuvieron Moisés y Elías en el Monte santo, reflejaban a este Siervo, ocultándose de Sí mismo, como nos ha dicho un bien conocido tratado. David mató al león y al oso, y Pablo fue arrebatado al tercer cielo; pero ninguno de ellos habló de aquellas cosas. Hermosos reflejos del Siervo Perfecto fueron tales comportamientos. Pero ellos, y todos los semejantes a ellos que podemos hallar en las Escrituras, o entre los santos de Dios, están más distante del gran Original que lo que nuestras medidas alcanzan a medir. Él escondió la “forma de Dios” bajo la “forma de un siervo”. Cristo fue la potencia de David cuando mató al león y al oso; y Él fue el Señor de ese cielo al cual Pablo fue arrebatado, pero fue hallado en la forma de uno que “no tenía donde reclinar Su cabeza”.
Así fue en la cumbre de “el monte santo”, y otra vez al pie de este. En la cima de él, a la vista de Sus elegidos, por un breve momento, Él fue “el Señor de gloria”; al pie de él, fue “sólo Jesús”, ordenándoles que no contaran la visión a nadie hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos (Mateo 17). Observadle otra vez en el barco en el lago en medio de la tormenta. Se encontraba allí como el obrero cansado cuyo sueño era dulce. Tal fue Su forma manifiesta. Pero debajo yacía “la forma de Dios”. Se levantó, y como el Señor que encierra los vientos en Sus puños, y ata las aguas en un paño, reprendió al mar y lo redujo a la calma (Proverbios 30:4; Marcos 4).
Es en las glorias plenas y variadas del Jehová de Israel que Cristo desfila a veces ante nosotros. En pasados días, el Dios de Israel había mandado a las criaturas de la gran mar, y “un gran pez” fue dispuesto para tragar a Jonás y servirle de sepultura para el tiempo convenido. Y de este modo, en Su día, Cristo se identificó a Sí mismo como el Señor de todo cuanto entraña “esta gran mar ancha de términos”, ordenando a una multitud de sus “animales pequeños” a entrar en la red de Pedro. (Salmo 104; Lucas 5). “Animales pequeños y grandes” que hallan su sustento en él, lo mismo en días antiguos como en tiempos posteriores, reconocieron la palabra de Jehová.
De este modo el Dios de Israel como Señor de todo cuanto hinche la tierra y el mar, usa un asna muda para reprender la locura del profeta. Pero, hay un hecho todavía más afín con lo ya expuesto. Cuando el arca hubo de ser trasladada de tierra de los filisteos a tierra de Israel, el Dios de Israel controló la naturaleza obligando a las vacas que estaban uncidas al carro en que había sido colocado el arca, a tomar el camino recto hacia Bethsemes, en los linderos de Israel, aunque este viaje fue emprendido por ellas bajo fuerte resistencia de todos los instintos naturales (1 Samuel 6).
El Señor Jesucristo actuó más tarde en la misma notable afirmación de esta misma gloria y poder del Dios de Israel. Porque en Su día Él, la Verdadera Arca, tuvo que ser llevada a Su hogar. En curso de Su historia vino el momento cuando Él necesitó, como el arca en los días de Samuel, ser llevado del sitio donde se hallaba. Tuvo que visitar a Jerusalem en Su gloria. Fue necesario que como Rey de Sión Él entrara en la ciudad real; y adquiere el asna, y el pollino hijo de un asna, para prestarle a Él ese servicio. Y Él hace esto en toda la consciente dignidad del Señor de todo lo que hinche la tierra. Los dueños del animal tuvieron que escuchar la demanda: “El Señor lo ha menester”; y, contra la naturaleza, en oposición a todo cuanto el corazón humano hubiese resistido y alegado, “al instante” lo enviaron (Marcos 11; Lucas 19). De nuevo Jesús resplandece en la gloria característica del Dios de Israel. El velo ha podido ser muy denso, y así lo era en efecto. No era otro que el de Jesús de Nazareth, el carpintero, el hijo del carpintero (Mateo 13:55; Marcos 6:3). La nube que lo encubría era espesa en verdad, la gloria debajo de ella era infinita. Era la plena gloria de Jehová; y ni un solo rayo de todo el divino resplandor hubiese rehusado afirmar y expresar esa gloria. “No tuvo por usurpación ser igual a Dios”, aunque “se anonadó a Sí mismo”. La fe entiende esta gloria velada, y el afecto la guarda como un muro de fuego. “¿Quién subió al cielo y descendió? ¿Quién encerró los vientos en Sus puños? ¿Quién ató las aguas en un paño? ¿Quién afirmó todos los términos de la tierra? ¿Cuál es Su Nombre, y el Nombre de Su Hijo, si lo sabes?” (Proverbios 30:4). No intentaremos decirlo; pero al igual que Moisés, al paso de Jesús, inclinaremos nuestras cabezas hacia la tierra, y adoraremos (Éxodo 34).
Qué ocasiones estas en las cuales las Escrituras nos enseñan a trazar “la forma de un siervo” ocultando “la forma de Dios”. Pero también, me atrevo afirmar, de este mismo carácter y significado, son aquellos casos en los cuales Él aparece como protegiéndose del peligro o asegurando Su vida. Y deleitosa tarea debe ser siempre para el alma descubrir de este modo Su hermosura y Su gloria, que yacen ocultas a los ojos del hombre. Pero muchos de nosotros, quienes no empañaríamos esa gloria por todos los tesoros del mundo, podemos todavía no ser aptos para percibirla, y con frecuencia equivocamos su actuación o la forma que ella asume.
El Hijo de Dios vino al mundo en entera contradicción al que aún ha de venir y en pos de quien el mundo irá lleno de admiración. Como Él mismo lo expresó: “Yo he venido en nombre de Mi Padre, y no me recibís; si otro viniera en su propio nombre, a aquel recibiréis” (Juan 5:43). Y en conformidad con esto, si Su vida es amenazada, Él no se troca en un momento en una maravilla a los ojos del mundo, sino todo lo contrario. Se anonadó a Sí mismo. Se hizo como si fuera nada y nadie. Él rehusó de plano ser una maravilla a la vista de los hombres —la grande y gloriosa contradicción de aquel cuya herida de muerte ha de ser curada, de modo que toda la tierra se maraville y adore, cuya imagen ha de vivir y se hará hablar, para que todos, pequeños y grandes, puedan recibir su nombre en sus frentes (Apocalipsis 13).
El Hijo de Dios fue la pura contradicción de todo esto. Él vino en Nombre de Su Padre, no en el Suyo propio. Él tenía vida en Sí mismo. Él era igual a Aquel de Quien está escrito: “Quien sólo tiene inmortalidad”. Pero Él ocultó ese resplandor de la gloria divina, bajo la forma de uno que parecía amparar Su vida por los métodos más ordinarios y despreciados. ¡Bienaventurado decirlo, si sólo tuviésemos corazones adorantes! El otro que ha de venir “en su propio nombre” en días venideros, puede recibir una herida de muerte por una espada y aún vivir, para que el mundo pueda admirarse; pero el Hijo de Dios huye a Egipto.
¿Estamos tan privados de comprensión espiritual que no podamos percibir esto? ¿Está la contemplación de la gloria tan oculta que nos tenga que ser impuesta? Si eso necesitamos, aun así el Señor nos sobrelleva, y nos la proporciona. Porque bajo este velo yacía una gloria la cual, de haberlo deseado, podría, como la llama del horno que se encendió por los caldeos, hubiese destruido a sus enemigos en un instante. Porque al fin, cuando hubo venido la hora, y las potestades de las tinieblas habrían de tener “su hora”, los siervos de esas potestades, en la presencia de esta gloria, “volvieron atrás, y cayeron en tierra”; enseñándonos que Jesús fue en ese momento un cautivo voluntario, y más tarde fue una víctima voluntaria.[2]
En relación con esto, lo vemos en la ocasión a la cual ya nos hemos referido, en Mateo 12. ¿Temió el Señor, pregunto, en ese momento, la ira de los fariseos, y se sintió como uno que debía proteger la seguridad de su vida? No puedo pensar tal cosa. Estaba tomando un paso adecuado y consistente en Su hermoso proceder de un siervo, que no procuró la obtención de un sitio de honor en el mundo, pero sí el nombre (por medio de la humillación y de la muerte) en que confiaran los gentiles, y por la fe en el cual los pecadores fueran salvos.
Miradle por otro instante, cuando la espada de Herodes amenaza por segunda vez (Lucas 13). ¿Cómo se levantó el Señor ante ella o sobre ella? En la conciencia de esto: que, sea el rey lo astuto que pueda ser, añada sutileza a la fuerza, Él mismo debió y quiso andar Su trazado camino, y hacer Su obra ya determinada, y entonces ser perfecto; y Su perfección, como Él habla allí, había de venir, como sabemos, no porque Herodes o los judíos prevalecieran sobre Él, sino por la entrega de Sí mismo para ser el Capitán de nuestra salvación, hecho perfecto por medio de sufrimientos. Y en la misma ocasión Él reconoce esto: que, aunque como Profeta Él tuviera que morir en Jerusalén, es para que Jerusalén pueda colmar la medida de sus pecados; para eso Él, por todo el entre tanto, fue el Dios de Jerusalén que a través de las edades de paciente amor la había soportado, y pronto la había de, judicialmente, dejar desierta (Luke 13:31-35).
Otra vez digo, ¡Qué glorias se ocultan aquí bajo la modesta forma de Uno que fue amenazado con la ira de un rey, y tuvo que enfrentarse al escarnio y enemistad de Su pueblo! Pero puedo referirme a uno o dos casos aún más señalados que estos. Vedlo al comienzo de Su ministerio, en Su propia ciudad. Allí se pone de relieve el mismo gran principio; porque el monte de Nazaret es, a mi vista, no un sitio de peligro para la vida de Jesús, sino solamente lo que el pináculo del templo había sido (Lucas 4:9,29). El diablo no había pensado en la muerte del Señor al pie del pináculo; en lo absoluto. Le tentó —como había tentado a la mujer en el huerto— para que se glorificara a Sí mismo, para que se hiciera a Sí mismo, si así puede decirse, como el diablo había dicho a Eva, “como Dios”. Satanás procuró corromper las fuentes inmanentes en Cristo, según las había corrompido en Adam, y para recibir “el orgullo de la vida” como uno de los móviles primordiales. Pero Cristo guardó “la forma de un siervo”. Él no se lanzó de allí a abajo, sino que recordó con toda obediencia las palabras, “No tentarás al Señor tu Dios”.
Del mismo modo sucede junto al monte de Nazaret. Aquel monte no era más alto que el pináculo del templo. Cristo no estuvo en mayor peligro en un punto que en el otro. Él hubiese salido tan ileso al pie del monte como en el fondo del pináculo. ¿Pero cómo había entonces de cumplirse la Escritura, de que Él no había venido para glorificarse a Sí mismo? Mas Él, “pasando por medio de ellos, se fue”. Se retiró sin ser visto y desconocido, cumpliendo con Su forma de un siervo, y manifestando Su gracia en los corazones de Sus santos. No me atrevo a hablar de tales cosas como hechas para salvar Su vida. Pensarlo es contrario a la gloria de Su persona, “Dios manifestado en carne”. Cristo fue una y otra vez, en los días de Su carne, refrigerado en espíritu cuando la fe descubrió Su gloria debajo del velo. Cuando el Hijo de David, o el Hijo de Dios, o el Señor de Israel, o el Creador del mundo, fue conocido por la fe bajo la forma de Jesús de Nazaret, Jesús se gozó en Espíritu. Y asimismo ahora podemos decir, en este tiempo, cuando la forma de un siervo es de nuevo presentada a nuestros pensamientos, Él se goza en los santos que descubren la gloria detrás de la nube. La “huida”, si así la podemos llamar, a Egipto, en los primeros días, los días “del niño” de Belén, constituye un incidente muy peculiar y hermoso. Podemos recordar, que en tiempos de Moisés, Israel en aquella tierra era semejante a la zarza en medio del fuego; pero por la compasión y presencia del Dios de sus padres, la zarza no se consumió. Jehová estaba sobre Faraón; y cuando éste quiso destruir el pueblo Dios lo preservó, e hizo que se multiplicaran en el mismo corazón de la tierra de Faraón. Y esto fue hecho “no por poder, ni por fuerza”, porque Israel allí no era mejor que una zarza, un escaramujo al cual una chispa podía haber consumido. Pero el Hijo de Dios estaba en la zarza. Ese era el secreto. Estuvo con Israel en Egipto como estuvo con Sadrach, Mesach y Abednego más tarde; y el olor a fuego, aunque la zarza estaba ardiendo, y el horno estaba calentado siete veces más de lo necesario, no estaba en ellos. Una “grande visión”, tal que Moisés se echó a un lado para verla. Y nosotros podemos, todavía, en el espíritu de Moisés, echarnos a un lado y visitar el mismo paraje. Podemos leer Éxodo 1–15; y mirar otra vez a esta extraña visión, por qué ardía la zarza, y no se quemaba; como el pobre escaramujo de Israel era guardado en medio del horno de Egipto ileso, por causa de la presencia del Hijo de Dios.
Enciéndase el fuego una y otra vez; nunca prevalece. ¿Y cómo sale Israel de Egipto finalmente? Del mismo modo exactamente en que los tres jóvenes más tarde abandonaron el horno que Nabucodonosor había calentado: triunfalmente, sin quemarse en nada excepto las cuerdas con que habían sido atados. Faraón y la hueste de egipcios perecen en el Mar Rojo, pero Israel sale de allí bajo el pendón de Jehová.
Pero, estaba Israel en Egipto con las conmiseraciones del Hijo de Dios más seguro que Jesús, “Dios manifestado en carne?” ¿Será una zarza israelita prueba contra las llamas egipcias, y no será la humilde carne de Jesús aunque se halle en medio de toda la enemistad del hombre, el odio del rey, la envidia de los escribas y la ira de la multitud, invulnerable cuando Dios mismo es manifestado en esa carne? Todo el misterio de la zarza que ardía y no se consumía yace en eso. Israel no podía sufrir más allá del designio divino, debido a las conmiseraciones del Hijo de Dios; Cristo no podía ser tocado más allá de Su voluntad, debido a la encarnación del Hijo de Dios.
“De Egipto llamé a Mi Hijo”, fue tan cierto de Cristo como de Israel. Ambos, Cristo e Israel, en su día, eran zarzas ardiendo y no consumidas; cosas débiles, ante toda apariencia, y a juicio de los hombres, pero invulnerables. Ambos pueden conocer de penas en el mundo egipcio, pero la vida queda intocada; Israel por las conmiseraciones de que gozaron, y Cristo por la persona que era. ¿Fue, entonces, para salvar Su vida que “el niño” fue llevado a Egipto? ¿Salió Israel de Egipto para salvar sus vidas? ¿Salieron Sadrach y sus compañeros del horno en Caldea para salvar sus vidas? La vida de Israel estaba tan segura en Egipto como fuera de allí. Los jóvenes judíos fueron tan poco afectados por el fuego en el horno como fuera de él. Israel salió de Egipto para dar testimonio de la gloria de Jehová su Salvador. Por igual razón los jóvenes israelitas salieron de las llamas caldeas. De igual manera, y para igual fin, “el niño” fue llevado de Judea, librado de la ira del rey. El Hijo de Dios había tomado la forma de un siervo. No había venido en Su propio nombre, sino en el de Su Padre. Se había anonadado a Sí mismo, y en el cumplimiento de esa forma, comenzó Su carrera siendo aún “un niño”; y fue, entre otras humillaciones, obediente hasta para huir de Egipto, como para salvar Su vida de la ira del rey, para la gloria de Aquel que le había enviado.
Ciertamente que debemos cuidarnos de tomar estos ejemplos de Su perfecta forma de siervo, y usarlos para menospreciar Su persona. Él era invulnerable. Hasta que vino Su hora, y estuvo listo para entregarse a Sí mismo, capitanes y sus cincuentas rodaron y volvieron a rodar por tierra antes de poder llegar hasta Él; pero antes que esto, a Él le plugo una y otra vez “humillarse a Sí mismo”, yendo a “Egipto” en una ocasión, y a “otra aldea” en otra ocasión, como el escarnecido, rechazado Hijo del Hombre. ¿Trataremos este misterio de la sumisión, de la voluntaria sumisión del Hijo de Dios, con una mente despreocupada? ¿Descorreremos el velo irreverentemente? Con todo, si estos ejemplos a los cuales nos hemos referido, y otros germanos a éstos, se citaren para probar la condición mortal de la carne y sangre que el Señor tomó, sí, descorremos el velo con una mano irreverente e inexperta. Sí, y con más que eso. Le hacemos doble daño. Menospreciamos Su persona por hechos que manifiestan Su inmensurable gracia y amor hacia nosotros, y Su devota sujeción a Dios.
Sin embargo se dice ahora, que la naturaleza o la violencia o un accidente hubiesen prevalecido sobre la carne y sangre del Señor Jesús, para causarle la muerte al igual que a nosotros. ¿Pero, tal pensamiento, no conecta al Señor Jesucristo con el pecado? Puede decirse que esa no es la intención. Puede ser que no lo sea. ¿Pero, no es realmente así? ¿No vincula al Señor con el pecado, en cuánto como en la historia inspirada de la carne y la sangre —y hemos de ser sabios sólo de acuerdo con lo que allí está escrito— la muerte se adhiere a la carne sólo por medio del pecado? Si la carne y la sangre en su persona estaban sujetas a la muerte, o por su propia naturaleza capaces de morir (salvo por la de Sí mismo en gracia), ¿no están, por tanto, conectadas con el pecado? Y si esto es así, ¿está Cristo el objeto ante el alma? Esto sugiere que Él sea tratado como expuesto a la muerte. Toma tal conocimiento de Él como para dejarlo sujeto a morir de un modo que Él jamás hubiese intentado en el cumplimiento de Su forma como un siervo. Y más allá de lo que Él se propuso en ese carácter Él no estaba sujeto a nada.
Existe, de cierto, algo en esta sugerencia para hacer a uno temer que las “puertas del infierno” están otra vez atentando contra la “Roca” de la Iglesia, la persona del Hijo de Dios. Y de ser vindicada con este argumento, que sólo va enderezado a ilustrar la verdadera humanidad del Señor, la misma vindicación se convierte en materia por demás sospechosa. Porque, ¿es mera humanidad, pregunto, lo que yo percibo en la persona de Cristo? ¿No es algo inconmensurablemente diferente, a saber, “Dios manifestado en carne”? Él, como Salvador, no me bastaría a mí, como pecador, si no fuera el compañero de Jehová. Toda criatura debe todo aquello que puede entregar. Ninguno sino Aquel que no tuvo por usurpación ser igual a Dios puede tomar “la forma de un siervo”, porque ya es un siervo, como he dicho antes. Ninguna criatura puede sublimarse, ha dicho otro; pensar tal sería rebelión. Nadie cualificaría como fiador del hombre sino Uno que podría sin presunción reclamar igualdad con Dios y en consecuencia ser independiente.
La humanidad verdadera era capaz de pecar. Adam en el huerto era eso, por eso en efecto pecó. Podemos decir más simple y ciertamente, que era más capaz de pecar que de morir. La historia nos muestra lo primero, pero nos prohíbe determinar lo segundo; en cuanto nos dice que la muerte vino por el pecado. Por naturaleza había en Adam una capacidad de pecar, pero no se nos dice lo mismo en cuanto a una capacidad de morir.
Si más luego otro hubiera de venir, y, sólo para ilustrar, como podría él decir, la verdadera humanidad de Cristo, fuera a sugerir la capacidad o posibilidad de que Cristo pecara, yo pregunto, ¿qué tendría el alma que responderle? Podemos dejar la respuesta a aquellos que conocen a Cristo. Pero podemos, al mismo tiempo, estar seguros de esto: que el diablo en todas estas intentonas está combatiendo la Roca de la Iglesia, que lo es la persona del Hijo de Dios (Mateo l6:18). Porque Su obra, Su testimonio, Sus dolores, Su muerte misma serían absolutamente nada para nosotros, si Él no fuera Dios. Su persona sostiene Su sacrificio, y de ese modo Su persona es nuestra Roca. Fue la confesión a Su persona, por uno que era entonces ignorante de Su sacrificio, lo que llevó al Hijo de Dios a hablar de la “Roca” sobre la cual la Iglesia había de ser edificada, y también a reconocer aquella verdad o misterio contra el cual “las puertas del infierno”, la potencia y sutileza de Satanás, habrían de luchar con denodado esfuerzo una y otra vez. Y así se han empleado desde el comienzo y aún se emplean así. Por arios y socinianos, toda la gloria de Dios “manifiesto en carne” fue anublada hace mucho tiempo con o una más profunda o más especiosa falsedad. Últimamente, la naturaleza moral de Jesucristo Hombre, “Dios sobre todo, bendito para siempre”, fue asediada por el Irvingismo, y fue emborronada y maculada por toda la extensión que alcanzó esa perniciosa doctrina. Aún más recientemente, la relación con Dios en que Cristo estuvo, y las experiencias del alma en las cuales Cristo fue ejercitado, han servido de tráfico impío al intelecto humano; y ahora Su carne y sangre, el “templo” de Su cuerpo, ha sido profanado. Pero uno puede descubrir un propósito de igual índole en toda la tendencia a menospreciar al Hijo de Dios. ¿Y de dónde procede esto? ¿Y de dónde procede la muy opuesta y contradictoria potencia? ¿Con qué está el Padre ocupado y de lo cual está celoso, como no sea la gloria del Hijo, en resistencia a todo cuanto quiera rebajarlo, ya sea de una manera grosera o de un modo sutil? Leed, amados, el discurso del Señor dirigido a los judíos en Juan 5. Allí se descubre el secreto, que aunque el Hijo se humilló a Sí mismo, y, como Él dice, “no puede hacer nada de Sí mismo”, el Padre verá que el Hijo no sea por ello deshonrado, o en modo alguno menospreciado; velando por los derechos, los plenos derechos divinos, del Hijo, por este muy cuidadoso y celoso decreto: “El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le ha enviado”. Paciencia al enseñar, paciencia con el simplemente ignorante, es seguramente el modo divino de actuar, el modo empleado por el Espíritu de gracia. El Señor empleó ese método Él mismo. “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe?” Pero el método divino es también, no permitir desprecio alguno de Cristo. Los escritos de Juan nos prueban esto —la porción más tremenda de los oráculos de Dios, así como más peculiar y preciosa, porque concierne a la gloria personal del Hijo de Dios. Y me parece a mí que muestran poca, si ninguna, misericordia para aquellos que maculan esa gloria, o despreocupadamente la contemplan. Y, dejadme añadir, otros hechos en la historia del bendito Señor, tales como hambre, sed, cansancio, no deben, en lo más mínimo, usarse como para garantizar tal idea sobre la mortalidad de Su cuerpo y sangre. El Hijo de Dios en carne no estuvo expuesto a nada. Nada fuera del huerto de Edén fue Su porción. Estaba hambriento y sediento junto al pozo de Samaria. Estaba durmiendo en el bote después de un día de fatigoso servicio. Pero todo cuanto de esto Él conoció en el lugar de las espinas y cardos del dolor y del sudor de la frente, Él conoció y tomó todo esto, sólo como el cumplimiento de aquella “forma de un siervo” que en inefable gracia Él asumió.
El “Varón de dolores” puede ser tratado en una ocasión como si tuviera cincuenta años (Juan 8:57). Pero yo he de saber, de eso, sólo cómo Él sufrió dolores y trabajo para nuestra bendición y la gloria del Padre. En esos rasgos yo he de leer a Aquel “cuyo rostro fue desfigurado y Su parecer y hermosura más que la de los hijos de los hombres”, por Sus sufrimientos por nosotros, y la contradicción de pecadores contra Él; y no por las tendencias decadentes de la edad madura en la mínima medida, como si esas tendencias por alguna posibilidad pudieran adherirse a Él.
Los judíos son una y otra vez acusados de haberle matado (Hechos 2:36; 3:15; 7:52). De seguro son culpables de Su muerte y justamente acusados. Todos estamos en la misma condenación. Es la culpabilidad de muerte la que yace sobre nosotros. En el verdadero sentido judicial, ellos fueron Sus “entregadores y asesinos”. Extraño parece a la razón, pero lo que leemos tocante a esto es perfecto en la estimación de la fe. “Nadie me la quita, sino que yo la pongo de Mí mismo. Tengo poder para ponerla y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento he recibido de Mi Padre” (Juan 10:18). Él era libre, sin embargo bajo mandamiento. Extraño todo esto, lo admito otra vez, a los razonamientos y a la incredulidad, pero perfecto, a juicio de la fe.
El Hijo de Dios murió sobre el madero a donde la mano impía del hombre le había clavado, y a donde el propósito eterno de Dios y Su gracia lo habían destinado. Allí murió, y murió porque estaba allí. El cordero fue inmolado. ¿Quién se aventuraría a negar tal pensamiento? Manos impías le mataron, y Dios proveyó en Él Su propio cordero para el holocausto. ¿Quién tocaría por un momento tan necesario y precioso misterio? Con todo el Cordero dio Su propia vida. Ni agotamiento bajo el sufrimiento, ni la presión de la cruz le llevaron a la muerte, sino que Él entregó Su vida voluntariamente. En demostración de estar en plena posesión de aquello que entregaba, “Clamó con grande voz”, y “dio el espíritu”. La historia del momento no admite otro pensamiento; y, añadiré, ni lo admiten tampoco las afecciones adorantes de Sus santos. Pilato se maravilló de que ya hubiese muerto; no lo creía; tenía que satisfacerse por sí mismo. No había transcurrido el tiempo suficiente para arrancarles la vida, por eso las piernas de los otros tuvieron que ser quebrantadas. Pero Él había muerto ya, y Pilato debe inquirir, y llamar testigos, antes de creerlo.
Proclamamos que este pensamiento es de este modo el único intérprete de la estricta, literal historia del hecho. Y nuestras almas, con gracia para ello, bendecirían a Dios por tal cuadro de Su inmolado Cordero, y nuestro muriente, matado y asesinado Salvador. ¿Borramos la historia de que Él fue el Cordero inmolado, o silenciamos el cántico en el cielo el cual celebra ese misterio, cuando decimos, que el Cordero inmolado puso Su vida de Sí mismo? La historia del Calvario, la cual el Espíritu Santo ha escrito sostiene este pensamiento; y otra vez decimos, que lo que proclamamos es el único intérprete de la estricta historia del hecho. Él era libre, pero sujeto a mandamiento. La fe lo entiende todo. Y conforme a este misterio, cuando hubo venido la hora, leemos “Inclinó la cabeza y dio el espíritu” (Juan 19:30). Él reconoció el mandamiento que había recibido, y aun de Sí mismo dio Su vida. Fue obediente hasta la muerte y aun así puso Su vida como de Sí mismo.
La fe entiende todo esto sin dificultad; sí, entiende que sólo aquí yace el verdadero y perfecto misterio. Él murió bajo los designios del pacto, a los cuales se entregó voluntariamente, siendo el “Compañero” de Jehová de los ejércitos. Pero, como ya hemos dicho para Su alabanza, el Hijo de Dios en la tierra estuvo siempre ocultando Su gloria, “la forma de Dios”, como hemos estado viendo, “bajo la forma de un siervo”. Su gloria había sido reconocida en todos los sectores de los dominios de Dios. Los demonios la reconocieron, los cuerpos y las almas de los hombres la reconocieron, la muerte y la tumba la reconocieron, las bestias del campo y los peces de la mar la reconocieron, los vientos y las olas la reconocieron y lo mismo hicieron el trigo y el vino. Puedo decir que Él fue el único que no la reconoció ni la ostentó; porque convenía a Él velarla. Él era “Señor de la mies”, pero aparecía como uno de los obreros en el campo; Él era el Dios del templo, y el Señor del Sábado, pero se sometió a los retos de un mundo incrédulo (Mateo 9:12).
Tal fue el velo o la nube bajo los cuales Él así una y otra vez hizo que se escondiera la gloria. Y así, en completa comunión con todo esto, como ya hemos dicho, se comportó Él en aquellas ocasiones cuando Su vida fue amenazada. Bajo formas despreciadas Él ocultó Su gloria otra vez. A veces el favor de la gente común le ofrece refugio (Marcos 11:32; 12:12; Lucas 20:19); otras veces Él se retira o en una forma ordinaria o en una forma más milagrosa (Lucas 4:30; Juan 8:59; 10:39); a veces el enemigo es privado de poner sus manos sobre Él, porque Su hora no había venido aún (Juan 7:30; 8:20); y en una distinguida ocasión, como hemos visto, una huida a Egipto le libra de la ira de un rey que buscaba Su vida para destruirla.
En todo esto vemos una cosa desde el principio hasta el fin —El Señor de gloria ocultándose a Sí mismo, como Él que había venido en el Nombre de Otro, y no en el Suyo propio—. Pero Él era el “Señor de la gloria” y “el Príncipe de la vida”. Él era un cautivo voluntario, como ya he observado, y así fue hasta el mismo fin una víctima voluntaria. “Él dio Su vida en rescate por muchos”[3] (Mateo 20:28; Tito 2:14).
En otros días el arca de Jehová estuvo en manos del enemigo; había sido tomada cautiva por los filisteos en la batalla de Ebenezer. Entonces “Dios entregó Su fortaleza a cautividad, y Su gloria en manos del enemigo”; pero fue inatacable. Aparentemente era una cosa débil, una cosa de madera y de oro. Su presencia afligió a los incircuncisos, a sus dioses, a sus personas y a sus tierras. Lo hizo sola sin ayuda, y en medio de enemigos nuevos en el calor y orgullo de la victoria. ¿Por qué, entonces no la despedazaron? Aparentemente haberla lanzado contra una piedra la hubiese destruido. Constantemente estaba en su camino, y parecía estar siempre a merced de ellos. ¿Por qué, entonces, no se deshicieron de ella? No podían; esa es la respuesta. El arca entre los filisteos era otra zarza ardiente que no se consumía. Podía parecer haber estado a merced de los incircuncisos, pero era inatacable. Los filisteos pueden enviarla de Asdod a Gat, y de Gat a Ekrón, pero ninguna mano puede tocarla o destruirla (1 Samuel 4–6).
Y así la Verdadera Arca, el Hijo de Dios en carne, puede ser objeto de burla de los incircuncisos por poco de tiempo: Pilato puede enviarle a Herodes, y Anás a Caifás; la multitud puede conducirlo a Pilato, y Pilato puede entregarlo otra vez a la multitud; pero Su vida está fuera del alcance de ellos. Él era el Hijo de Dios, y aunque manifestado en carne, todavía era el Hijo como lo fue desde la eternidad. Cualesquiera los dolores por que pasara, cualquier cansancio que sufriera, o hambre o sed, todo había sido llenando “la forma de un siervo”, la cual Él había tomado. Pero Él era el Hijo Quien tenía “vida en Sí mismo”, el Arca inatacable, la Zarza, aunque en medio de las llamas furiosas del completo odio del mundo, imposible de consumir.
Tal fue el misterio, no lo dudo.
Pero mientras decimos esto —mientras discurrimos por las meditaciones de este folleto con algún deseo de mi alma, y, confío, que también con algún provecho— no hay nada que yo acariciaría más que sentirme como un verdadero israelita se hubiese sentido cuando el arca de Dios regresó de la tierra de los filisteos. Él ha debido gozarse entonces y adorar; él ha debido tener mucho cuidado de asegurarse de que este gran suceso había en verdad ocurrido, aun cuando él viviera a distancia del terreno de los hechos. Como un israelita de cualquiera de las tribus, esto le atañía profundamente, de que el arca hubiese sido rescatada, y que los incircuncisos no estuviesen manipulándola aún, o enviándola de aquí para allá entre sus ciudades. Pero estando satisfecho de eso, tenía que estar alerta de que él mismo no la tocara o mirara dentro de ella, de que no pecara contra ella, como un betsemita, aún después que ella hubiese salido de entre los filisteos.
Estamos en lo justo, estoy seguro, al rehusar esos pensamientos sobre la condición mortal del cuerpo del bendito Señor. Tales palabras y especulaciones son como manipular el arca con manos incircuncisas o filisteas. Y hemos de demostrar el error mismo de tal pensamiento, así como su irreverencia; esto es, hemos de estar satisfechos sólo con la liberación completa del arca, y su regreso a nosotros. Pero entonces, otro deber nos compete; no hemos de manipularla, o mirar dentro de ella, como si fuera una cosa común. Nuestras palabras han de ser pocas, porque en “la multitud de palabras”, en semejante asunto, “no falta el pecado”. No debemos consentir a consideraciones físicas sobre tal asunto, aunque estas sean sanas y libres de ser contradichas; pues tales consideraciones no son propias del Espíritu o de la sabiduría de Dios. El cuerpo del Señor era un templo, y está escrito: “Vosotros ... reverenciaréis Mi santuario: Yo Jehová”.
Si uno fuera a rehusar seguir estas especulaciones, y en vez de contestarlas reprenderlas, yo no podría decir nada. Sería para muchas almas un santo y sensible rechazamiento de entrometerse más allá de la medida de uno y de la norma escritural con lo que siempre debe estar más allá de nosotros. Recuerdo las palabras, “No respondáis al necio conforme a su necedad, no sea que tú mismo seas como él”. Pero estas especulaciones sobre la persona del Hijo de Dios comenzaron en otros sectores. El arca cayó en manos incircuncisas, y estas palabras que yo me he impuesto escribir es un esfuerzo para recobrarla de allí, y lo que yo en verdad desearía, es sacarla del “carro nuevo” con la reserva y santidad que compete a un alma que presta tal servicio.
Añadiré, que todo este razonamiento se hace con el fin de procurar provecho para el alma. El cadáver de un león (prohibitivo como ha de ser tal objeto) fue de antiguo obligado a producir miel, aún delicada como ésta es, y buena como alimento. Pablo tuvo que realizar la obra prohibitiva de vindicar la doctrina de la resurrección en la misma faz de algunos entre los santos en Corinto; pero ello resultó fructífero, al igual que el cadáver del león. Porque no meramente se produce la vindicación de la doctrina en sí, sino que gloria tras gloria, atinentes a ese misterio, desfilan ante él. A él le es dado por medio del Espíritu, ver la resurrección en su orden, o en sus distintas épocas; el intervalo entre tales épocas, y lo que ha de realizarse en cada una de ellas, de acuerdo con las dispensaciones divinas; la escena que ha de suceder a la última de esas épocas; y también la gran era de la resurrección de los santos, en todo su poder y magnificencia, pon el grito de triunfo que ha de acompañarla (1 Corintios 15). He aquí miel, y más miel, salida del cuerpo muerto de un león, que eso es la controversia entre los hermanos.
Pero según fue escrito una vez, así es, en la abundante gracia de Dios, aún existente: “Del comedor salió comida, y del fuerte salió dulzura”.
Nota[1]: Si no hubiese sido igual a Dios, no hubiese podido hacer esto; ya que toda criatura, cada uno menor que Dios, es de antemano un siervo de su Creador. Un judío podría ser un siervo voluntario de otro judío —un siervo con la oreja horadada (Éxodo 21)— pero ninguna criatura podría ser un siervo voluntario de Dios, en cuanto todas las criaturas son de antemano siervos sujetos a Él por razón de las relaciones de Creador y criatura.
Nota[2]: Cuando recuerdo Quien era Él, la simiente de la mujer, el Hijo de Dios, Dios manifestado en carne; cuando también recuerdo que la muerte, viniera en la forma que viniera, no tenía derecho sobre Él, no puedo tener otro pensamiento. Considerado en la carne y sangre que Él tomó, la muerte no tenía derecho, porque allí no había pecado; considerado en Su plena persona, la muerte no podía tocarle, salvo según Él se enfrentó a ella voluntariamente bajo el pacto eterno. De modo que el alma rechaza completamente el pensamiento de que Él salve Su vida en el sentido ordinario de estas palabras.
Nota[3]: El Hijo se puso a Sí mismo bajo el mandamiento del Padre, para los fines de la gloria de Dios en nuestra salvación (Juan 10:18; 12:49); y ahora el Padre dirige un mandamiento a nosotros, de dar toda la honra divina al Hijo, o, en otras palabras, a andar en la verdad de Su persona (Juan 5:23; 1 Juan 3:23; 2 Juan 4-8).
El poder del Hijo de Dios
“Yo confiaré en Él” (Hebreos 2:13).
¡Qué momento debe haber sido aquel cuando el Señor silenció al viento en el Lago de Galilea! Debe haber sido maravilloso y bello presenciarlo; como lo sería ahora, de tener nosotros corazones sensibles a las glorias de Cristo, para pensar en ello. La gente puede hablar del curso obligado de los principios, de las leyes de la naturaleza, y del curso de las cosas; pero sin duda es la primera ley de la naturaleza obedecer a su Creador. Y aquí en un abrir de ojos, el Mar de Galilea sintió la presencia, y respondió a la palabra, de Aquel que a Su antojo transfigura el curso de la naturaleza, o por un mero toque lo desgonza todo (Marcos 4).
Este era Jehová-Jesús. Este era el Dios a Quien, de antiguo, el Jordán y el Mar Rojo obedecieron: “¿Qué tuviste, Oh mar, que huiste? ¿Y tú, oh Jordán, que te volviste atrás? Oh montes, ¿por qué saltasteis como carneros, y vosotros, collados, como corderitos?”. A la presencia del Señor tiembla la tierra. Allí yace la respuesta, ya sea que escuchemos a la voz del Mar Rojo en los días del Éxodo, o al Mar de Galilea en los tiempos del Evangelio. La presencia de Dios revela el secreto. “Él habló, y fue hecho”.
Leemos que cuando el sol y la luna se detuvieron en medio del cielo, el Señor escuchó la voz de un hombre. Josué habló al Señor, entonces; y el Señor peleó por Israel. Y la ocasión estuvo llena de prodigio. El Espíritu Santo que la reseña le imparte ese carácter. “¿No está escrito en el libro de Jaser? De este modo el sol se paró en medio del cielo, y no se apresuró a ponerse casi un día entero. Y no hubo día como aquel, ni antes, ni después de él, habiendo atendido Jehová a la voz de un hombre”. Pero Cristo actúa de inmediato, y de Sí mismo, y esto no es maravilla. Todo el asombro que se siente proviene de los corazones impreparados, e incrédulos de los discípulos, quienes no conocían la gloria del Dios de Israel. Pero bajo Su enseñanza la cual toma las cosas de Cristo y las muestra a nosotros, debemos, amados, entenderla mejor, discernirla igualmente, ya sea junto al dividido Mar Rojo, o junto al Jordán que “retrocedió”, o sobre el calmado Lago de Galilea. Pero hay más de Cristo junto al Mar Rojo, que la división de sus aguas. La nube que apareció a Israel tan pronto como habían sido redimidos por la sangre en Egipto, y la cual los acompañó por el desierto, fue la guía del campamento. Pero era también el velo o la cubierta de la gloria. En medio de Israel tal fue el hermoso misterio. Comúnmente era una gloria oculta; manifestada a veces, pero siempre allí; el guía y compañero de Israel, pero también Su Dios. El que moraba entre los querubines, fue por el desierto delante de Efraim, y de Benjamín y de Manasés (Salmo 80). La gloria habitó en la nube para beneficio de Israel, pero también estuvo en el lugar santo; y de este modo, mientras conducía el campamento en su forma velada y humilde, asumía las honras humildes del santuario.
Y tal fue Jesús, “Dios manifiesto en la carne”, corrientemente velado bajo “la forma de un siervo”, siempre igual a Dios sin usurpación, en la fe y adoración de Sus santos, y a veces resplandeciendo en gracia y autoridad divinas.
Cuando se acercaban al Mar Rojo, Israel hubo de ser cubierto. La nube les prestó esta merced. Se puso entre los egipcios y el campamento de Israel y fue luz para el uno y tinieblas para el otro, de manera que uno no estuvo cerca del otro en toda la noche; y entonces, a la mañana siguiente, el Señor miró al ejército de Egipto por entre la columna de nube, y confundió el ejército de Egipto. Y así en otra ocasión afín con esta junto al Mar Rojo, Cristo actúa como la nube y la gloria. Él se coloca entre Sus discípulos y los perseguidores de ellos: “Si a Mí buscáis, dejad ir a estos”. Él los encubre con Su presencia como de antiguo. Y Él mira por entre la nube, y otra vez, como de antiguo turba la hueste del enemigo: “Jesús les dice, Yo Soy ... . Tan pronto como les hubo dicho: Yo Soy, retrocedieron y cayeron por tierra”. Él sólo tuvo que mirar alrededor y se halló que Su brazo no se había acortado. Con igual facilidad y autoridad, el Dios de Israel realiza Sus propios hechos junto al Mar Rojo, y lo mismo hace Jesús en el Huerto de Getsemaní (Éxodo 14; Juan 18). Los dioses de Egipto lo adoraron junto al Mar Rojo, los dioses de Roma lo adoraron en el Getsemaní, y cuando sea introducido la segunda vez en el mundo, se dirá, “Adórenle todos los ángeles de Dios”.
Más aún. En el progreso de su historia, Israel tuvo que ser reprendido tanto como encubierto; ser disciplinado tanto como redimido. Esto lo vemos, tan pronto nos alejamos del Mar Rojo y entramos en el desierto. Pero la misma gloria oculta dentro de la nube hará esta obra divina en favor de ellos, como hizo la otra. En el día del maná, en el día de los espías, en la cuestión de Coré, junto a las aguas de Meriba, Israel provoca la santidad del Señor, y se ve la gloria en la nube demostrando el resentimiento divino (Éxodo 16; Números 14; 16; 20).
Y del mismo modo, otra vez Jesús. Cuando fue agraviado —como lo fue la gloria en la nube— por la dureza de corazón, o la incredulidad de los discípulos, Él da alguna demostración, alguna expresión, de Su poder divino, con palabras de reprensión. Como en aquella ocasión a la cual me he referido, en el Lago de Tiberias; porque allí les dijo a los discípulos, “¿por qué teméis?” así como a los vientos y a las olas, “Paz, estaos quietos”. Y así una y otra vez cuando los discípulos demostraron ignorancia y sustentaron pensamientos de incredulidad acerca de Él. Por ejemplo, a Felipe, en una ocasión especial, Él le dice, en la contrariedad y resentimiento de la gloria en la nube, “¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros, y no me habéis conocido, Felipe? El que me ha visto ha visto al Padre; ¿y cómo dices tú, Muéstranos al Padre?” (Juan 14).
Seguramente aquí estaba también el mismo misterio. ¿No estaba el Señor otra vez resplandeciendo aquí a través del velo para la confusión de la desobediencia e incredulidad de Israel? Esta fue la gloria vista en la nube como en el día del maná, o casos afines ya citados. Muy exacta es la correspondencia de estas formas de poder divino. La nube era lo ordinario; la gloria de dentro fue una y otra vez manifestada, pero estuvo allí siempre. El guía y compañero del campamento era el Señor del campamento, ¿Y no es todo esto Cristo en un misterio? La gloria era el Dios de Israel (Ezequiel 43:4; 44:2), y Jesús de Nazaret era el Dios de Israel, o la gloria (Isaías 6:1; Juan 12:41). El Nazareno veló una luz, o manifestó en carne una gloria, la cual, en su propia plenitud, “ningún hombre puede ver” (1 Timoteo 6:16). Moisés en un gesto muy hermoso rehusó la gloria, pero Cristo la ocultó. “Por fe Moisés, hecho ya grande, rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón” (Hebreos 11:24). Y una hermosa victoria sobre el mundo fue esa. A todos nos gusta ostentar nuestras honras, destacar lo que somos, y aun tomar más de lo que nos corresponde, si es que los hombres se equivocan en nuestro favor. Pero Moisés se humilló a sí mismo en el palacio egipcio; y esa fue una hermosa victoria de la fe sobre el derrotero y espíritu del mundo. Pero Jesús hizo más. Es cierto. Él no tenía siervos y cortesanos a quienes enseñar, porque Él fue extraño a los palacios. Mas los aldeanos de Nazaret lo adoptaron como “el hijo del carpintero”, y Él así lo aceptó. La Gloria de las glorias, el Señor de los ángeles, el Creador de los confines de la tierra, el Dios del cielo, se ocultó bajo aquella reputación corriente, y así permaneció, sin rechazarla.
Es la obra de gracia del Espíritu Santo, en Hebreos 2, abrir las fuentes de este misterio. La gracia de Dios desearía ardientemente ejercerse o satisfacerse, precioso como es tal pensamiento y la alabanza de Aquel “por cuya causa son todas las cosas, y por el Cual todas las cosas subsisten”, demandaba el misterio, por así decirlo (versículos 9, 10). Estas cosas se nos dicen allí. Estas son las ricas fuentes de donde fluyen el gran propósito y la gran transacción; aquella transacción, aquel inefable misterio de la redención por medio de la humillación del Hijo de Dios, el cual dará a la eternidad su carácter. La gracia divina procuró contentarse a sí misma, y la gloria divina quiso mostrarse a la perfección. Todo fluye de esas fuentes. Carne y sangre fueron asumidas por el Santificador, la muerte fue sufrida: iguales tentaciones que los hermanos soportó, pero sin pecado; relaciones con Dios, experiencias en Sí mismo, y Su compadecimiento con los santos, fueron llevados por Él y conocidos; la vida de fe en la tierra, con sus oraciones y lágrimas Al que podía librar de la muerte; vida de intercesión en el cielo; toda idoneidad para ser un sacrificio y un sacerdote acabados; habilidad para socorrer, y aptitud para limpiar, así como resurrección, ascensión, actual expectación y un Reino y glorias venideras —todos estos hallan sus fuentes y su origen allí.
El Hijo de Dios tomó Su lugar en relación con todo esto. Él fue dependiente, obediente, creyente, esperanzado, doliente, sufriente, despreciado, crucificado, sepultado; todo cuanto el gran plan eterno hizo necesario para Él. Él se anonadó a Sí mismo con este fin, pero todo lo que Él hizo fue infinitamente digno de Su persona. La palabra en el principio, “Sea la luz; y fue la luz”, no fue más digna de Él, que lo fueron las oraciones y súplicas “con gran clamor y lágrimas”, en los días de Su carne. Él jamás pudo haberse asociado con nada indigno de la Deidad, aunque hallado, abundantemente y a todo costo personal, en condiciones y circunstancias a las cuales nuestra culpa y Su gracia quitándola de nosotros, le trajeron.
La persona que yacía en el pesebre era la misma que yacía en la cruz. Era “Dios manifestado en carne” y en el cabal sentido de esa gloria no podemos sino hablar de Su humillación a Sí mismo desde el primero hasta el postrer momento de esa jornada prodigiosa. Guiados de Dios, los sabios del Oriente adoraron “al niño” en Belén. Simeón, puedo decir, Lo adoró en un momento más temprano, en el templo; y cosa extraña, —la cual nada puede explicar cómo no sea la luz del Espíritu Santo que entonces llenaba al viejo profeta— bendice a la madre, y no al Niño. Tenía al Niño en los brazos, y naturalmente, él hubiese, en tal ocasión, dado su bendición al Infante. Pero no lo hace. Porque él tenía aquel Niño en sus brazos, no como a un débil infante a quien él debía encomendar al cuidado de Dios, sino como la Salvación de Dios. En ese glorioso carácter, en la hora de la perfecta fragilidad de la naturaleza, él le alzó en alto, y se glorió en Él. “El menor es bendecido del mayor”. No era propio que Simeón bendijera a Jesús, aunque sin yerro o usurpación él podía bendecir a María.
Ana, la profetisa, lo recibe en igual espíritu, y más temprano aún, cuando todavía no había nacido, Él fue adorado, puedo decir, por el salto del niño en el vientre de Elizabet, a la salutación de María. Como también, antes que fuera concebido, el ángel Gabriel le reconoce como el Dios de Israel, ante cuya faz el Hijo de Zacarías habría de ir; y entonces, también, Zacarías en el Espíritu Santo lo reconoce como el Señor cuyo pueblo lo era Israel, y como “El Oriente de lo alto”.
Obediencia auto-anonadante, sujeción de clase única, ha, por tanto, de ser vista en cada etapa y acción de tal Persona. ¿Y qué fue ese derrotero de servicio en la estimación de Aquel a Quien fue rendido? Como Él que fue nacido, Él circuncidado, Él bautizado y ungido, Él sirviente, penante y crucificado, y entonces como el resucitado Él ha pasado por la tierra aquí bajo el ojo de Dios. En la secretividad del vientre de la Virgen, en las soledades de Nazaret, en las actividades y servicios de todas las ciudades y aldeas de Israel, en el profundo autosacrificio de la cruz, y entonces en el nuevo florecimiento de la resurrección, “este Hombre maravilloso” ha sido visto por Dios y Dios se ha deleitado en Él — perfecto, inmaculado, evocando el deleite divino en el hombre más que cuando de antiguo fue hecho a imagen de Dios, y más que desvaneciendo todos los antiguos pesares divinos, de que el hombre hubiese sido hecho sobre la tierra.
Su persona prestó una gloria a todo Su derrotero de servicio y obediencia, la cual convirtió en uno de incalculable valor. Ni es meramente que Su persona hizo todo ese servicio y obediencia voluntarios. Hay algo mucho más de que sea de ese modo voluntario. Hay en él aquello lo cual le imparte la Persona (“El Hombre Compañero Mío, dice Jehová de los ejércitos”): ¿Y quién puede pesar o medir eso? Conocemos esto muy bien entre nosotros mismos. Quiero decir en su género. Mientras más alto en dignidad, en dignidad personal, es el que nos sirve, más alto se levante el valor del servicio en nuestros pensamientos. Y justamente así; porque se ha comprometido más en favor de nosotros, más ha sido dedicado a nosotros entonces que cuando el siervo era uno inferior; más ha aprendido el corazón instintivamente, que lo que se ha procurado es nuestra ventaja indudablemente, o que el objetivo ha sido cumplir nuestros anhelos y deseos. No olvidamos la persona en el servicio. No podemos. Y así ocurre con este caro misterio sobre el cual estamos meditando, el servicio y obediencia de Cristo fueron perfectos; infinitamente, inconfundiblemente dignos de toda aceptación. Pero más allá de eso, más allá de la cualidad del fruto, estaba la persona que lo produjo, y esto, como dijimos, impartió a ello un valor y una gloria que son indecibles. El mismo valor descansó en los servicios de Su vida que luego dieron carácter a Su muerte. Fue Su persona lo que dio todas sus virtudes a Su muerte o sacrificio; y fue Su persona lo que impartió su gloria peculiar a todo cuanto Él hizo en Su derrotero de auto-humillada obediencia. Y la complacencia de Dios en lo uno fue tan perfecta como Su aceptación judicial de lo otro. Algún símbolo (como el del velo rasgado) es visto por fe expresando aquella complacencia y completo deleite de Dios sobre cada acto sucesivo en la vida de Jesús.1 ¡Si tuviéramos ojos para ver, y oídos para oír eso según seguimos el sendero de Jesús desde el pesebre hasta el madero! Pero así fue, sea o no sea visto por nosotros. La complacencia de Dios más allá de todo pensamiento que podamos concebir, descansó sobre todo lo que Él hizo y era a través de Su vida de obediencia. Como ha dicho otro; “La sabiduría divina es el modo de nuestra recuperación por Jesucristo, ‘Dios manifiesto en la carne’, designado para glorificar un estado de obediencia. Él lo haría incomparablemente más agradable, deseable, y excelente, que jamás podría imaginarse haber existido en la obediencia de todos los ángeles en el cielo, y los hombres en la tierra, si hubiesen continuado en ella, en que Su propio eterno Hijo entró en un estado de obediencia y tomó sobre Sí para con Dios la forma o condición de un siervo”.
Estos son pensamientos fortificantes acerca de las maneras de Cristo. Estas maneras de servicio y de sujeción a Dios han de obtener su propio y peculiar carácter, y a vista nuestra, la obediencia ha sido glorificada en Su persona, y mostrada en toda Su inefable hermosura y deseabilidad; de modo que nosotros no vamos meramente a decir, que la complacencia de Dios en Él nunca fue mantenida en su plenitud, sino que sobrepuja a todo pensamiento creado. “La forma de un siervo” fue una realidad, tanto como “la forma de Dios” en Él; tan verdaderamente una realidad asumida, como la otra fue una realidad esencial e intrínseca. Y siendo tal, Sus maneras fueron las de un siervo; al igual que, siendo el Hijo, Sus glorias y prerrogativas fueron las mismas de Dios. Él oró; pasó noches enteras en oración. Él vivió por fe, el perfecto dechado de un creyente, según leemos de Él: “El Autor y Consumador de la fe”. En el dolor Él hizo de Dios Su refugio. En la presencia de enemigos Él remitió a Aquel que juzga rectamente. Él no hizo Su propia voluntad, perfecta como era esa voluntad, sino la voluntad del que le envió. En estas y en todas las maneras afines fue “la forma de un siervo” hallada y probada y leída y conocida a perfección. Se ve que ha sido una grande y viva realidad. La vida de este Siervo fue la vida de fe desde el principio hasta el fin.
En la epístola a los Hebreos se nos enseña a considerar a Jesús como “el Apóstol y Pontífice de nuestra profesión”; y también como “el Autor y Consumador de la fe” (Capitulo 3:1; 12:2,3). Como el uno, nos es presentado para el alivio de nuestras conciencias y el socorro para los momentos de prueba; como el otro, para aliento de nuestros corazones en la igual vida de fe. Como “el Apóstol y Pontífice de nuestra profesión”, Él es solo; como “el Autor y Consumador de la fe”, Él está conectado con una gran nube de testigos. Como el uno, Él es por nosotros; como el otro, Él está delante de nosotros. Pero aun cuando está delante de nosotros, como en la lucha y vida de fe, existen algunas distinciones; porque el Espíritu Santo nos invita a mirar a este “Autor y Consumador de la fe” en un modo del cual Él no habla con referencia a ningún otro. Él habla de que estamos rodeados de ellos, pero nos invita a poner los ojos en Él. Y más; fue la “contradicción de pecadores contra Él” lo que formó la vida de prueba y de fe en Jesús; y esas son palabras peculiares. Otros, como Él, en la lucha de la fe tuvieron que afrontar crueles burlas y azotes, el filo de la espada, las cavernas de la tierra, torturas, grillos, y prisiones; y todo de la enemistad del hombre. Pero el conflicto de ellos en medio de tales cosas no se expresa así. No es llamado “la contradicción de pecadores contra sí mismos”. Hay una fuerza y elevación en tales palabras que se adaptan sólo a la vida de fe que Jesús llevó y en la cual contendió.
¡Cuán perfectos son estos pasos diminutos de la sabiduría del Espíritu en la Palabra! El Salmo 16 nos presenta a Jesús en Su vida de fe. Allí el Hijo de Dios es Uno en quien “la fe es la sustancia de las cosas que se esperan, la evidencia de las cosas que no se ven”, como en Hebreos 11:1. Él disfruta de la porción presente de un hombre sacerdotal. Él pone a Jehová siempre delante de Él, y sabe que como está a Su diestra, no será conmovido. También Él espera los deleites a Su diestra, el gozo de la presencia de Dios, en otros lugares.
El Salmo 116 es el fin de Su vida de fe en resurrección, gozo, y alabanza; y el apóstol, en “el mismo espíritu de fe”, puede esperar compartir igual gozo de resurrección con su divino Señor y Precursor (2 Corintios 4:13-14).
“Yo confiaré en Él” puede decirse haber sido el lenguaje de la vida de Jesús. Pero esta vida fue oro, puro oro, y nada sino oro. Cuando fue probado en el crisol, sale la misma masa que había entrado en él, porque no había escoria. Se dice que los santos son corregidos por el crisol. Alguna impaciencia o egoísmo o murmuración tienen que ser reducidos o silenciados, como en el Salmo 73, y el 77. Job fue vencido: la aflicción le trastornó y le hizo flaquear, aunque con frecuencia él había corroborado las manos caídas y había sostenido por su palabra a aquellos que desfallecían. “Los más robustos son fácilmente tumbados”, según dice un escritor antiguo. Pedro se duerme en el huerto, y en la sala del tribunal dice mentiras, afirmándolas con juramento; pero hay Uno a Quien el horno, calentado siete veces, lo mostró precioso más allá de toda expresión. Léase Lucas 22; véase a esta Persona en ese gran capítulo; véase a Jesús allí en la hora de la prueba de fe. Primero está en compañía con el dolor que le esperaba, entonces con Sus discípulos, entonces con el Padre, y entonces con Sus enemigos; y notadlo todo, amados. ¡Cuán inenarrablemente perfecto es todo!; ¡Esta fe en su inaleada preciosidad, al ser probada en el fuego! Pero toda la vida de Jesús fue la vida y obediencia de fe. Por un lado, fue con toda seguridad la vida del Hijo de Dios, en “la forma de un siervo”, humillándose a Sí mismo hasta la muerte, aunque en “la forma de Dios”, y aunque Él “no tuvo por usurpación ser igual a Dios”; pero por el otro, fue la vida de fe: “Yo confiaré en Él”, “a Jehová he puesto siempre delante de Mí; porque está a Mi diestra, no seré conmovido”. Estos son Sus suspiros, y nosotros lo celebramos a Él, a nuestro modo, en Su vida de fe. Y toda esta preciosa vida de fe halló respuesta en la solicitud y cuidado de Dios. “El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente”. La fe de Aquel que estaba sirviendo en la tierra fue perfecta, y la respuesta de Aquel que mora en los cielos fue perfecta (Salmo 91).
La solicitud del que veló sobre Él fue incesante desde el vientre hasta la tumba. Así había sido declarado de antiguo por Su Espíritu en los profetas: “Empero Tú eres el que me sacó del vientre, Él que me hace esperar desde que estaba a los pechos de mi madre”. Fue infatigable a través de todo. “Tú corroboras mi suerte”. “Mi carne reposará segura. Porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que Tu Santo vea corrupción” (Salmo 22 y 16). Este socorro, y solicitud y cuidado, en un aspecto de Su historia, fue todo para Él. Veló sobre aquella misma noche en la cual el ángel advirtió a José que huyera a Egipto. Fue el gozo indecible del Padre ejercer la diligencia de aquella hora. Aquel que guardó a Israel no podía dormir entonces.
Mas todo esto, en vez de ser inconsistente con los plenos derechos divinos de Su persona, adquiere su carácter especial de ellos. La gloria de esta relación, y del gozo y complacencia que le acompañaron, desaparece, si la Persona no es vindicada y honrada. Tal fue la Persona, que Su entrada en la relación fue un acto de auto-anonadamiento. En vez de dar comienzo a un derrotero de sujeción, ya en la huida a Egipto o en el pesebre de Belén, Él había tomado “la forma de un siervo” en consejo antes del comienzo del mundo: y, como fruto de ello, fue “hallado en la condición como hombre”. Y todos Sus actos y servicios fueron las maneras de Este anonadado a Sí mismo; todos ellos desde el primero al último. Porque Él fue tan verdadero “Dios ... manifestado en carne” en Su viaje a Egipto, en los brazos de Su madre, como en Getsemaní, en la gloria y poder de Su persona, cuando el enemigo que vino a comer Su carne vaciló y cayó. Él era tan sencillamente Emanuel como un Infante en Belén, como lo es ahora a la diestra de la Majestad en las alturas.2 Todo fue humillación de Sí mismo, desde el vientre hasta la cruz. Olvido Su persona o Quien fue Él, si dudo eso. Pero visto este glorioso misterio, a otra luz, hemos de ver la relación, y el tierno, perfecto cuidado y socorro, los cuales, en conformidad con él, el Padre estuvo prestándole siempre a Él. Pero estas cosas son semejantes, solamente, a las varias luces o caracteres en los cuales los distintos evangelistas presentan al Señor, según nuestro conocimiento general. Él fue el Objeto del cuidado del Padre, y sin embargo, el Compañero de Jehová; y podemos mirar a Su sendero por este mundo a la luz depurada con la cual ese cuidado y solicitud divinos lo invisten, según podemos contemplarlo a esa más brillante luz y muy excelente gloria en las cuales Sus derechos y honras como el Hijo de Dios nos lo presentan a nosotros. Si Él tuvo esta relación con el cuidado de Dios, asumida como era, conforme a los consejos eternos, así mismo tuvieron todas las criaturas, terrenales y celestiales, angélicas y humanas, por todo el universo, la misma relación con Él.
Por razón de tales varias verdades como esta, Él pudo decir: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”; y con todo eso el Espíritu Santo pudo decir de Él, que el Dios de paz le resucitó de los muertos (Juan 2:19; Hebreos 13:20). Sus enemigos que buscaban Su vida cayeron delante de Él a una sola palabra Suya; y con todo, así Su perfecta fe reconoce el perfecto cuidado y guarda de Dios, tanto que Él pudo decir, “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a Mi Padre, y Él me daría más de doce legiones de ángeles?” (Juan 18:5-6; Mateo 26:53). Él pudo con un solo toque curar la oreja del siervo, y más, restaurarla cuando fue cortada, cuando al mismo tiempo Él hubiese tenido Sus propias sienes sangrando bajo la corona de espinas (Lucas 22:51; Marcos 15:17-19). En la perfección de Su lugar, como el Anonadado, Él pudo demandar simpatía, y decir, “¿No habéis podido velar conmigo una hora?” y poco después, en un momento de mayor negrura aún, en un sentido, pudo levantarse sobre la compasión de las hijas de Jerusalén, y honrar con la promesa del Paraíso la fe de un malhechor moribundo (Mateo 26:40; Lucas 23:28,42-43). Él brilla en esplendor, aun en el más hondo momento de Su humillación; y sepan los pecadores que no es la compasión de los hombres lo que Su cruz busca, sino la fe de ellos; que ella no les pide que en benevolencia humana sientan esa hora, sino que en la fe de sus corazones y para la completa paz de sus conciencias a ser bendecidas por esa hora; que no compadezcan la cruz, sino que se apoyen en ella, y sepan, que aunque cumplida en flaqueza, ella es la columna misma que ha de sostener la creación de Dios para siempre.
En tales distintas, pero consistentes formas, leemos la vida del Hijo de Dios en carne. ¿Es una menos real porque la otra es verdadera? Las lágrimas de Jesús sobre Jerusalén fueron tan reales como si no hubiese nada en Su corazón sino la pena de un Señor y Salvador mal recompensado sobre un pueblo rebelde e incrédulo. Y con todo eso Su gozo en el pleno propósito de la sabiduría y la gracia divinas fue siempre la misma inconfundible e indivisible realidad. El “¡Ay de ti Corazín!” y el “Te doy gracias Oh Padre”, fueron igualmente vivos y verdaderos afectos del alma de Jesús (Mateo 11). No había falta de completa realidad en ninguna; y así “la forma de un siervo”, con todos sus resultados perfectos, y “la forma de Dios”, en todas sus propias glorias, fueron, de igual manera, reales y vivos misterios en la misma Persona.
¿Y no podemos, a veces, aislarnos para fijarnos con más atención en Su persona, mientras trazamos o los actos de Su vida, o los secretos de Su amor y verdad? Es parte de la obediencia de la fe hacer eso. “El temor de Jehová es limpio”, pero hay un temor que no es del todo limpio, teniendo algún espíritu de servidumbre y de incredulidad en él. El rehusar volverse y mirar a tales visiones como estas puede ser tal temor. Concedo que existe el “misterio” y que el “misterio” es “grande”. Así fue una grande y misteriosa visión la que Moisés se tornó a mirar; pero con pies descalzados él podría aun mirar y escuchar. Si no lo hubiese hecho así, se hubiese ido sin bendición. Pero escuchó hasta descubrir que “Yo Soy” estaba en la zarza; y, que “el Dios de Abraham” estaba allí también. ¡Un paraje extraño para que tal gloria se asentara allí! Pero así fue. En un escaramujo el Señor Dios Todopoderoso fue hallado (Éxodo 3).
Y suponiendo que yo voy al Calvario, y miro allí al “Pastor” herido, ¿a Quién descubriré, si tengo un ojo abierto, sino al Compañero de Jehová de los Ejércitos? (Zacarías 13). Y si voy y me sitúo en medio de la gentuza que rodeaba la corte de Pilato en Jerusalén, ¿a Quién hallaré allí, aun en Aquel escupido, abofeteado y escarnecido, sino Él que secó en la antigüedad el Mar Rojo, y cubrió de cilicio los cielos egipcios? (Isaías 50:3).
Yo pregunto, ¿Cuándo he mirado de este modo, y por la luz del Espíritu en los profetas he hecho estos descubrimientos, he de retirarme en seguida? Si tuviese entrañas, tendría que preguntar ¿a dónde podré ir para mayor refrigerio de espíritu? Si mi fe descubre, en el apenado e insultado Jesús, en medio de los hombres de Herodes y el oficial romano, al Dios que de antiguo hizo los prodigios en la tierra de Cam, ¿no he de detenerme en ese monte de Dios, y a la semejanza de Moisés tornarme a un lado y mirar y escuchar? No puedo tratar la visión como si fuera demasiado grande para mí. No creo que esa sería la mente del Espíritu. Libertad de pensamiento mientras permanezco en el monte, será reprendida si transgrede; pero permanecer allí no es transgresión, sino adoración. Yo hablo, el Señor lo sabe, de principios, no de experiencias. Los ejercicios del corazón allí son lerdos y fríos, sin duda; y la pena es (si es que puedo hablar por los demás), no que le dediquemos mucho pensamiento al misterio de la persona del Hijo de Dios, sino que nos retiramos muy pronto hacia otros objetos.
Esa Persona será “el eterno ornamento y prodigio de la creación de Dios”. Algunos pueden reconocer, en general, la humanidad y la Deidad en esa Persona. Pero hemos también nosotros de reconocer la plena, inmaculada gloria de cada una de éstas. Ni el alma, ni la naturaleza moral del hombre, ni el templo del cuerpo han de ser profanados. El hombre entero ha de ser vindicado y honrado.3 Y aunque la relación en que Cristo estuvo con Dios, el cuidado que eso inducía, y la obediencia que eso envolvía, puede constituir otra grande visión que requiere que nos tornemos a un lado para mirarla, aún no la veremos adecuadamente y fallaremos en contemplarla en su gloria, si olvidamos de algún modo la persona de Aquel que la integra.
El razonamiento divino en la epístola a los Hebreos, entre otras cosas, evidencia esto: que la eficacia del sacerdocio de Cristo depende enteramente de Su persona. Leed los primeros siete capítulos; ¡qué escrito! En nuestro Pontífice debemos encontrar un hombre; uno capaz de socorrer a los hermanos, por haber sido tentado como ellos. De modo que debemos ver a nuestro Sumo Sacerdote entrando en los cielos de entre los sufrimientos y dolores de esta escena aquí. Muy seguramente así. Pero en nuestro Pontífice debemos hallar también al Hijo, porque en ningún otro participante de carne y sangre había “el poder de una vida indisoluble”. Y, en conformidad con eso, Melquisedec representa la persona así como las virtudes, dignidades, derechos y autoridades del verdadero Sacerdote de Dios; según leemos de Él: “Sin padre, sin madre, sin linaje; que ni tiene principio de días, ni fin de vida; mas hecho semejante al Hijo de Dios; permanece sacerdote para siempre” (Hebreos 7:1-3).
¡Y qué visión nos da todo esto de “el Pontífice de nuestra profesión”! Él descendió del cielo, en la plena gloria personal del Hijo; y a su tiempo Él ascendió al cielo llevando consigo la virtud de Su sacrificio por el pecado y aquellas compasiones que socorren a los santos. La fe se compenetra de con todo el derrotero de Jesús. Ella reconoce en Él al Hijo mientras habitó en carne entre nosotros, y cuando Su senda de humillación y sufrimiento hubo terminado aquí, la fe reconoce al Hombre una vez rechazado y crucificado, glorificado en los cielos, la una y misma Persona: Dios manifestado en la carne aquí, el Hombre oculto en la gloria allá. Según leemos de Él y de Su bendita y prodigiosa senda: “Dios fue manifestado en carne, ha sido justificado con el Espíritu; ha sido visto de los ángeles, ha sido predicado a los Gentiles; ha sido creído en el mundo; ha sido recibido en gloria” (1 Timoteo 3:16).4
En “la forma de Dios”, Él era Dios, ciertamente; en “la forma de un siervo”, Él fue un siervo, ciertamente. Él “no tuvo por usurpación ser igual a Dios”; ejerciendo todos los derechos divinos, y usando todos los tesoros divinos y recursos con plena autoridad, y aun anonadándose a Sí mismo, despojándose a Sí mismo, y siendo obediente. Esto expresa el secreto. Todo cuanto aparece en la historia es interpretado por el misterio. Es como la gloria en la nube otra vez. El Compañero del campamento, afligido en toda la aflicción de ellos era el Señor del campamento. La gloria que atravesó el desierto en compañía con las peregrinaciones de Israel fue la gloria que habitó entre los querubines en el lugar santísimo. Pero las palabras de más adelante de esta Escritura (Filipenses 2:5-11) me invitan a avanzar un poco más.
“Por lo cual Dios también Lo ensalzó a lo sumo” (versículo 9). Nos hallamos sólo en nuevos prodigios, cuando leemos estas palabras. ¿Por qué, podemos preguntar, podía ensalzarlo a Él? Antes de que entrara en Su senda de sufrimientos y de glorias, Él era en Sí mismo infinitamente grande y bendito. Nada podía personalmente ensalzarlo a Él, siendo, como era, “el Hijo”. Su gloria era divina. Era inefable e infinito. Ningunos otros honores podían jamás aumentar Su gloria personal. Pero todavía lo vemos a Él atravesando un sendero el cual le conduce a honra y gloria aún.
¡Extraño y excelente misterio! Y todavía más extraño y más excelente según podemos decir, estas nuevas y adquiridas glorias son, en algún sentido, las más caras para Él. La Escritura nos da derecho a hablar así, así como también nos da derecho a hablar de muchas cosas de Su gracia, las cuales el corazón jamás hubiese podido concebir. Y aun, con todo esto —comparar las cosas divinas con las humanas, como suele hacerlo la instrucción del Espíritu— aquello de que hablo ahora es conocido entre los hombres. Que el más encumbrado entre nosotros por razón de su nacimiento, que un príncipe, el hijo de un rey, salga y adquiera dignidades; sus dignidades adquiridas, aunque ellas no lo pueden realzar personalmente, serán sus más caras distinciones, y formarán los más preciados materiales de su historia en la estimación de otros. Tal cosa como esa es instintivamente entendida entre nosotros. Y así ocurre (en el inefablemente precioso misterio de Cristo) con el Hijo de Dios. De acuerdo con los consejos eternos, Él ha salido a batalla; y los honores que ha adquirido, las victorias que ha ganado, o que aún ha de ganar, serán Su gozo por toda la eternidad. Ellas han de formar la luz a la cual Él ha de ser conocido, y los caracteres en los cuales Él será alabado para siempre; aunque, personalmente, Él mora en una luz inaccesible por hombre alguno. Y eso que Él estima: “Jehová-Jireh” (Jehová proveerá: Génesis 22:14); “Jehová Rophi” (Jehová Mi Pastor: Salmo 23:1); “Jehová Salom” (Jehová envía Paz: Jueces 6:24); “Jehová Tsidkenu” (Jehová Nuestra Justicia: Jeremías 23:6); “Jehová Nissi” (Jehová mi Bandera: Éxodo 17:15), todos son honores adquiridos. ¡Y cómo son estos principales para Él en los inefables modos de Su ilimitada gracia! En Éxodo 3, Él comunica Su Nombre personal a Moisés, diciendo de entre la zarza, “YO SOY EL QUE SOY”. Pero entonces Él comunica también Su Nombre adquirido, llamándose a Sí mismo, “el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob”; y a este segundo, este nombre adquirido, Él añade, “Este es Mi nombre para siempre, y este es Mi memoria para todas las generaciones”: palabras las cuales profundamente nos dicen cómo Él evaluó aquella gloria que Él había adquirido en Sus actos en favor de los pecadores. Como también en el tabernáculo, o templo, donde Su nombre fue inscrito, fue Su nombre adquirido y no Su nombre personal, el que fue inscrito y leído allí. Los misterios de aquella casa no hablaban de Su omnipotencia, omnisciencia, o eternidad esenciales, o glorias semejantes, sino de Uno en quien la misericordia triunfa sobre el juicio, y quien había encontrado un modo por el cual traer a Sus desterrados a Él. Seguramente estas son evidencias de qué precio es a Su vista Su Nombre ganado en servicio por nosotros. Pero “Dios es amor” puede responder a todo ello. Allí se define el secreto. Si las manifestaciones son excelentes y maravillosas, las fuentes ocultas las cuales se abren en Él mismo nos hacen conocerlo todo.
Hemos de conocerle como “hecho súbdito a la ley”, tan seguramente como lo conocemos en Su gloria personal muy por encima de la ley. Toda Su vida fue la vida de Uno obediente. Y de este modo, aunque Dios sobre todo, el Jehová de Israel, y el Creador de los confines de la tierra, Él era el Hombre Cristo Jesús. Él era Jesús de Nazaret, ungido del Espíritu Santo, Quien anduvo haciendo bienes, y sanando a todos los oprimidos del diablo; porque Dios era con Él. A estas luces lo vemos a Él, y a estas luces leemos Su variada, prodigiosa historia. Él impartió el Espíritu Santo, y con todo fue ungido con el Espíritu Santo. El Hijo vino para participar de carne y sangre. De modo que el intento y la gracia del designio eterno se efectuaron; así lo requerían nuestras necesidades. Fue hallado “en la condición como hombre”. Él se ejercitó en una vida de entera dependencia de Dios y cumplió una muerte la cual (entre otras virtudes) fue en completa sujeción a Él. Este era Su parte en el pacto y en tal condición actuó y sufrió a perfección; y de allí emanaron los servicios y las aflicciones, los clamores y las lágrimas, los trabajos, y los dolores del Hijo del Hombre en la tierra. Pero aún más; ahora cuando está en el cielo, ella es, en un gran sentido, la misma vida todavía. Una promesa lo esperaba a Él allí y esa promesa Él la recibió y en ella vive hasta esta hora: “Siéntate a Mi diestra, hasta que ponga a Mis enemigos por estrado de Tus pies”, fue dicho de Él cuando ascendió; y en la fe y esperanza de esa palabra, Él tomó Su asiento en el cielo, “se sentó a la diestra de Dios; esperando desde aquí en adelante hasta que Sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies” (Hebreos 1:10). Aquí estaba la esperanza respondiendo a la promesa, y ésta hallada en el corazón de Jesús cuando Él ascendió al cielo y se sentó allí, tal como fue el Creyente, y Él que esperó, y el Obediente y el Siervo en esta tierra nuestra. Y más aún; ¿en su marcha ascendente de glorias, no continúa Él sujeto? Toda lengua ha de confesarle como Señor; ¿pero acaso no es esto para la gloria de Dios el Padre? Y cuando el Reino sea entregado, no está aún escrito, “¿Entonces también el mismo Hijo se sujetará al que le sujetó a Él todas las cosas, para que Dios sea todas las cosas en todos?” Y como sujeto de este modo, a Aquel que le sujetó todas las cosas, en las mismas regiones, del mismo modo, en la gloria venidera será Su delicia por gracia servir a Sus santos; según leemos: “Se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y pasando les servirá”. Y otra vez dice: “El que está sentado en el trono tenderá Su pabellón sobre ellos. No tendrán más hambre, ni sed, y el sol no caerá jamás sobre ellos, ni otro ningún calor. Porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará, y los guiará a fuentes vivas de aguas; y Dios limpiará toda lágrima de los ojos de ellos” (1 Corintios 15; Lucas 12; Apocalipsis 7).
Nota[1]: Hablo del velo rasgado como el símbolo de la aceptación divina. Ninguna obediencia de Cristo vivo hubiese podido rasgarlo; sólo Su muerte.
Nota[2]: No quiero decir que en la ocasión del viaje a Egipto “el niño” ejercitó mente o voluntad. Eso sería precisión fuera del modo escritural. Pero ese acto como todos desde Belén hasta el Calvario, tiene el carácter único de la auto-obediencia.
Nota[3]: Uno de los mártires del tiempo de la reina María escribió de este modo desde su prisión: “Él lo ha hecho todo, lo ha comprado todo, y ha pagado muy caro por todo; con Su propio cuerpo inmaculado ha librado vuestros cuerpos del pecado, de la muerte, y del infierno, y con Su preciosísima sangre pagó vuestro rescate y pleno precio una vez por todas y para siempre”.
Nota[4]: Él fue, ciertamente, verdadero Hombre y verdadero Dios en una Persona. Todo depende de este “gran misterio”. La muerte de la cruz sería nada sin él, como todo sería nada sin esa muerte.
El Hijo de Dios en la gloria
“Recibido en Gloria” (1 Timoteo 3:16).
En los días primitivos, los ángeles desearon mirar en las cosas de Cristo (1 Pedro 1:12). Cuando estas cosas fueron a sí mismas manifestadas y cumplidas, se cumplió este deseo, porque en la historia, según la hallamos en los evangelistas, los ángeles son constituidos testigos oculares de aquello dentro de lo cual ellos habían, por tanto tiempo, deseado mirar. Ellos tienen el privilegio de hallar su puesto y su disfrute en la historia de Cristo en “el misterio de la piedad”; y de hallarlo, al igual que lo habían hallado de antiguo, en el santuario de Dios. En ese santuario, todo, es cierto, era para el uso y bendición de los pecadores. Los altares, y la fuente, y el propiciatorio, y todo lo demás, fueron provistos para nosotros. La acción y la gracia de la casa de Dios fueron para los pecadores. Pero los querubines observaban. Ellos fueron colocados en aquella casa para mirar a sus más profundos misterios. Y así, en la misma condición los hallaremos nosotros, en el día de los grandes originales, o de las mismas cosas celestiales, cuando “Dios fue manifiesto en la carne”. Porque entonces es igualmente cierto, todo fue para servicio y salvación de los pecadores, o para que Dios, así manifestado, pudiera ser “predicado a los gentiles”, y “creído en el mundo”; pero aun todo fue para este fin, seguramente, para que Él “fuera visto de los ángeles”.
De este modo ellos tomaron el mismo lugar en el santuario antiguo, como en el gran misterio mismo. Ellos miraron, observaron; fueron testigos oculares. Y yendo más lejos, la visión que ellos tuvieron del misterio fue del mismo intenso, e interesado carácter como los querubines lo habían expresado en el lugar santísimo, antes. “Y los querubines extendían sus alas por encima, cubriendo con sus alas la cubierta: y sus rostros el uno enfrente del otro, hacia la cubierta los rostros de los querubines” (Éxodo 37). Y así, en la historia de Cristo, el Arca verdadera, serán vistos otra vez.
El ángel del Señor viene, en su comisión y ministerio del cielo, a anunciar a los pastores de Belén el nacimiento de Jesús. Pero tan pronto como hubo cumplido su servicio, “repentinamente fue con el ángel una multitud de los ejércitos celestiales, que alababan a Dios, y decían; Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres” (Lucas 2). Y cuando vino el tiempo para otro gran suceso, y “Dios manifiesto en la carne” fue levantado de entre los muertos, para ser pronto “recibido en gloria”, los ángeles están otra vez presentes con igual intenso e interesado deleite. En el sepulcro, mientras María Magdalena miraba dentro, dos de ellos “estaban sentados uno a la cabecera, y el otro a los pies, donde el cuerpo de Jesús había sido puesto”; y en la crisis de la ascensión misma, están otra vez presentes, instruyendo a los varones galileos en los caminos futuros de Aquel que acababa de ascender al cielo (Juan 20; Hechos 1).
¡Qué alegoría formaba todo esto sobre el propiciatorio! ¡Qué constante contemplación de los querubines era ésta! Este coro de la hueste celestial en las campiñas de Belén no fue parte de su ministerio al hombre, sino un acto de adoración a Dios. No estaban instruyendo a los pastores entonces, ni aun dirigiéndose a ellos formalmente; sino exhalando la rapsodia en la cual estaban envueltos sus propios espíritus en los pensamientos sobre Aquel que acababa de nacer. Y así su actitud en el sepulcro. Cuando aparece María, ellos tienen, es cierto, una palabra de simpatía para ella; pero allí estaban ellos en el sepulcro, antes que ella hubo llegado, y allí hubiesen estado ellos aunque ella nunca hubiese venido. Del mismo modo que los querubines en el tabernáculo se alzaban sobre el arca y el propiciatorio, uno a cada lado, así ahora en el sepulcro los ángeles se alzan sobre el lugar donde el cuerpo de Jesús había sido puesto, uno en la cabecera y otro a los pies.
¡Qué modos de ver a Jesús fueron estos! Según leemos, “Dios fue manifiesto en carne ... visto de los ángeles”. Bien podemos nosotros, amados, codiciar la gracia de poder decir igual y observar las mismas actitudes hacia Jesús. Y bien podemos apenarnos por lo lejos que estamos de esto en nuestros corazones; grande como es esa falla según lo reconocemos algunos de nosotros. Yo creo que muchos de nosotros necesitamos ser más atraídos por estas cosas que lo que acostumbramos a ser. Muchos de nosotros nos hemos ocupado (si es que puedo distinguir estas cosas empleando tales términos) más a la luz del conocimiento de las dispensaciones divinas, que al calor de tales misterios como Belén, el huerto, y el Monte de los Olivos, revelados a los rapsódicos ángeles. Pero en esto hemos sido perdedores —perdedores en mucha de esa comunión que distinguió la vida y el espíritu de otros en otros días—. Mi deseo ha sido volverme a esta “gran visión”, conducido a ese camino por la condición de las cosas alrededor de, y entre, nosotros. Glorioso (no necesito decirlo) es el Objeto —la misma Persona, “Dios manifiesto en la carne”, seguido por la fe desde el pesebre a la cruz, desde la cruz, a través de la tumba a arriba en la resurrección, y de allí a los cielos presentes, y las edades eternas allende éstos.
El Espíritu Santo —de una manera que ahora vamos a considerar por algunos instantes— estima ser Su obra de gracia ayudar esta visión de fe, formando cuidadosamente delante de nosotros (por así expresarme), los vínculos entre las partes o etapas de esta prodigiosa jornada, “Dios fue manifestado en la carne ... recibido en gloria”. Por el apóstol Juan, según nuestras meditaciones previas pueden habernos mostrado, el Espíritu muy especialmente revela o declara el vínculo entre “Dios” y “carne” en la persona de Jesús. Escuchamos a esto al comienzo de su evangelio y de su epístola. No necesito repetirlo. Pero, desde luego, todos los escritos divinos ya asumen o pronuncian esta verdad, en los distintos modos tanto como Juan. Pero este es el otro vínculo, o aquel entre “Dios fue manifiesto en la carne” y “gloria” o los cielos, que es más bien nuestro tópico para tratar ahora según progresamos en estas meditaciones; de modo que pasaremos con los evangelistas y los ángeles, de Belén al huerto donde estaba el sepulcro, y al Monte de los Olivos.
El Evangelio de Mateo, de un modo general, testifica de la resurrección. Seguramente que sí. Los ángeles en la tumba la declaran; las mujeres en camino de regreso a la ciudad abrazan los pies del Salvador resucitado; y los discípulos se reúnen con Él en el monte en Galilea.
Marcos nos cuenta de las varias apariciones del Señor, después de Su resurrección, a los Suyos que había escogido; como, a María Magdalena, a los dos que caminaban hacia el campo, y a los once cuando estaban sentados a la mesa.
Lucas, sin embargo, penetra más cuidadosamente en las pruebas las cuales Jesús dio a Sus discípulos de que era Él mismo, y no otro, el que estaba en medio de ellos otra vez. Él come delante de ellos. Les muestra Sus manos y Su costado. Les dice que un espíritu no tiene carne y huesos, como ellos veían que Él tenía. Él les muestra de los Salmos y de los profetas que así había de suceder.
Juan conserva aún su peculiar estilo, al tratar de este testimonio común. En su evangelio, podemos decir, todo con el Señor es potencia y victoria; y así es en el sepulcro como en todo otro lugar. Cuando los discípulos lo visitan, ellos ven los lienzos echados, y el sudario, que estaba alrededor de la cabeza del Señor, envuelta aparte. No hay turbación, no hay rasgo de esfuerzo o lucha, no hay señal de que algo arduo hubiese ocurrido allí. Todo aparece como el trofeo y testimonio de la victoria, antes que el calor y lucha de la batalla. “¡Oh bendecid al ‘Vencedor’, digno es de todo honor!”, parece ser la voz de la tumba, al abrirse por Juan delante de nosotros. Y si el lugar habla de ese modo, así mismo lo hace el Señor más adelante. No es que Él verifique Su resurrección en el mismo modo que lo hallamos a Él haciéndolo en Lucas. Él no les da, tan propiamente, señales tangibles de que era Él mismo quien se hallaba otra vez entre ellos. Él no come y bebe con ellos aquí como lo había hecho allá. El pez asado y el panal de miel no son citados en evidencia. Pero en otras cortes, por así decirlo, está registrada la verdad de Su resurrección. Él la acredita a los corazones y las conciencias de Sus discípulos. Su voz le dice al oído de María Quien era Él, porque el corazón de ella estaba familiarizado con aquel nombre en aquellos labios: y Sus manos taladradas y Su costado fueron mostrados para que ellos hablaran paz a la conciencia de los otros, en la seguridad del sacrificio aceptado; sí, para sacar, de las profundidades y secretos del alma de uno de ellos, la exclamación de convicción absoluta, “¡Señor mío, y Dios mío!”.
De este modo los evangelistas nos conducen al huerto donde estaba el sepulcro. El Monte de los Olivos tiene sus testigos igualmente —la ascensión al igual que la resurrección de Jesús—. Y otra vez diría, para estar seguro, así es.
Ni Mateo ni Juan la declaran, sin embargo. El Señor está todavía en el monte de Galilea cuando el Evangelio de Mateo finaliza. Ni tampoco Juan nos lleva al Monte de los Olivos o a Betania, de la misma manera. En una acción parabólica, según yo juzgo, después que Sus discípulos hubieron cenado en Su presencia a orillas del Mar de Galilea, Él insinúa Su ascensión a la casa del Padre y que ellos le seguirían allí, pero no era la ascensión misma; no es la escena en Betania; no es el traslado efectivo del Señor de la tierra al cielo (Juan 21).
Marcos, sin embargo, afirma el hecho: Cuando el Señor hubo terminado de hablar con Sus discípulos, fue recibido en el cielo, y se sentó a la diestra de Dios. Aquí, el hecho, el instante mismo, de la ascensión es declarado. Pero, puedo decir, eso es todo. Es sencillamente la ascensión de Uno que tenía todos los derechos y honras pertenecientes a Él, y los cuales le esperaban en el cielo; pero entre los discípulos no hay comunión, en espíritu, con ese suceso. La narración en Marcos como que no nos dice si los discípulos fueron o no testigos oculares de él.
Pero Lucas nos da algo que va más lejos que esto. En su Evangelio, la ascensión del Señor es atestiguada por ojos y corazones los cuales tenían, y sentían que tenían, su inmediato y personal interés en ella. “Y sacólos fuera hasta Betania, y alzando Sus manos los bendijo. Y aconteció que bendiciéndolos, se fue de ellos; y era llevado arriba al cielo. Y ellos, después de haberle adorado, se volvieron a Jerusalem con gran gozo; y estaban siempre en el templo, bendiciendo y alabando a Dios”.
De este modo, entonces, como el Hombre resucitado, de en medio de un cúmulo de testigos de que Él era, ciertamente, el mismo Jesús de ellos, Él llega al cielo. Y aunque una nube le quita de la vista de ellos, se sabía que allende estaba Él, en las alturas, el mismo Jesús todavía. Jesús, Quien había comido con ellos en los días en que había convivido con ellos y ahora había comido con ellos en los días posteriores a Su resurrección. Jesús, Quien les había dado pescas enormes durante Su estada con ellos, del mismo modo lo había hecho ahora, dándoles grandes pescas después de Su resurrección. Jesús, Quien había bendecido el pan y dádoselo a comer entonces, del mismo modo lo había hecho ahora; y este es Él que había ascendido a vista de ellos. ¡Cómo son todas las etapas de esta prodigiosa jornada de este modo seguidas marcadamente para nosotros, si bien con alguna variedad, por el Espíritu mismo en los evangelistas! Contemplamos a la misma bendita Persona en Belén, en el huerto de la resurrección y en el monte de la ascensión. Manifiesto en la carne, el Hijo peregrinó desde Belén hasta el Calvario. Resucitado de entre los muertos, con Sus manos y costados heridos, Él comió y bebió con Sus discípulos por espacio de cuarenta días; y entonces, con las mismas manos y costados heridos, ascendió a los cielos. Él los aconsejó después de haber resucitado, como lo había hecho antes. Les encomendó una comisión y ministerio, como antes lo había hecho. Los conoció y los llamó por sus nombres, exactamente igual que antes. Y, al fin, cuando Lo buscaron como si Lo hubiesen perdido para siempre, el ángel aparece para decirles que “este mismo Jesús” tenía aún otras cosas que cumplir para con ellos: “Varones galileos, ¿qué estáis mirando al cielo? este mismo Jesús, que ha sido tomado desde vosotros arriba en el cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (Hechos 1). Y este es el secreto o el principio de toda religión divina. Es “el misterio de la piedad”. Nada restaura al hombre al conocimiento y culto de Dios, sino el entendimiento y fe de esto, por medio del Espíritu. Esta es la verdad que forma y llena la casa de Dios: “Dios ha sido manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido en gloria”.
¿Contemplamos nosotros, en verdad, amados, vívida y constantemente a esta Persona desde lo primero hasta lo último? Él pasó por entre las fatigas y las penas de la vida, murió sobre la cruz, se levantó desde las entrañas de la tierra, y ascendió al lugar más alto en el cielo. Los eslabones se forman para no ser quebrados jamás, aunque unen lo más alto y lo más bajo. El Espíritu los presenta a nuestra vista, como Él los ha formado, y los presenta a la vista a veces con deseo y deleite divinos. En tales suspiros como los Salmos 23 y 24, ¡cuán rápidamente Él lleva a Su profeta desde la humilde vida de fe, de dependencia, y de esperanza, la cual Jesús pasó aquí en los días de Su carne, siguiendo adelante al día de Su entrada como “el Señor poderoso en batalla”, “el Señor de los ejércitos”, “el rey de gloria”, hasta “las puertas eternas” de su Jerusalem milenario! ¿Estamos nosotros, en espíritu, en ese camino también con Él? Y como una pregunta más para nuestras almas, la cual puede humillarnos de nuevo a algunos de nosotros, ¿estamos nosotros en real, vivo poder, con nuestro Señor en la actual etapa de esta misteriosa jornada? Porque Él es todavía en este mundo, el Cristo rechazado. ¿Cuánto estamos nosotros, en espíritu, con Él como tal? ¿Estamos considerando a “este hombre pobre”, o siguiendo con Jesús en Sus tentaciones? (Salmo 41:1; Lucas 22:28). “Adúlteros y adúlteras, ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad con Dios?” (Santiago 4:4). Jesús no fue más alguien de importancia en el mundo después de Su resurrección que lo había sido antes de ella. La resurrección no hizo distinción en cuanto a esto. El mundo no fue más para Él entonces que lo que había sido en otros días, cuando, como sabemos, Él no tuvo dónde reposar Su cabeza. Salió de él para ir al cielo entonces, como había salido de él antes para ir al Calvario. Cuando Él nació, el pesebre en Belén le recibió; ahora, al ser resucitado de entre los muertos, el cielo lo recibió. Como nacido, Él se había propuesto a Sí mismo a la fe y aceptación de Israel; pero fue para ser rehusado por Israel. Como resucitado, Él se publicó a Sí mismo por medio de los apóstoles otra vez a Israel; pero fue para ser rehusado de nuevo por Israel; y Jesús es aún el Extranjero aquí. Esta época actual es todavía la edad de Su rechazamiento. Él era el Solitario en el camino de Jerusalem a Emaús, aunque entonces el Hombre resucitado, como lo había sido antes en el camino desde Belén hasta el Calvario. Pero, amados, ¿es en ese carácter que ustedes y yo nos hemos juntado a Él por el camino? Muchos pensamientos nos abrumarían, si no estuviéramos adiestrados para ellos según el método de la sabiduría divina: “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero aún no las podéis llevar”, dice nuestro divino Maestro a nosotros; y de esta manera Su “benignidad” nos “engrandece”. Somos preparados para ampliar comunicaciones procedentes de Él. Jesús puede destruir distancias según puede controlar las oposiciones. En el Lago de Tiberias Él pudo andar sobre las aguas agitadas fuera del barco, y entonces, cuando Él entró en el barco, inmediatamente llegaron a la tierra a donde iban (Juan 6:18-21).
A medida que las irradiaciones de la oculta gloria irrumpen por entre el velo, de estas maneras, y entran en el alma, ¡cuán bienvenidas son! ¿Y qué tenemos que hacer, sino abrir todas las avenidas del alma, y dejar entrar a Jesús? La fe escucha. El Señor quería que la pobre samaritana junto al pozo fuera sencillamente una escuchante desde el principio hasta el fin. Ella puede hablar, y habla en efecto; pero ¿qué son sus palabras, sino el testimonio de esto: que el entendimiento, la conciencia y el corazón estaban todos abriendo la puerta a Sus palabras? Y cuando el vaso entero estuvo abierto, Jesús se vació a Sí mismo en él.
Es esta escuchante actitud de fe lo que más anhelamos sencillamente asumir, y seguramente más especialmente de este modo, cuando estamos discurriendo sobre estos profundos y santos temas. Los eslabones entre las partes de este gran misterio, los momentos, transitorios en el progreso del sendero de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, hemos estado considerando brevemente con los evangelistas. En otras palabras, hemos estado con los ángeles y con los discípulos en Belén, en el huerto donde estaba el sepulcro, y en el monte de los Olivos.
Al entrar, inmediatamente después, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, seremos impresionados con esto: que lo que llena la mente de los apóstoles, y forma el gran arreo o pensamiento de toda su predicación, es que Jesús, Jesús de Nazaret, el Hombre negado y crucificado aquí, estaba ahora en el cielo. Pedro hace su primer y constante deber unir con el hecho de la ascensión de Jesús de Nazaret toda la gracia y poder que fueron entonces (en aquel día de su testimonio) ministrados desde el cielo en medio del pueblo judaico. En el descenso del Espíritu Santo, la profecía de Joel se convierte (propia y naturalmente, yo diría que, necesariamente) en el texto del sermón de Pedro. Pero el modo en que Pedro predica de él es este: él halla a Jesús de Nazaret el Crucificado, en él. Él declara que el Hombre aprobado de Dios en medio de ellos por milagros y señales, está ahora en el cielo, y, como el Dios aludido en esa profecía ha derramado ahora el Espíritu prometido; y además, que Este Mismo era el Señor de Quien se habla en la profecía, cuyo nombre era para salvación ahora, pero cuyo día sería para juicio luego.
Este es el sermón y exhortación de Pedro sobre el texto tomado de Joel. Es el Hombre ahora en el cielo a Quien él halla y declara en todas las partes de ese magnífico oráculo. Si Juan, puedo decir aquí, halla en Jesús sobre la tierra plena, inmarcesible gloria; del mismo modo Pedro encuentra en el cielo, en el lugar allí de toda gracia y salvación y poder, al Hijo del hombre, el Nazareno, Quien había sido despreciado y rechazado aquí.
Así, en el próximo capítulo, es Jesús de Nazaret, (el mismo que fue menosprecio y escarnio entre los hombres) ahora glorificado en lo alto, de Quien Pedro habla, y por Quien actúa. El mendigo lisiado junto a la puerta la Hermosa del templo es sanado por la fe de ese nombre, y entonces el apóstol más adelante declara, que este mismo Jesús el cielo lo ha recibido, y lo ha de retener, hasta el tiempo cuando Su restaurada presencia traerá consigo refrigerio y restitución. Y siendo retado por los príncipes del pueblo, en el capítulo que sigue, a base de este milagro de sanidad, Pedro publica a este mismo despreciado Jesús de Nazaret, como la piedra rechazada por los edificadores aquí, pero hecha “la cabeza del ángulo” en el cielo.
Este es el nombre, y este es el testimonio. Ya sea que veamos a los apóstoles a la faz del poder del mundo, o en medio de los dolores de los hijos de los hombres, este es el pensamiento único; aquí se halla todo el arte de ellos, su virtud y su fortaleza. E inmediatamente después de esto, este mismo nombre de Jesús es todo su alegato y base de confianza en la presencia de Dios. El Débil, como, dirían los hombres, el “Santo Hijo Jesús” contra quien estuvieron y a quien se opusieron, los gentiles, Herodes y Pilato, los reyes de la tierra y los príncipes, en Este esperaban delante de Dios. Ellos le conocen en el santuario ahora, como lo habían conocido entre los hombres antes. Y nótese el estilo distinto que ellos emplean al usar ese nombre. Nótese la seguridad con Que ellos prometen en ese nombre a los necesitados, la osadía con que ellos contienden por él ante el mundo, y la ternura (“Tu Santo Hijo Jesús”) en el cual rogaban a Dios. El mendigo a la puerta del templo había sido sanado por él; y el lugar donde habían de ese modo nombrado ese nombre delante de Dios tiembla, y ellos son llenos del Espíritu Santo. Todo poder es ahora reconocido en el cielo como perteneciente a ese nombre, como antes todo poder había manado de él aquí. Sí, y más; el mundo o el infierno mismo, es movido por él, porque el pontífice y los saduceos se llenan de indignación, y arrojan a los testigos de ese nombre a la cárcel común.
Con todo esto, Pedro, del modo más amplio, presenta la flaqueza y humillación de Jesús de quien él testificaba una y otra vez que estaba ahora ensalzado en las alturas en los cielos. Esto es muy notable en las primeras predicaciones de este apóstol. Jesús había sido muerto, dice Pedro, negado, entregado, tenido en poco, matado y colgado en un madero. Él no pone restricción en lenguaje como este. Y, en el mismo espíritu, él parece gloriarse en el despreciado nombre de “Jesús de Nazaret”. Lo tiene en sus labios una y otra vez. Todas las formas de dolor y de escarnio los cuales “el Príncipe de Vida”, “el Santo y el Justo”, sufrió o llevó en Su corazón, Su cuerpo, o Sus circunstancias aquí entre los hombres, son recordados y repasados por él en su fino, vívido estilo, bajo el reciente ungimiento del Espíritu Santo. Este es Aquel en quien él se gloría, a través de estos capítulos de su más temprano ministerio a los judíos (Hechos 2 y 5). Y aun Este que había sido así tratado aquí él declara ser la gran Ordenanza de Dios, “Señor y Cristo” que el Hombre en el cielo era el Señor de David; que la Simiente de Abraham fue levantado para bendición; que el Profeta prometido, semejante a Moisés, fue ascendido arriba; esta fue la palabra que él habló con osadía.
Y así como este ungimiento del Espíritu Santo dirige a Pedro de este modo a testificar del Hombre en el cielo, de Jesús de Nazaret, una vez negado aquí pero ahora ensalzado allá, así en el transporte del Espíritu Santo, Esteban, inmediatamente después, hace lo mismo. Si Pedro habla de Él en el cielo, Esteban lo ve a Él en el cielo. El predicador lo declara a Él sin temor, y el mártir lo ve a Él sin una nube: “Pero él lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios, y dijo, He aquí veo los cielos abiertos, y al Hijo del hombre que está a la diestra de Dios” (Hechos 7).
Así, de este modo, el Espíritu da a Jesús en el cielo a los labios y a los ojos de los distintos testigos. Pero es bienaventurado añadir, que Jesús en el cielo fue tan grande realidad a Pedro como fue a Esteban, aunque Pedro conoció ese misterio, sólo bajo un ungimiento, mientras que Esteban lo conoció bajo un rapto, en el Espíritu Santo. Que nosotros, amados, lo conozcamos en nuestras propias almas en más del mismo poder. Que lo disfrutemos a la luz del Espíritu ahora, como lo disfrutaremos en más que la visión de él para siempre.
Tal es la primera predicación en los Hechos, después que el gran vínculo se hubo formado entre “Dios” y “carne”, y entre “Dios manifiesto en la carne” y “el cielo”. ¡Qué vasta y prodigiosa escena es mantenida de este modo a vista de la fe; y todo para nuestra bendición y luz y gozo! Vemos los vínculos entre el cielo y la tierra, Dios y los pecadores, el Padre y el pesebre de Belén, la cruz del Calvario y el trono de la Majestad en las alturas. ¿Podía pensamiento humano haber alcanzado o planeado tal escena como esa? Pero ahí está ella ante nosotros, una gran realidad en esta hora, y por la eternidad. “Y que ascendió, ¿qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra? Él descendió, Él mismo es el que también subió sobre todos los cielos para cumplir todas las cosas” (Efesios 4). El Espíritu había revelado al Dios de gloria en el niño de Belén; y ahora cuando todo poder y gracia son ministrados desde el cielo, el derramamiento del Espíritu Santo, la sanidad de los dolores de los hijos de los hombres, la salvación de los pecadores, la promesa de los días de refrigerio y restauración —todo esto se halla y es declarado ser en y del Hombre glorificado en el cielo—. ¡Qué misterios divinos son estos, sobrepujando toda concepción del corazón! “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”: fue la indagación del Señor en los días de Su humillación: la única respuesta verdadera fue esta: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Y ahora, a esta razón, cuando se les pregunta a los apóstoles en los días de su predicación, ¿con qué potestad, y en qué nombre, habéis hecho vosotros esto?, la respuesta divina es esta: “En el nombre de Jesucristo de Nazaret, al que vosotros crucificasteis, y Dios le resucitó de los muertos: por Él este hombre está en vuestra presencia sano”. Este es Él, Él Mismo, el Único. Él ha dejado Su memorial en “las partes más bajas de la tierra” y la ha llevado consigo arriba, “subió sobre todos los cielos”. Él hinche todas las cosas. Dios ha estado aquí. Que Dios estuvo en la tierra en plena gloria fue contado a la fe en otros días, el Hijo entre los hijos de los hombres: ese Hombre estaba ahora en el cielo, habiendo entrado allá desde en medio del menosprecio y del escarnio, la flaqueza y la humillación de la escena aquí, fue ahora contado a la fe, de igual manera, en estos días. Y la fe discierne el misterio, que es Él, el Mismo, el Único; que Él que ascendió es Él que también había descendido; que Él que descendió es Él mismo que también ascendió.
“Su gloriosa aptitud”, para usar el lenguaje empleado por otro, “para todos los actos y deberes de Su oficio intermediario se resuelve en la unión de Sus dos naturalezas en la misma Persona. El que fue concebido y nacido de la Virgen era Emanuel; esto es, ‘Dios fue manifiesto en la carne’; ‘un Niño nos es nacido, Hijo nos es dado; ... y será llamado Su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de Paz’ (Isaías 9). El que habló a los judíos, y como hombre, tenía sólo pocos más de treinta años, era ‘antes de Abraham’ (Juan 8). La obra perfecta y completa de Cristo en todo acto de Su oficio, en todo lo que Él hizo, en todo lo que sufrió, en todo lo que Él continuó haciendo, es el acto de Su completa persona”.
Este es el misterio. La fe lo discierne en la plena certidumbre del alma. Y la fe abarca más del mismo misterio y escucha con inteligencia y deleite a esto: “Justificado en el Espíritu, ... predicado a los gentiles, creído en el mundo”. Dios, aunque manifiesto en la carne, fue justificado en el Espíritu. Todo en Él fue perfecta gloria moral; todo fue a la mente divina, y para la aceptación divina, infinitamente, inefablemente recto. Nosotros necesitamos una justificación de fuera o por medio de otro. Nada en nosotros permanece justificado en sí mismo: todo en Él lo estuvo. Ni una sílaba, ni un aliento, ni un movimiento, que no fuera una ofrenda aceptable, agradable a Dios, un olor de suavidad. “Fue inmaculado como hombre como lo fue como Dios; tan puro en medio de la contaminación del mundo como fue la delicia del Padre todos los días antes que el mundo fuese”. La fe sabe esto, lo sabe bien, sin un pensamiento que lo anuble. Y, por tanto, la fe también sabe que Su historia, los trabajos y dolores, la muerte y resurrección de esta bendita Persona, “Dios manifiesto en la carne, justificado en el Espíritu”, no fue para Él mismo, como si Él lo necesitara, sino para los pecadores, para que Él y Su preciosa historia pudieran ser “predicados a los gentiles”, y “creídos en el mundo”. En el sacrificio que Él cumplió, en la justicia que Él obró y trajo, Él es presentado a los pecadores, aun a los más distantes, sean quienes puedan ser, lejanos o cercanos, gentil o judío, para que puedan confiar en Él, aunque aún en este mundo, y puedan ser asegurados de su justificación por medio de Él (1 Timoteo 3:16).
Me faltaría tiempo para observar y seguir, por toda ella, la Palabra de Dios sobre este misterio, pero yo añadiría que entre todas las epístolas, según ellas siguen al libro de los Hechos, la dirigida a los Hebreos es preeminente en rendir a nuestras almas servicio relacionado con él. “Recibido en gloria” es una voz oída por todo ese oráculo divino desde el principio hasta el fin. Ojalá el alma tuviera en poder lo que la mente tiene en disfrute, al escuchar tal voz! Uno no puede escribir sin tener la sensación de esto, y uno no escribiría sino confesándolo.
Cada capítulo de este escrito prodigioso, o cada etapa o período en el argumento de ella nos da una visión del Jesús ascendido. Comienza directamente y de una vez con esto. Parece como que estuviera imponiéndonos este objeto bruscamente. Muy bienvenido es todo esto por el alma, ciertamente; pero este es el estilo de ella. El Hijo, el resplandor de la gloria de Dios, y la expresa imagen de Su Persona, es visto —después de haber hecho aquí por sí mismo la purgación de nuestros pecados, en Su exaltación en el cielo, heredando allí, un nombre más excelente que los ángeles, obteniendo el derecho a un trono el cual ha de permanecer para siempre, y ocupando un asiento en la más alta dignidad y poder, hasta que Sus enemigos sean puestos por estrado de Sus pies.
El capítulo dos nos da otra visión del mismo objeto. El Santificador habiendo descendido a ser Pariente de la simiente de Abraham, y para hacer por ellos la parte de un pariente, es entonces en Su asumida humanidad declarado haber ascendido otra vez a los cielos para cumplir allí para nosotros los servicios de un fiel y misericordioso Pontífice. Y esta escritura, puedo decir, abunda tanto en este pensamiento que este mismo capítulo nos presenta este mismo objeto una segunda vez. Nos presenta, según el Salmo 8, a ese “Hombre maravilloso” hecho por un poco de tiempo, poco menor que los ángeles, ahora coronado de gloria y de honra. Los capítulos que siguen (3 y 4), no son sino parentéticos, incidentales a enseñanza previa, pero esta visión de Cristo es aún mantenida delante de nosotros. Él es declarado haber estado aquí en la tierra, tentado en todo como nosotros, pero sin pecado; pero ahora ha entrado en los cielos, Jesús el Hijo de Dios, para darnos gracia y socorro desde el Santuario allá.
En el tópico que sigue, el del sacerdocio (Hebreos 5–7) tenemos al mismo ascendido Señor a la vista aún. El Hijo de Dios es declarado haber sido hecho un Sacerdote, “más alto que los cielos”. Había descendido para venir de la tribu de Judá, a perfeccionarse a Sí mismo en los días de Su carne aquí; pero ahora estaba ascendido otra vez, el Autor de eterna salvación a todos los que le obedecen.
Y así, en el próximo gran asunto tratado —los pactos (Hebreos 8 y 9)—, inmediatamente en su apertura ante nosotros, vemos a Jesús en el tabernáculo en los cielos; aquel tabernáculo el cual el Señor levantó, y no el hombre; y desde allí ministrando “un mejor pacto”. Así otra vez, en el próximo capítulo (10), cuando el pensamiento está en la víctima, como lo había estado antes en el sacerdocio y los pactos, tenemos a la vista el mismo Jesús ascendido. Es Aquel que pudo decir, “¡He aquí, vengo!” —esto es, revelado como habiendo santificado a los pecadores en el cuerpo apropiado para Él en la tierra; pero habiendo entonces ganado los cielos; abriendo para nosotros un camino para hollar con toda libertad los más altos, puros y resplandecientes atrios de la presencia de Dios.
Aquí termina formalmente la doctrina de la epístola; y, conforme a esta manera, vemos, al fulgor de varias luces y caracteres, la misma gloriosa y prodigiosa Persona, el ascendido Hijo de Dios. Y, puedo añadir, tan rica es esta epístola en este pensamiento, tan fiel es a este objeto, que después que dejamos formalmente la doctrina de ella, pronto hallamos que no hemos abandonado este gran misterio —Cristo en el cielo—. En las advertencias prácticas que siguen, lo encontramos aún, Jesús como “el Autor. Consumador de la fe”, es visto al fin de Su vida de fe en el cielo: “Puestos los ojos en Jesús, el Autor y Consumador de la fe, quien, habiéndole sido propuesto gozo, sufrió la cruz, despreciando la vergüenza, y está sentado a la diestra del trono de Dios” (Hebreos 12:2). Así es visto Él en el cielo en este nuevo carácter: la vida de fe lo conduce a Él a allí; ya que todo lo que Él hizo y sufrió por nosotros en gracia divina lo conduce a allí. Y allí Él resplandece ante el ojo de la fe: y si nosotros sólo dispusiéramos de sensibilidad para discernirlo, y un corazón para disfrutarlo, debemos saberlo —que el mismo cielo resplandece con la hermosura y la gloria desconocidas para él antes—, ya que Jesús reúne todos estos caracteres, ganados y adquiridos en la tierra, y para nosotros los pecadores ha llegado allá.
Y este es el misterio: el Hijo de Dios asumir carne y sangre en la tierra, de modo que viniera a ser el Pariente de la simiente de Abraham, y entonces lo que asume esa prodigiosa Persona en el cielo: “Dios fue manifiesto en la carne ... recibido en gloria”. Y bendita es la tarea de examinar, como hemos estado tratando de hacer, estos vínculos misteriosos. Y estos vínculos están formados para no romperse jamás aunque ellos juntan las cosas que yacían a distancias fuera del alcance de todo pensamiento creado. El Espíritu los sostiene ante nuestra vista, según Él los formó para deleite y gloria divinos, conforme a los consejos divinos, y eternos. “El Verbo fue hecho carne” de Juan 1 es el “algo de bueno” de Nazaret (Juan 1:14,46). El Emanuel de Mateo es el niñito que yacía para ser adorado en el pesebre en Belén. En medio del trono, había sido visto un Cordero, como que había sido inmolado (Apocalipsis 5). En la Persona de Aquel cuyos labios contaban de la sabiduría adaptada al trato más corriente de la vida humana, fue hallado Aquel quien en el secreto de las Personas de la Deidad, fue puesto como el fundamento de todo el proceder divino (Proverbios 8). En la zarza de Horeb, estaba el Dios de Abraham; en la nube del desierto, la Gloria; en el hombre armado de Jericó, el Capitán del Señor de los ejércitos; en el extraño que visitó a Gedeón en el lagar y a Manoa en su heredad, el Dios a quien sólo se debe adoración por toda la creación.
Estos están entre los testigos que (en inefable gracia, y para deleite y gloria divinos) el más alto y el más bajo se unen: “Nadie ascendió al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo de hombre que está en el cielo” (Juan 3:13).
¡Cuán finamente aquel pensamiento del apóstol, el cual tenemos en la epístola a los Efesios, se presenta a la mente renovada: “El que ascendió, ¿qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra?” (Efesios 4:9). Las dignidades, los oficios, los servicios, los cuales el Ascendido, cumple y rinde, son de carácter tan eminente, que ellos nos dicen que debe ser Él quien ya había descendido, había sido ya Uno en el cielo “sobre todas las cosas”; como está escrito: “El que de arriba viene sobre todos es” (Juan 3:31). La dignidad de Su persona está envuelta en este misterio de su ascender y descender. Ese desafío en Efesios 4:8-9 parece intimar esto; y la Epístola a los Hebreos revela las razones de él más plenamente. Porque nos dice, que antes que ascendiera, Él había hecho la purgación de nuestros pecados; que antes de ascender, había destruido al que tenía el imperio de la muerte, y libertado a sus cautivos; que antes de ascender se había perfeccionado a Sí mismo como el Autor de eterna salvación para personas como nosotros (capítulos 1, 2 y 5). En estos caracteres, y en tales otros, Él ascendió: y cuando Él efectivamente ascendió, Él llenó el verdadero santuario en el cielo, el tabernáculo que el Señor levantó, y no el hombre, para recabar para nosotros una herencia eterna (capítulos 8 y 9).
¿Quién podía haber ascendido en tal gloria y fortaleza como esta —y mucho más que ésta— sino Uno que había estado ya en el cielo “sobre todos”? (Juan 3:31). “Y subió, ¿qué es sino que también había descendido primero?” Los oficios que Él cumple dicen Quien es. Sus sufrimientos aun en la flaqueza y humillación pregonan Su Persona en completa gloria divina.
Mas otra vez, “El que descendió, Él mismo es el que también subió sobre todos los cielos, para cumplir todas las cosas”. Esto sigue, y esto nos dice la inconmensurabilidad de Su soberanía, según lo otro había revelado a nosotros la dignidad de Su persona. En Sus obras, Sus jornadas, Sus triunfos, las regiones más altas y las regiones más bajas son visitadas por Él. Él ha estado en la tierra, en las partes más bajas de la tierra. Él ha estado en la tumba, el territorio del poder de la muerte. Él está ahora en los altísimos cielos, habiendo pasado por entre los principados y potestades. Sus reinos y dominios son así mostrados a los ojos de la fe. Ningún pináculo del templo, ninguna altísima montaña, pudieron haber proporcionado tal visión. Pero es mostrada a la fe: “El que descendió, Él mismo es el que también subió sobre todos los cielos, para cumplir todas las cosas”.
Este es el misterio. Es el mismo Jesús, Emanuel, el Hijo, y así y todo el Pariente de la simiente de Abraham. Y en este punto yo diría —ya que el asunto lo requiere— que no debemos confundir las naturalezas de esta gloriosa y bendita Persona. Me inclino completamente en fe ante la verdad de que el Santificador participó de carne y sangre. Confieso sin reserva en fe, con toda mi alma la verdadera humanidad de Su persona; pero no fue una humanidad imperfecta, en la condición o bajo los resultados del pecado, en modo alguno. Pero, pregunto yo, con eso, ¿no existe alguna insospechada y real incredulidad tocante al misterio de la Persona en las mentes de muchos? ¿Se conserva a la vista del alma la indivisibilidad de la Persona, a través de todos los períodos y transiciones de esta gloriosa, misteriosa historia?
¡Si yo tuviera gracia para deleitarme a mí mismo en el lenguaje del Espíritu Santo, y hablara del “Hombre Cristo Jesús”...! “El Hombre” resucitado se declara que es la prenda de resurrección para nosotros (1 Corintios 15:21). El “Hombre” que es ascendido es la gran seguridad para nosotros de que nuestros intereses están, cada momento, delante de Dios en el cielo (1 Timoteo 2:5). El “Hombre” que ha de regresar luego del cielo será el fiador y gozo del reino venidero (Salmo 8). El misterio del “Hombre”, —obediente, muerto, resucitado, ascendido y regresado—, sostiene de este modo, podemos decir, todo el consejo de Dios. Pero aún, digo otra vez, la Persona en Su indivisibilidad ha de conservarse a la vista del alma. “La perfecta y completa obra de Cristo en todo acto de Su oficio, en todo lo que Él hizo, en todo lo que Él sufrió, en todo lo que Él continúa haciendo, es la acción y obra de Su entera persona”. Sí, de seguro, y Su entera Persona estuvo en la cruz, como en cualquier otra parte. La Persona fue el sacrificio, y en aquella Persona estaba el Hijo, “Dios sobre todo, bendito para siempre”. Él “dio el espíritu”, aunque Él murió bajo el juicio de Dios contra el pecado; y aunque Él fue crucificado y muerto por las manos de hombres impíos. Y esto es una misericordia infinita.
Fue Él mismo, amados, desde lo primero hasta lo postrero. Él anduvo el misterioso camino Él mismo, aunque lo caminó sin ayuda y solo. Ningún otro que Él, “Dios manifiesto en la carne”, pudo haber estado allí. El Hijo se tornó en el Cordero para el altar aquí; y entonces el Cordero que fue inmolado alcanzó al lugar de la gloria, sobre todos los cielos. Es la Persona lo que da eficacia a todo. Los servicios serían nada; los dolores nada; la muerte, la resurrección y la ascensión, todo sería nada (podríamos concebirlas), si Jesús no fue Él que es. Su persona es la “Roca”: por tanto “Su obra es perfecta” (Deuteronomio 32:4). Es el misterio de misterios. Pero Él no es presentado para nuestra discusión, sino para nuestra comprensión, fe, confianza, amor y adoración.
Dios y hombre, cielo y tierra, están juntos ante los pensamientos de la fe en este gran misterio. Dios ha estado aquí en la tierra; y esto también en la carne: y el Hombre glorificado está allí en la altura del cielo. Son los vínculos entre estas grandes cosas que yo he procurado examinar con particularidad; adecuado como es este ejercicio para hacer las cosas del cielo y la eternidad reales y cercanas a nuestras almas. Las distancias morales son infinitas; pero las distancias mismas son ahora nada. La naturaleza, rodeada de concupiscencia y mundanalidad, le hace difícil al alma pasar adentro: pero la distancia misma es nada. Jesús, después que estuvo en el cielo, en un momento, en un abrir de ojos, se mostró a Sí mismo a Esteban fuera de la ciudad de los judíos: y, en igual momento de tiempo, resplandeció delante del paso de Saulo de Tarso, mientras éste viajaba desde Jerusalem a Damasco; y aunque no tenemos iguales visitas desde la gloria, la cercanía y realidad de ello son empeñadas de nuevo, y refrendadas a nuestras almas, por la visión de estos grandes misterios.
¿Y no va a ser el reino la exhibición de los resultados de estos vínculos misteriosos? Porque el cielo y la tierra, en sus modos diferentes, serán testigos de ellos y los celebrarán. “Alégrense los cielos y gócese la tierra” (Salmo 96:11). La Iglesia, una con este Hombre exaltado y glorificado, estará en lo alto, mucho más arriba de los principados y las potestades. La escala que Jacob vio será (en el misterio) puesta; el Hijo del Hombre será el centro así como el estribo de todo este predestinado sistema de gloria y de gobierno. Las naciones no se ensayarán más para la guerra. “El palo de Judá y el palo de Efraín serán uno, y un Rey será a ambos por rey” (Ezequiel 37:15-28). “Y será en aquel tiempo que responderé, dice Jehová, yo responderé a los cielos, y ellos responderán a la tierra; y la tierra responderá al trigo, y al vino, y al aceite; y ellos responderán a Jezreel” (Oseas 2:21-22). ¿Y qué es todo esto, sino el fruto feliz, a ser recogido en los días del reino venidero, de estos vínculos los cuales, como hemos estado viendo, han sido formados ya? Los gérmenes y principios de todas estas manifestaciones en el cielo y en la tierra, entre los ángeles, y los hombres, y todas las criaturas, y la creación misma, se encuentran, por así decirlo, en Belén, en el huerto del sepulcro, y en el Monte de los Olivos.
Que el corazón y la conciencia aprenden la lección. Que fijemos los ojos en estos misteriosos vínculos de los cuales hemos estado hablando, más en compañía con los ángeles en las campiñas de Belén, y en la tumba de Jesús; o, yo podría añadir aquí, más en la mente de los discípulos en el Monte de los Olivos, según se fijaron allí en el glorioso vínculo que se estaba formando entonces entre Jesús y los cielos. Vedlos en Lucas 24:44-52. Ellos estaban entonces como Israel en Levítico 23:9-14, celebrando la mecida de la gavilla de las primicias. Jesús, las Verdaderas Primicias, acababa de ser recogida, y Él había, como su Maestro divino, hecho una exposición a ellos del misterio de la gavilla recogida, esto es, el significado de Su resurrección. Ellos entonces vigilaron ese momento misterioso. Ellos miraron según su Señor resucitado ascendía, y observaron la fiesta como con el sacrificio de un holocausto. “Después de adorarle se volvieron a Jerusalem con gran gozo”.
Seguramente podemos decir, “Grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifiesto en la carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido en gloria”.
Fue recibido arriba gloriosamente, o en gloria, tan bien como dentro de la gloria. Él entró en la luz de los altísimos cielos; pero entró en ella glorioso Él mismo: y allí Él está ahora, un cuerpo glorioso, el modelo de lo que los nuestros han de ser. La humanidad real está allí, en los altísimos cielos; pero está glorificada, y aunque glorificada de ese modo, es la real naturaleza humana aún. “Jesús está en el mismo cuerpo en el cielo en el cual se relacionó aquí en la tierra. Esto es ‘Lo Santo’ que fue formado inmediatamente por el Espíritu Santo en el vientre de la Virgen. Este es aquel ‘Santo’ que, cuando estuvo en la tumba, no vio corrupción. Este es aquel ‘cuerpo’ que fue ofrecido por nosotros, y en el cual Él llevó nuestros pecados sobre el madero. Esa naturaleza individual en la cual Él sufrió toda suerte de denuestos, desprecios y sufrimientos está ahora inconfundiblemente sentado en la inconmensurable gloria. El cuerpo que fue herido es aquel que todo ojo verá, y no otro. Ese tabernáculo nunca se plegará. La persona de Cristo, y en ella Su naturaleza humana será el objeto eterno de gloria, alabanza y adoración divinas”.
Así habla uno para nuestra edificación y consuelo. Y uno de nuestros poetas ha cantado a Él del modo siguiente, mirándole en Su sesión arriba en el cielo, “Su estado presente es un estado de la más alta gloria de exaltación por encima de toda la creación de Dios, y por encima de todo nombre que se nombra o puede nombrarse”.
Él fue recibido arriba con inefable amor, y con la ilimitada e inconmensurable aceptación de Dios el Padre; ya que Él había obrado y cumplido el propósito de Su gracia en la redención de los pecadores. Él fue recibido arriba en triunfo, habiendo llevado cautiva la cautividad, y despojado los principados y las potestades; y allí se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, con todo poder dado a Él en el cielo y en la tierra. Él fue recibido arriba como la Cabeza de Su cuerpo, la Iglesia, de modo que de la plenitud de la divinidad que habita en Él corporalmente, “aumenta con aumento de Dios”, por el Espíritu Santo que nos es dado. Él fue recibido arriba como dentro de un templo, para comparecer en la presencia de Dios por nosotros, para sentarse allí como el Ministro del verdadero tabernáculo, para hacer allí continua intercesión por nosotros; y en este y semejantes modos de gracia servir en Su cuerpo delante del trono. Él fue recibido arriba como el Precursor, como dentro de la casa del Padre, para preparar allí lugar para los hijos, para que donde Él está, ellos también estén. Y más aún, al sentarse en el cielo se sentó en expectación; Él espera venir al encuentro de Sus santos en el aire, para que ellos estén con Él para siempre; Él espera hasta que sea enviado para traer refrigerio a la tierra otra vez por Su propia presencia; Él espera hasta que Sus enemigos sean puestos por estrado de Sus pies.
Frío es el afecto, y pequeña la energía: pero en principio no conozco nada en absoluto digno de tales visiones de fe, sino ese espíritu de dedicación que puede decir con Pablo, “Sé estar humillado, y sé tener abundancia”, y ese espíritu de deseo que todavía espera en Él, y dice, Ven Señor Jesús, ven pronto.
Amados, nuestro Dios se ha unido Él mismo de este modo por vínculos que jamás pueden ser rotos los cuales Su propia gloria en ellos, así como Su consejo y fortaleza, asegurarán para siempre. Estos vínculos han sido contemplados, misteriosos y preciosos como son. Él mismo los ha formado, sí, Él mismo los constituye, la fe los entiende: y sobre la Roca de los siglos descansa el pecador creyente, y descansa en paz y seguridad.
Con toda mi alma yo digo, ¡Que estas meditaciones ayuden a hacer estos objetos de fe un poco más cercanos y más reales a nosotros! No valdrán de nada si no tienden a glorificarle a Él en nuestros pensamientos, a darlo a Él, con un nuevo énfasis, amados, a nuestros corazones.
“Cerca, más cerca, Señor de Ti”.
Que ese sea el suspiro de nuestras almas, hasta que lo veamos. Amén.
Todas las cosas puesta bajo los pies del Hijo de Dios
“Todas las cosas sujetaste debajo de Sus pies” (Hebreos 2:8).
En el comienzo del Evangelio de Lucas nos llama la atención la expresión profunda y vívida de intimidad entre el cielo y la tierra la cual se halla y se siente estar allí. Es la necesidad y flaqueza del hombre lo que abre la puerta celestial; pero una vez abierta, se abre por completo.
Zacarías y Elizabet eran ambos justos delante de Dios, andando en todas las ordenanzas y mandamientos del Señor, sin reprensión. Pertenecían a la familia sacerdotal, de la simiente de Aarón. Pero no fue la justicia de ellos lo que les abrió el cielo, sino su necesidad y flaquezas. Elizabet era estéril, y ambos estaban bien entrados en años. Y su punto de verdadera bendición estribaba en eso, estribaba en su pena y flaqueza. Porque a la esposa estéril y al marido sin hijo viene Gabriel con una promesa del cielo. Pero, como dijimos, la puerta del cielo, al abrirse una vez, se abre en toda su extensión. Los ángeles son todo acción y gozo; y no importa que sea en el templo en la ciudad regia, santa, o en una aldea distante en la despreciada Galilea, Gabriel con igual disposición visitaba a cada uno y a ambos. La gloria de Dios, así como la multitud de ángeles, llenan también las campiñas de Belén. El Espíritu Santo, en Su divina luz y poder, hinche Sus vasos elegidos, y el Hijo Mismo asume forma de carne. El cielo y la tierra se acercan mucho el uno al otro. La acción y el gozo que habían comenzado en el cielo, son sentidos y correspondidos desde la escena aquí abajo. Los pastores, las mujeres favorecidas, el anciano sacerdote, y el niño no nacido aún, comparten el santo entusiasmo del momento; y los santos que esperan salen del lugar de expectación.
No sé de ninguna escritura más delicada que Lucas capítulos uno y dos en este carácter. Fue como en un momento, en un abrir de ojos; pero, una bendita transición se llevó a efecto: “El cielo desciende a saludar a nuestra alma”. La tierra aprende, y aprende en la boca de estos prodigiosos testigos, que la puerta del cielo ciertamente se había abierto enteramente para ella. Y la intimidad fue profunda, según el servicio y la gracia fueron preciosos. El ángel llama a Zacarías y a María por sus nombres, y habla a ellos también de Elizabet por nombre —un lenguaje o estilo el cual hace que el corazón conozca su significado inmediatamente.
Podríamos bendecir al Señor por esto; y debiéramos hacerlo así, si nosotros un poco más sencillamente, con un poco más de fe, prosiguiéramos en el sentido de la cercanía y la realidad del cielo.
Jacob y Esteban, en sus días, y de igual manera, tuvieron el cielo abierto para ellos, y les fue dado saber también el interés personal de ellos en él. Una escalera fue puesta a la vista de Jacob, y mientras el extremo superior de ella entraba en el cielo, el pie de ella descansaba exactamente sobre el punto donde él estaba acostado. Fue un lugar bajo y deshonrado; testigo también de su yerro, así como de su miseria. Pero la escalera lo adoptó; y la voz del Señor Quien estaba en Su gloria por encima de ella, habló a Jacob de bendición, de seguridad, de guía, y de herencia.
Esteban, igualmente, vio el cielo abierto, y la gloria allí: pero el Hijo del Hombre estaba parado a la diestra de Dios. Y esto le dijo al mártir, como la escalera le había dicho al patriarca, que él y sus circunstancias en aquel momento mismo constituían el pensamiento y el objeto del cielo. Y así fue, conforme a estas maneras, en estos días distante de Jacob y Esteban —distante el uno del otro así como distante de nosotros—. Pero el tiempo no distingue. La fe ve estos mismos cielos ahora; y aprende también, como los antiguos, que son nuestros. Ella aprende que hay vínculos entre ellos y nuestras circunstancias. A ojo de la fe hay una escalera: el cielo yace abierto delante de ella, y “Jesucristo Hombre” es visto allí —el Mediador del nuevo pacto, el Pontífice, el Abogado para con el Padre. Aquel que simpatiza; el Precursor también, dentro de aquellos lugares de gloria.
Jesús ha ascendido, y la acción actual en los cielos, donde Él ha ido, la fe sabe que es toda “por nosotros”. Nuestra necesidad, así como nuestro dolor, es recordada allá. Los sufrimientos de Jacob fueron los de un penitente: los de Esteban fueron los de mi mártir. Pero el cielo fue el cielo de Jacob así como el cielo de Esteban. Pero, aunque esto es así, esto no es todo. La fe conoce otro secreto o misterio en el cielo. Ella sabe que si el Señor tomó, como efectivamente lo hizo, Su sitio en el cielo, en estos caracteres de gracia por nosotros, Él lo ocupó igualmente como Aquel a quien el hombre había despreciado y el mundo rechazado. Esta está igualmente entre las comprensiones que la fe tiene de los cielos donde el Señor Jesús, el Hijo de Dios, está sentado ahora.
El Señor Jesús murió bajo la mano de Dios. Su alma fue hecha una ofrenda por el pecado. “Jehová quiso quebrantarlo” (Isaías 53:10). Y Él resucitó como Él que había así muerto, dando testimonio Su resurrección de la aceptación del sacrificio; y Él ascendió a los cielos en el mismo carácter también, para llevar a efecto allí el propósito de la gracia de Dios en tal muerte y tal resurrección.
Pero el Señor Jesús murió también bajo la mano del hombre; esto es, la mano impía del hombre estaba en aquella muerte, tanto y tan seguramente como la gracia infinita de Dios. Él fue rechazado por los labradores, aborrecido por el mundo, arrojado, crucificado y matado. Este es otro carácter de Su muerte. Y Su resurrección y ascensión fueron en ese carácter también, partes o etapas en la historia de Aquel que el mundo había rechazado; Su resurrección, consiguientemente, dando fe del juicio de este mundo (Hechos 17:31); y Su ascensión llevándole a Él a esperar un día cuando Sus enemigos serán puestos por estrado de Sus pies (Hebreos 10:13).
Estas distinciones nos dan a entender las distintas visiones que la fe, a la luz de la Palabra, tiene del Jesús ascendido; viéndole a Él, como lo hace, en gracia sacerdotal allí, haciendo intercesión por nosotros, y, al mismo tiempo, aguardando, como en expectación, el juicio de Sus enemigos.
El evangelio publica el primero de estos misterios; esto es, la muerte del Señor Jesús bajo la mano de Dios por nosotros, y Su resurrección y ascensión, como en armonía con tal muerte. Y con razón en este evangelio nos gloriamos como en toda nuestra salvación.[1] Pero el segundo de estos misterios, la muerte del Señor bajo la mano del hombre, puede ser algo olvidado, mientras el primero de ellos es justamente motivo de que nos gloriemos en Él. Pero esta es una seria equivocación en el alma de un santo, en los cálculos y testimonio de la Iglesia. Porque deje que este gran hecho, este segundo misterio, como lo hemos llamado, la muerte del Señor Jesucristo bajo la mano del hombre, se olvide, como puede ser olvidado en la tierra, seguramente no se olvida en el cielo. No es, es cierto, la ocasión de actual acción allá; es la muerte de la Víctima, y la intercesión del Sacerdote basada en tal muerte, lo que constituye la acción allá ahora. Pero tan cierto es también que será la muerte del Mártir divino, la muerte del Hijo de Dios a manos del hombre, que dará carácter a la acción allá en el futuro.
Estas distinciones están muy claramente preservadas en las Escrituras. El cielo según es abierto para nosotros en Apocalipsis 4, es un cielo diferente, diferentemente objetivado, quiero decir, diferentemente movido y ocupado, al cielo presentado a nosotros en la epístola a los hebreos; tan diferente, puedo decir, como la muerte del Señor Jesús considerada como bajo la mano del hombre (esto es perpetrada por nosotros), y como bajo la mano de Dios; esto es, cumplida para nosotros. Podemos tener los mismos objetos y materiales en cada uno, pero serán vistos en muy distintas conexiones. Tenemos, por ejemplo, un trono y un templo en cada uno de los cielos, el cielo de Hebreos y el cielo del Apocalipsis; pero los contrastes entre ellos son muy solemnemente preservados. En Hebreos, el trono es un trono de gracia. Y todo cuanto nuestro actual tiempo de necesidad y de sufrimiento pueda requerir se encuentra allí y es obtenido allí. En el Apocalipsis, el trono es uno de juicio, y los instrumentos y agencias de ira y de venganza se ven yaciendo delante y alrededor de él. En Hebreos, el santuario, o templo, está ocupado por el Pontífice de nuestra profesión, el Mediador de nuestra profesión, el Mediador de un mejor pacto, sirviendo allí en virtud de Su propia y muy preciosa sangre. En el Apocalipsis, el templo da las temibles notas de preparación para juicio. Relámpago y terremoto y voces asisten a la apertura de él. Está como el templo visto por el profeta, lleno de humo, y las columnas de él se estremecen en señal de que el Dios a Quien pertenece la venganza estaba allí en Su gloria (Isaías 6).
La visión que obtenemos del cielo en Apocalipsis es por eso muy solemne. Es el lugar de poder suministrándose a sí mismo los instrumentos de juicio. Se abren sellos, se tocan trompetas, se vacían copas; pero todo esto introduciendo alguna horrible visitación de la tierra. El altar que está allí no es el altar de la epístola a los Hebreos, donde el sacerdote celestial come del pan de vida, sino un altar que suple fuego penal para la tierra, y también hay guerra allí; y al final se abre para Aquel cuyo nombre es llamado “El Verbo de Dios”, cuyo vestido está teñido en sangre, Y quien lleva una espada aguda en Su boca, para herir con ella a las naciones.
Seguramente este es el cielo en un carácter nuevo. Y el contraste es muy solemne. Este no es el cielo que la fe comprende ahora, un santuario de paz lleno de las disposiciones y testimonios de la gracia, sino un cielo que nos dice que aunque el juicio es la obra extraña del Señor, no obstante es Su obra a debido tiempo. Porque el cielo en sus revoluciones es, como podemos decir, el lugar de testimonio de gracia, de juicio, y de gloria. Es el cielo de gracia ahora, se convertirá en el cielo de juicio en el día de Apocalipsis 4, y así continúa por toda la acción del libro de Apocalipsis; y entonces al fin del libro, como vemos en los capítulos 21 y 22, viene a ser el cielo de gloria.
El alma debe acostumbrarse a esta seria verdad, que el juicio precede a la gloria. Yo hablo de estas cosas en el progreso de la historia de la tierra o el mundo. El creyente ha pasado de muerte a vida. No hay condenación para él. Él no resucita para juicio sino para vida. Pero él debe saber, que en el progreso de la historia divina de la tierra o del mundo, el juicio precede a la gloria. El reino será visto en la espada o “vara de hierro”, antes que sea visto en el cetro. El Anciano de días se sienta en vestiduras blancas sobre un trono de llama de fuego con los libros abiertos delante de Él, antes que el Hijo del hombre venga a Él con las nubes del cielo para recibir señorío (Salmo 2; Daniel 7).
Estas lecciones son muy claramente enseñadas y señaladas en la Escritura. En los días de Apocalipsis 4 es Cristo rechazado por el hombre, y no Cristo aceptado de Dios por los pecadores, que ha venido a ser su pensamiento y objeto y, de consecuencia, se están haciendo preparaciones para vengar los males causados al Señor Jesús sobre el mundo, y para vindicar Sus derechos en la tierra: en otras palabras, es el cielo comenzando aquella acción la cual va a sentarlo a Él en Su Reino como consecuencia del juicio de Sus enemigos. Pero todo esto nos muestra de nuevo, de acuerdo con mi pensamiento dominante en estas meditaciones sobre “el Hijo de Dios”, como es la misma Persona que es conservada delante de nosotros, y para ser conocida por nosotros, en cada una y todas las etapas o períodos de este gran misterio. Estamos aún, cualquiera sea el punto a que hayamos llegado, en compañía del mismo Jesús. Porque estas distinciones, que he estado señalando, nos dicen que Él ha sido recibido arriba en el cielo, y está ahora sentado allí, en los mismos caracteres en los cuales había sido conocido y manifestado antes aquí en la tierra. Porque Él había estado aquí como Aquel que cumplió la gracia de Dios hacia nosotros los pecadores a perfección, y como Aquel que sufrió la enemistad del mundo en su plena medida; y es en estos dos caracteres como lo hemos visto ahora, que Él está sentado en el cielo.
Él no se apresura a tomar este segundo carácter, o aparece activamente en el cielo como Él que había sido despreciado y rechazado en la tierra. Él se dilata antes de llegar al cielo del Apocalipsis. Y en este rasgo de carácter, en esta demora de tomar el juicio, y, permanencia en el lugar de gracia, tenemos una muy dulce expresión del Jesús que la fe ya ha conocido. Porque, cuando Él estuvo aquí, como el Dios de juicio Él se acercó a Jerusalem con un paso muy medido. Él le dijo a ella: “Cuántas veces quise juntar tus hijos, como la gallina junta sus pollos debajo de las alas”, antes de decirle: “He aquí, vuestra casa os es dejada desierta” (Mateo 23:37-38). Él se retardó en los llanos más abajo, visitando cada ciudad y aldea de la tierra, en paciente servicio de gracia, antes de tomar Su asiento en el monte, para hablar del juicio y de las desolaciones de Sion (Mateo 24:3). Y ahora de Aquel que de este modo holló con suavidad el camino que le condujo al Monte de los Olivos, el lugar de juicio, está escrito: “El Señor es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9).[2]
¡Cómo contemplamos la misma Persona con el mismo carácter adherido a Él, ya sea cuando estuvo aquí en la tierra, o como está ahora en el cielo —la misma Persona, el mismo Ser moral, aunque las escenas y las condiciones cambian!— “La gracia que estaba en Cristo en este mundo es la misma con aquella que está con Él ahora en el cielo”. ¡Consoladoras palabras! ¡Cuán verdaderamente debemos saber que hablamos con verdad cuando decimos, lo conocemos a Él! Hemos estado considerándolo a Él desde el principio. Él descendió del cielo; Él estuvo en el vientre de la Virgen, y en el pesebre de Belén; Él recorrió la tierra, en plena inmarcesible gloria, aunque velada; Él murió y fue sepultado; resucitó, y regresó al cielo; y, como hemos estado meditando, la fe lo ve a Él allí, a Aquel a quien la fe había conocido estar aquí, la misma Persona, el Ministro y Testigo de la gracia de Dios hacia el hombre, Él que sufrió toda la enemistad del hombre contra Dios, aunque el Dios renuente al juicio. Pero debo hacer notar más aún de este mismo Jesús, y algo más inmediato aún, en conexión con mi presente meditación. Cuando el Señor Jesucristo estuvo aquí, Él esperaba Su Reino. Él se ofreció a Sí mismo como su Rey, el Hijo de David, a la hija de Sion. Él tomó la forma de Aquel que había sido prometido de antiguo por los profetas, y entró en la ciudad “manso, y cabalgando sobre un pollino”. En días más recientes aún, Su estrella, la estrella del Regio Belemita, había aparecido en el mundo oriental convocando a los gentiles a venir al Hijo de David, nacido en la ciudad de David. Pero lo que buscaba Él no lo halló: “Los Suyos no lo recibieron”. ¡Pero Él llevó consigo al cielo esta misma mente, este deseo por Su Reino! “Un hombre noble partió a un país lejano, a tomar para sí un reino”. Él piensa en Su Reino, aunque está ahora sobre el trono del Padre, al igual que había pensado en él y lo había buscado cuando estuvo aquí. Y puedo decir de nuevo, ¡Cuán estrictamente, en esta fina característica, somos guardados en comunión con el mismo Jesús aún! Una vez estuvo Él en la tierra, y ahora Él está en el cielo; pero nosotros lo conocemos a Él, conforme a estas maneras, como el mismo Señor, —en persona uno, en propósito y deseo uno, aunque los sitios y condiciones cambien—. Él era el Rey de Israel cuando estuvo aquí, y con deseo reclamó Su Reino, y habiéndole sido rehusado a manos de los ciudadanos, Él lo ha recibido en el cielo, y a debido tiempo regresará, en el día de la alegría de Su corazón, para administrarlo aquí, donde primero Él lo buscó: “Miraba yo en la visión de la noche, y, he aquí en las nubes del cielo como un Hijo de hombre que venía, y llegó hasta el Anciano de días, e hiciéronle llegar delante de Él. Y fuéle dado señorío, y gloria, y reino; y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron; Su señorío, señorío eterno, que no será transitorio, y Su reino que no se corromperá” (Daniel 7). Nosotros estamos, según esta manera, mirando la una Persona, el mismo Jesús; y el corazón pondera esto cuando pensamos en ello. Y hay un rasgo más de esta identidad sobrepujando, sí sobrepujando con mucho, todo lo que ya he anotado.
Cuando Él estaba aquí, deseaba ser conocido por Sus discípulos, ser descubierto por ellos, pecadores como eran, en algunas de Sus glorias ocultas. Él se gozó igualmente en todas las comunicaciones de su gracia a la fe; la fe que se acercó a Él sin reserva, la fe que se aprovechó de Él sin ceremonia, la fe que pudo sobrevivir el menosprecio aparente o la repulsa, fue preciosa para Él. El pecador que deseaba juntarse a Él ante el escarnio del mundo, y quería confiar en Él solo, sin buscar semblante aprobatorio o el estímulo de otros, tuvo de Él la más profunda acogida. El alma que con libertad pidió la presencia de Él, o buscó la comunión con Él, sentada a Sus pies o parada a Su lado pudo obtener de Él lo que quiso, o, como el intercesor Abraham, retenerlo tanto como le plugo.
Él deseaba unidad con Sus elegidos, unidad plena, personal, permanente, dispuesto como estaba a compartir con ellos Su nombre con el Padre, el amor en el cual Él estuvo y la gloria de la cual Él fue Heredero. Él buscó simpatía, ansió compañía tanto en Sus gozos como en Sus penas. Y no podemos en modo alguno apreciar las decepciones de Su corazón, cuando buscó esto, pero no lo halló; más profunda, por lo menos podemos decir, mucho más profunda que cuando reclamó un reino, como ya hemos visto, y no lo recibió. “¿No habéis podido velar conmigo una hora?” habló un corazón solitario. Y más aún. Él se propuso, cuando estaba aquí, compartir Su trono con Su pueblo. Él no permanecería solo. Quería compartir Sus honores y Sus dominios con Sus elegidos, como Él quería que ellos, en simpatía, entendieran y compartieran Sus gozos y penas con Él. Y ahora (excelente y maravilloso como es el misterio que lo habla a nosotros), todo esto es, o ha de ser, verificado a nosotros en y por la Iglesia. La Iglesia es llamada a responder a los deseos del Señor Jesús en todas estas cosas, para ser todo esto a Él, ya sea en el Espíritu Santo ahora, o en el Reino más luego; a entrar ahora, en el espíritu, en Sus pensamientos y afectos, Sus gozos y Sus penas, y de aquí en adelante a resplandecer en Su gloria, y a sentarse sobre Su trono.
¡Qué misterio! La Iglesia, investida ahora, con el Espíritu morador, y destinada a sentarse, gloriosa ella misma, en la herencia de Su dominio, es la respuesta a estos más profundos deseos del Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, en los días de Su carne. Y otra vez digo, ¡Qué misterio! Podemos muy bien admirar aquellas armonías las cuales nos hablan del mismo Jesús, la idéntica Persona en estas distintas partes de Sus prodigiosas ejecutorias. Él buscó y reclamó un reino cuando estaba aquí, y cuando estaba aquí deseó las simpatías de Sus santos. Pero Su pueblo no estaba preparado para reconocer Su realeza, Sus santos no podían darle a Él esta comunión. Un reino, sin embargo, está recibiendo Él ahora en el cielo, y Él regresará y lo administrará aquí. Esta comunión Él está empezando a hallarla ahora por medio del Espíritu que mora en Sus elegidos; y será en su mayor medida verificada a Él en el día de la perfección de ellos. El Reino será Su gloria y Su gozo. Es llamado “El gozo del Señor”, porque les será dicho a los que lo compartan con Él, “Entra en el gozo de tu Señor”. Pero esta comunión, en la cual la Iglesia estará con Él, será aún más para Él. Fue Su más profundo deseo aquí, y será Su más rico disfrute más luego. Eva fue más para Adam que todas sus demás posesiones.
¿Tenemos, amados, poder alguno en nuestras almas para regocijarnos en el pensamiento de que el corazón del Señor Jesús sea de esta manera satisfecho? Podemos trazar las formas de estos gozos los cuales le aguardan como en los días de Sus esponsales, el día de la alegría de Su corazón; pero ¿tenemos capacidad, en espíritu, para hacer más? Es humillante hacer tales indagaciones a la propia alma de uno, podemos seguramente decir, sin fingimiento en absoluto.
"Pero estos serán Suyos, el Reino y la Iglesia."
El Reino será Suyo por muchos títulos. Él lo tomará bajo pacto, o, conforme a los consejos los cuales fueron tomados en Dios antes de la fundación del mundo. Él lo tomará por derecho personal, porque Él, el Hijo del hombre, nunca perdió la imagen de Dios. Desde luego, no podía; porque aunque Hijo del hombre, Él era Hijo del Padre. Pero Él no la perdió; y, teniendo esa imagen, el dominio es Suyo por título personal, de acuerdo con las primeras grandes ordenanzas de poder y de gobierno: “Y dijo Dios, Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree sobre los peces de la mar, y sobre las aves de los cielos, y en las bestias, y en toda la tierra, y en todo animal que anda arrastrando sobre la tierra” (Génesis 1). Él lo tomará de igual manera por el título de obedencia; según leemos de Él: “Y hallado en la condición como hombre, se humilló a Si mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también lo ensalzó a lo sumo, y dióle un nombre que es sobre todo nombre; para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla” (Filipenses 2). Él lo tomará, también, por derecho de muerte; porque leemos otra vez: “Y por Él reconciliar todas las cosas a Sí, pacificando por la sangre de Su cruz, así lo que está en la tierra como lo que está en los cielos” (Colosenses 1). Y la cruz donde Él llevó a cabo esa muerte, tenía escrito sobre ella y conservada allí sin borrarse, sin cancelación, en una sola letra de ella, por la fuerte y prevaleciente mano de Dios mismo, “ESTE ES JESÚS EL REY DE LOS JUDÍOS” (Mateo 27:37).
Así que el Señorío es del Hijo del Hombre por pacto, por título personal, por derecho de servicio u obediencia, y por derecho de muerte o compra; y, puedo añadir, por conquista también; porque los juicios que han de expeditar Su camino al trono, y a quitar del Reino todo lo que hace escándalo e iniquidad, son, según sabemos, ejecutados por Su mano. “Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria. ¿Quién es este Rey de gloria? Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla” (Salmo 24).
¡Qué fundamentos son así puestos para el señorío del Hijo del hombre! ¡Cómo todos los títulos se unen al suscribirse a sí mismo a Su honrado y glorioso nombre! Como vemos en Apocalipsis 5, nadie en el cielo o en la tierra podía tomar el Libro sino el Cordero que fue inmolado, que era el León de Judá: pero a Sus manos lo deja pasar de inmediato Aquel que se sienta sobre el trono; y entonces la Iglesia en gloria, ángeles, y todas las criaturas en todas partes de los grandes dominios, triunfan en los derechos y títulos del Cordero. Y si el título es de este modo seguro, sellado por mil testigos, y maravilloso también, así será el poder y reino los cuales él sostiene. En el Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, “el Señor del cielo”, así como “el Hijo de hombre”, todo el gran propósito de Dios en el gobierno de todas las cosas está revivido y firmado. Podemos decir: según “todas las promesas de Dios en Él son sí, y en Él amén”, del mismo modo todos los destinos del hombre bajo la égida de Dios son igualmente en Él sí, y en Él amén.
Hubo señorío en Adam; gobierno en Noé; paternidad en Abraham; juicio en David; y realeza en Salomón. En Cristo todas estas glorias se reunirán y resplandecerán juntas. En Él, y bajo la égida de Él, se efectuará “la restitución de todas las cosas”. Él ceñirá muchas coronas, y llevará muchos nombres. Su nombre de “Señor” en el Salmo 8 no es Su nombre de “Rey” en el Salmo 72. La forma de la gloria en cada uno es peculiar. Las coronas son distintas, pero ambas son Suyas. Y Él es igualmente “el Padre de la eternidad”; un Rey y aun Padre —el Salomón y el Abraham de Dios—. En Él todos serán benditos; y con todo a Él todos se inclinarán. La espada, también, es Suya: la “vara de hierro”, así como el “cetro de justicia”. Él juzgará con David y gobernará con Salomón.
Como Hijo de David, Él toma poder para ejercerlo en una dada esfera de gloria. Como Hijo de hombre, Él toma poder, y lo ejerce en una más amplia esfera de gloria. Él viene igualmente en Su propia gloria, en la gloria del Padre, y en la gloria de los santos ángeles. Y como el hombre resucitado Él toma poder. Esto es mostrado a nosotros en 1 Corintios 15:23-27. Y en ese carácter Él tiene Su esfera peculiar también. Él pone a la muerte, el postrer enemigo, debajo de Sus pies. Y esto es tan propio como todo lo demás, perfecto en su lugar y ocasión, que como el hombre resucitado Él debe someter a la muerte.
Escenas de distintas glorias lo rodearán a Él, y caracteres de glorias variadas se adherirán a Él. La sustancia misma del Reino será esta: estará lleno de las glorias de Cristo; variadas, pero con todo consistentes y combinadas. La cruz ha presentado ya una muestra de esta hechura perfecta. “Misericordia y verdad” se juntan allí. Allí Dios fue “justo”, y con todo un “justificador”. Y ha de ser de esta misma manera en los venideros días de potencia, como lo fue en los pasados días de flaqueza. Según misericordia y verdad, justicia y paz se encontraron una vez y se abrazaron la una a la otra, del mismo modo autoridad y servicio, bendición y sin embargo gobierno, un nombre de toda majestad y poder y no obstante tal nombre que descenderá como lluvias sobre yerba cortada, serán conocidos y disfrutados juntos. Habrá el señorío universal del hombre en todo el ámbito de las obras de Dios; las honras del Reino al mantener todas las naciones en sujeción, junto con la presencia del “Padre de la eternidad” reteniéndolas a todas en bendición. “Llamaráse Su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz” (Isaías 9:6).
Todo tiende a este bendito y glorioso señorío y jefatura del Hijo de Dios, aunque sea a través de “mares de tribulación” para algunos, y por medio del pleno juicio de “este presente siglo malo”. Dios va conduciendo en esta dirección, y el hombre no puede obstruir esa dirección, aunque procure reafirmar los actuales fundamentos de la tierra, rehusando aprender que todos ellos andan fuera de sitio, que la tierra y sus moradores están disueltos y que Cristo solo sostiene sus columnas. “El haz de los que viven” (como habló Abigail cuando confesó la gloria de David en los días de la humillación de éste) es una haz firme, bien compacta y segura porque el Señor mismo está en ella, como de antiguo estuvo en la zarza ardiente. Pero allende la medida de ese haz (flaco y despreciado en los pensamientos del hombre, igual que un escaramujo), todo está bamboleándose; y seguramente se acercan los tiempos que enseñarán esto en la historia a aquellos que no lo aprenderán, ni procuran aprenderlo, o velar y orar para aprenderlo, en espíritu.
La espada y el cetro de este día venidero de poder son únicos en sus glorias. No hay otra espada, ni otro cetro, que sean o puedan ser como ellos. La espada va a ser “embriagada en los cielos” (Isaías 34:5). ¡Qué expresión! El sol se volverá en tinieblas, y la luna en sangre, las virtudes de los cielos serán conmovidas, las tinieblas estarán bajo Sus pies, y espesas nubes del cielo le acompañarán, en el día cuando la espada será desenvainada para la matanza. Y el poder de ella es hollar el lagar del furor y la ira del Dios Todopoderoso. Todo lo alto y enaltecido, los principados y potestades que gobiernan las tinieblas de este mundo, la bestia y su profeta, reyes, capitanes, y poderosos, así como el dragón, aquella serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, se encuentran entre los enemigos que han de sentirla; “el ejército sublime en lo alto, y los reyes de la tierra que hay sobre la tierra”. Las fuentes, tanto como las agencias, del mal, son escudriñadas y visitadas por la luz y la potencia de ella.
¿No es esta espada única en su gloria? ¿Pudo la espada de Josué o la de David perpetrar conquistas como estas? ¿Se hubiesen sometido a ellas los principados de las tinieblas? ¿Se hubiesen sometido de sí mismos el infierno y la muerte? ¿Sacarás tú al leviatán con el anzuelo? Pero “El que lo hizo allegará Su espada a él”. ¿En cuya mano entonces, pregunto, debe estar esa espada, la cual puede subyugar ejércitos como estos? El mismo servicio en aquel día de poder, como cualquier otro servicio Suyo, ya sea en flaqueza o en fortaleza, nos dice quién es Él. Hay esta hermosa divina luz y poder que se evidencian por sí solos, señalando a Él, y acerca de Él, y alrededor de Él, no importa como Él actúe, no importa como Él sufra, los cuales hemos estado trazando débilmente y admirando, más los reconoceremos aún y admiraremos. Las victorias de este Dios de batallas, en otros días, fueron del mismo alto carácter. Porque de antiguo Su guerra encomendó Su persona y gloria, según lo hace aún. Por tanto está escrito de Él: “Jehová es varón de guerra; Jehová es Su nombre” (Éxodo 15:3). Su guerra, en esta manifestación del Espíritu, se dice para revelar Su señorío, Su gloria, Su nombre, Su persona. En Egipto los dioses sintieron Su mano, como la sintieron más tarde entre los filisteos, y otra vez en Babilonia. Dagón cayó postrado delante del arca, Bel se abatió, Nebo descendió. Estos fueron días de la misma mano obrando. Y como la espada, así también el cetro. El de Salomón fue sólo una sombra distante de él, y el gobierno de Noé y el señorío de Adam serán borrados del pensamiento, en comparación con él.
Todo será entonces el mundo sujeto, la creación sujeta así como las naciones sujetas. “Cantad a Jehová canción nueva; cantad a Jehová toda la tierra. Cantad a Jehová, bendecid Su nombre; anunciad de día en día Su salud. Cantad entre las gentes Su gloria, en todos los pueblos Sus maravillas” (Salmo 96). Bajo la sombra de este cetro, y a la luz de este trono de gloria morarán de un confín a otro de la tierra las naciones “de buena voluntad” y las naciones “justas”. Habrá un pacto entre los hombres y las bestias del campo. El desierto también se regocijará. El cojo saltará como un ciervo, y la lengua del mudo cantará. El sol de aquel Reino no descenderá jamás, ni la luna se pondrá, porque el Señor será su luz eterna. Nada afligirá o hará daño en todo el santo monte de Dios; porque la tierra estará llena del conocimiento de la gloria del Señor, como cubren la mar las aguas. Israel resucitará, vivirán los huesos secos, el palo de Judá y el palo de Efraín serán uno otra vez. La ciudad será llamada “Jehová allí”. De la tierra se dirá: “Esta tierra que fue desolada ha venido a ser como el huerto de Edén”. Y otra vez será saludada con palabras que hablan de sus santas dignidades: “Jehová te bendiga oh morada de justicia, oh monte santo” (Jeremías 31:23).
Los gentiles serán vueltos a la cordura. Su razón retornará a ellos. El mundo insensible, aunque “hecho por Él”, no obstante “no le conoció”. Los reyes de la tierra, y los gobernantes, se levantaron contra el Ungido. Ellos lanzaron coces contra el aguijón, delatando su rabia y su locura. Pero la razón volverá a ellos. La historia de Nabucodonosor se hallará ser un misterio a la vez que una historia. La razón de aquella cabeza de oro, aquella gran cabeza de poder gentil, regresó a él después de su término de locura judicial; y él supo y reconoció que los cielos gobernaban. Y así el mundo más luego no continuará insensiblemente no conociendo a su Hacedor, sino que le conocerá de inmediato tan profundamente, como tan locamente le había rehusado una vez. Porque “los reyes cerrarán sobre Él sus bocas”, en señal de este profundo y adorante reconocimiento. El corazón de bestia será quitado de ellos, y les será dado un corazón de hombre. No serán más reprobados como por el buey que conoce a su dueño, y por la trulla, la tórtola, y la golondrina que observan el tiempo de su visita, sino que volarán “como palomas a sus ventanas”. “He aquí estos vendrán de lejos; y he aquí estotros del norte y del occidente, y estotros de la tierra de los Sineos” (Isaías 49:12). Las obras de la mano de Dios, así como Israel y los gentiles, se regocijarán en el mismo cetro. “Morará el lobo con el cordero, y el tigre con el cabrito se acostará” (Isaías 11:6). La tierra volverá a disfrutar de la lluvia temprana y tardía y la labranza como de un labrador divino. “Visitas la tierra, y la riegas; en gran manera la enriqueces con el río de Dios, lleno de aguas; preparas el grano de ellos cuando así lo dispones” (Salmo 65:9).
¡Qué cetro! ¿No es tal cetro, así como tal espada, único en su gloria? ¿Hubo jamás cetro igual a este? ¿Podrá poder en cualquier mano excepto una ser como éste? Lo que Adam perdió en la tierra; lo que Israel perdió en la tierra de elección y de promesa, lo que Abraham perdió en una simiente degradada, desconocida y proscrita; lo que la casa de David perdió en el trono; lo que la creación misma perdió por causa de Aquel que la sujetó a servidumbre y corrupción, —todo será recogido, retenido y presentado en la presencia y poder de los días del Hijo del hombre.
“El Hijo” solo podría tomar tal reino. La virtud del sacrificio cumplido ya, como hemos visto en las primeras meditaciones sobre este bendito Objeto descansa sobre la persona de la Víctima; la aceptabilidad del santuario ahora henchido y servido descansa, de igual manera, sobre la persona del Pontífice y Mediador que está allí; las glorias y las virtudes del Reino que ha de ser podrían ser desplegadas y ejercitadas y ministradas sólo en y por la misma Persona. El Hijo de Dios sirve en lo más bajo y en lo más alto; en pobreza y en riqueza; en honra y deshonra; como el nazareno y como el belemita; en la tierra y en el cielo; y en un mundo de glorias milenarias tanto terrenales como celestiales; pero todo servicio, desde el principio hasta el fin, en todas las etapas y cambios en el gran misterio, dicen quién es Él. Él no podía haber sido más lo que había sido sobre la cruz, si no fuera Él allí el que era, que lo que podría ser ahora sentado sobre el trono del Padre si no fuera Él el mismo. La fe no se preocupa por dónde lo ve a Él, ni a dónde lo sigue a Él; ella tiene al brillante, inefablemente bendito Objeto delante de ella, y resiente la palabra que presumiera macularlo a Él, aunque lo hiciera en ignorancia. Debemos aún, sin embargo, examinar otras glorias de este Reino venidero Suyo. “El Segundo hombre, que es el Señor, es del cielo”, y una gloria debe asistir al levantamiento de tal Persona, la cual el trono de Salomón jamás hubiese podido medir. Sí, en presencia de este “Señor del cielo”, glorias mucho más brillantes que el de Salomón excederán. “La luna se avergonzará, y el sol se confundirá, cuando Jehová de los ejércitos reinare en el Monte de Sión, y en Jerusalem, y delante de Sus ancianos fuere glorioso” (Isaías 24:23). Habrá cosas celestiales en Su Reino así como cosas terrenales restituidas. Adam tuvo el huerto y toda su rebosante belleza y fecundidad. Pero más que eso, el Señor Dios anduvo con él allí. Noé, Abraham y otros, en los días patriarcales, poseyeron rebaños y ganados, y en Noé vemos poder y señorío en la tierra. Pero a más de esto, tuvieron visitas de ángeles, sí, y visitas y visiones y audiencias del Señor de los ángeles. La tierra de Canaán era una tierra pingüe, una tierra de leche, y de aceite, y de miel; pero más que eso, la gloria estaba allí, y el testigo de la presencia divina moraba entre los querubines.
Así será en los venideros días del poder del Hijo de Dios. El cielo agraciará la escena con una gloria nueva y peculiar, tan seguramente como de antiguo el Señor Dios anduvo en el huerto de Edén, o tan seguramente como los ángeles subían y bajaban a la vista del patriarca o tan seguramente como la presencia divina fue conocida en el santuario en Jerusalem y en la tierra de promisión. Y no meramente habrá visitación de la tierra otra vez, y la gloria del cielo otra vez, sino que esto será todo de un nuevo y prodigioso carácter. La tierra tendrá el testimonio de este extraño, sobresaliente misterio, que ella misma, del polvo mismo de sus prisiones, ha suministrado una familia para los cielos, quienes en sus glorias, la revisitarán, más bienvenidos que los ángeles, y, en sus designadas autoridades y potestades, serán sobre ella en gobierno y bendición. “Porque no sujetó a los ángeles el mundo venidero, del cual hablamos. Testificó empero uno en cierto lugar, diciendo: ¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria? ¿o el hijo del hombre, que le visites?” (Hebreos 2:5-6).
¡Qué vínculos entre lo más alto y lo más bajo son estos! “El Segundo hombre, que es el Señor, es del cielo”. La santa ciudad descenderá del cielo; teniendo la gloria de Dios, y en la presencia de ella, el gobierno del Reino o poder sobre la tierra será ministrado. Esto será algo que se adelantará a la soberanía de Adam y la inteligencia de Salomón.
En la escena sobre el monte santo en Mateo 17, y en aquella de la visita de la santa ciudad en Mateo 21, este día del poder del Hijo de Dios, este “mundo venidero” será accesible (en un misterio) tanto en sus lugares celestiales como terrenales. La gloria celestial resplandece sobre el monte. Jesús es transfigurado. Su rostro resplandece como el sol, y Su vestido es blanco como la luz; y Moisés y Elías aparecen en gloria con Él. Así en la ocasión de la entrada regia en la santa ciudad, el mismo humilde Jesús asume un carácter de gloria. Él se convierte en el Señor de la tierra y su plenitud, y el aceptado, triunfante Hijo de David. Aquí en el camino entre Jericó y Jerusalem, Él es visto, por un momento místico, en Sus derechos y dignidades en la tierra; según, por otro momento igual, Él había aparecido en un “alto monte apartado” en Su gloria personal y celestial. Estas ocasiones solemnes fueron, cada una a su modo, según puedo decir, una transfiguración; aunque la gloria de lo celestial fue una, y la gloria de lo terrenal fue otra. Pero Jesús fue igualmente glorificado en cada ocasión; llevado por un momento fuera de Su humilde sendero, como el humillado, laborioso, rechazado Hijo de Dios. Las dos grandes regiones del mundo milenario se extienden delante de nosotros, en visión o en misterio, entonces. Tales visiones fueron sólo pasajeras, y rápidamente perdidas de nosotros, pero lo que aseguraron y presentaron ha de permanecer en el resplandor y fortaleza en el día venidero de gloria. Porque aquel día brillante, aquel mundo feliz, estará lleno de las glorias del Hijo de Dios. Es esa plenitud la cual le dará a él su contenido e importancia, como hemos dicho antes. Cabeza de la familia resucitada, o Sol de la gloria celestial, Él será entonces Señor de la tierra y su plenitud; y Rey de Israel y de las naciones, Él lo será entonces también. Extraña, misteriosamente, en ese sistema de glorias, todo estará juntamente vinculado, —“las partes más bajas de la tierra” y “sobre todos los cielos”—. “Dios fue manifiesto en la carne ... recibido en gloria”. “El Segundo hombre” no es menos que “el Señor del cielo”.[3]
¡Qué misterios!; ¡Qué consejos de Dios tocante a los confines de la creación, en las edades ocultas antes de los comienzos de la creación! ¡Si el afecto y la adoración del corazón siguieran las meditaciones del alma! El Hijo, quien estaba en el seno del Padre desde toda la eternidad, yació en el vientre de la Virgen, asumiendo carne y sangre con los hijos; como Hijo de hombre, Dios en carne, Él viajó a lo largo de los senderos escabrosos de la vida humana. Concluyéndolos en la muerte de la cruz; Él abandonó la tumba por la gloria, las partes más bajas de la tierra por los lugares más altos en el cielo; y Él volverá otra vez sobre la tierra en dignidades y alabanza, en derechos, honras, y autoridades, de inefable, sobresaliente grandeza y esplendor, para alegrar “el mundo venidero”. Pero hay otro misterio antes de que esta escena de glorias, “el mundo venidero”, puede, según Dios, ser alcanzado. La Iglesia debe ser vinculada con los cielos, como su Señor lo ha sido ya.
El sendero de la Iglesia sobre la tierra es el de un extranjero anónimo. “El mundo no nos conoce, porque no le conoce a Él” (1 Juan 3:1). Y así como el paso de ella por la tierra no puede rastrearse, así lo será su paso al apartarse de ella. Todo acerca de ella es “el extranjero aquí”. Y como el mundo que nos rodea no conoce la Iglesia, ni será un testigo del acto de su traslado, ella misma no sabe el tiempo de tal traslado. Pero nosotros sabemos que este vínculo entre nosotros y los cielos será formado antes que el Reino o el “mundo venidero” sea manifestado; porque los santos han de ser los compañeros del Rey de ese Reino en los primeros actos de él; esto es, cuando Él porte la espada de juicio, el cual ha de limpiar la escena para el cetro de paz y justicia; según Él ha prometido: “El que venciere y guardare Mis obras hasta el fin, Yo le daré poder sobre las naciones; y las regirá con vara de hierro” (Apocalipsis 2:26-27).
“Le daré la estrella de la mañana” (Apocalipsis 2:28).
¿No hay algo de un vínculo, algo de una acción, vinculante intermedia, intimada por esto? El sol es la luz en el cielo que se vincula con la tierra, con los intereses y los hechos de los hijos de los hombres. El sol gobierna el día, la luna y las estrellas la noche. Pero “la estrella de la mañana” no recibe designación en tal sistema. “Hizo la luna para los tiempos; el sol conoce su ocaso. Pone las tinieblas y es la noche; en ella corretean todas las bestias de la selva. Los leoncillos braman a la presa, y para buscar de Dios su comida. Sale el sol, recógense, y échanse en sus cuevas. Sale el hombre a su hacienda, y a su labranza hasta la tarde” (Salmo 104). La estrella de la mañana no tiene sitio en tal arreglo. Los hijos de los hombres se han entregado al reposo, y su sueño, en la divina misericordia, todavía es dulce a ellos, mientras la estrella de la mañana adorna la faz del espacio. La estación en la cual el sol brilla es nuestra. Quiero decir, que el sol es el compañero del hombre. Pero la estrella de la mañana no recuerda, en este respecto, al hombre su trabajo. Ella aparece a una hora que no es exactamente la suya, ni es día ni noche. El hijo de la mañana, el que se levanta antes del sol, o el guarda que ha velado toda la noche, la ven, pero nadie más.
El sol en el lenguaje o pensamiento de la Escritura es para el Reino. Según leemos: “El señoreador de los hombres será justo, señoreador en temor de Dios; será como la luz de la mañana cuando sale el sol” (2 Samuel 23:3-4. Véase también Mateo 13:43; 17:2-5). Yo pregunto, entonces, ¿no ha de esperarse por nosotros una luz antes de la luz del Reino? ¿No son estas señales en el cielo puestas allí para los tiempos y las estaciones? ¿No hay voces en tales esferas? ¿No hay un misterio en la estrella de la mañana, en la hora de su solitario esplendor, así como en el sol cuando se levanta en su fuerza sobre la tierra? ¿No es la estrella de la mañana la señal en los cielos de Uno Cuya aparición no es para el mundo, sino para un pueblo que espera a un Señor tempranero y no terrenal? La esperanza de Israel, el pueblo terrenal, saluda al “oriente” (Lucas 1:78); pero la Iglesia da la bienvenida a “la estrella de la mañana”. “Yo soy la raíz y el linaje de David, y la estrella resplandeciente de la mañana. Y el Espíritu y la Esposa dicen, Ven” (Apocalipsis 22:16-17). Todo es nuestro; y entre este glorioso todo, “la estrella de la mañana” para nuestra transfiguración para ser semejante a Jesús, y “el sol naciente” para nuestro día de poder con Jesús.
¡Cómo se forman así los eslabones misteriosos, y las prodigiosas jornadas así rastreadas y seguidas, desde lo primero hasta lo postrero, desde la eternidad hasta la eternidad! Nunca los perdemos, ni nuestro interés en ellos, ni aún en el más sagrado, íntimo momento.
Hemos ahora, en el progreso de nuestras meditaciones a lo largo de este glorioso sendero del Hijo de Dios, vigilado una luz en los cielos más temprana que la del día, una luz la cual Jesús, el Hijo de Dios, entre Sus otras glorias, reclama ser, y compartir con Sus santos: “Le daré la estrella de la mañana”. Y después que la estrella de la mañana ha resplandecido por su breve hora, el sol a su tiempo designado se levantará: “Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre” (Mateo 13:43). Y será “una mañana sin nubes; cuando la hierba de la tierra brota por medio del resplandor después de la lluvia”. “Alégrense los cielos, y gócese la tierra; brame la mar y su plenitud. Regocíjese el campo, y todo lo que en él está; entonces todos los árboles del bosque rebosarán de contento, delante de Jehová que viene a juzgar la tierra” (Salmo 96).
“Escenas sobresalientes a la fábula Y aun así verdaderas” Alguien ha dicho: “La fe tiene un mundo de sí misma”. Seguramente nosotros podemos decir después de rastrear estos ascensos y descensos del Hijo de Dios, vinculándolos todos juntos, los más altos y los más bajos, e introduciéndolos todos dentro del resplandor de tal Reino. Esto es así: la fe tiene en verdad un mundo de sí misma. ¡Si hubiera ese poder en el alma para andar allí! Y ese poder yace en la ansiedad y el fervor de la fe el cual no es otra cosa que la simplicidad y realidad de la fe.
David y Abigail anduvieron en el mundo que era el mundo de la fe, cuando se encontraron en el desierto de Parán. Todo hacía aparecer, o en la estimación de los hombres, que David en ese tiempo, era un juguete del impío, y errante en las cuevas y cavernas de la tierra; él podría haber sido deudor, si así pudiera ser, a un vecino rico por un pan. Pero la fe descubrió a otro en David; y a los ojos de Abigail, todo era nuevo. En aquella favorecida aunque desapercibida hora, cuando los santos de Dios se reunieron así en el desierto, ellos entraron en el Reino, en espíritu. El desierto de Parán era el Reino en la comunión de los santos. El necesitado, cazado, perseguido fugitivo era, a sus propios ojos, y a los ojos de Abigail, el Señor del Reino venidero, y el “ungido del Dios de Jacob”. Abigail se inclinó delante de él como su rey, y él, en la gracia de un rey, “aceptó la persona de ella”. Las provisiones que ella trajo en su mano, su pan, y su vino, los hilos de uvas, y masas de higos, no eran la liberalidad de ella hacia el necesitado David, sino el tributo de un súbdito voluntario a la realeza de David. Ella se estimó a sí misma demasiado feliz y honrada si sólo podía servir a los siervos de él. Fue de este modo, que por fe ella penetró en otro mundo en esta primorosa y bella ocasión, según puedo llamarla, siendo prueba a nosotros de que la fe tiene de veras “mundo de sí misma”. Y ese mundo era muchísimo más importante para el corazón de Abigail que todos los beneficios de la casa de su acaudalado esposo. El desierto significaba más para ella que las campiñas y rebaños del Monte Carmelo. Porque allí el espíritu de ella embebió aquellas delicias las cuales la fe había descubierto en las puras aunque distantes regiones de la gloria.
¡Bienaventurado, amados, cuando nosotros tenemos igual poder para entrar y morar en nuestro propio mundo! ¿No tenía Noé tal mundo delante de él cuando construyó un barco, aparentemente para la tierra, y no para el agua? ¿No poseía Abraham tal mundo cuando dejó su tierra y su linaje y la casa de su padre? ¿No tenía Pablo tal mundo ante su vista cuando pudo decir, “Nuestra ciudadanía es en los cielos, de donde esperamos también al Salvador, al Señor Jesucristo, el cual transformará el cuerpo de nuestra bajeza para ser semejante al cuerpo de su gloria”? ¿No tenemos nosotros todos nuestro propio mundo ante nosotros en este momento, cuando por fe nuestras almas tienen entrada “a esta gracia en la cual estamos firmes”? Esta gracia es la presente, pacífica, esplendente morada de la conciencia rociada y purificada, y la brillante morada de esperanza, de donde esperamos “la gloria de Dios” (Romanos 5:1-2). No es sino pobremente conocido, si uno puede hablar por otros; pero es nuestro. Y en medio de esta consciente flaqueza, nuestra fe no tiene sino que glorificar al Hijo de Dios; porque a más profundo disfrute de Él más divino es el progreso.
Al concluir esta meditación, en la cual hemos mirado (conforme a nuestra medida), al “mundo venidero”, yo diría, que pocas lecciones yacen más en el corazón en el día presente, que el rechazamiento de Cristo. Yo podría naturalmente decir eso en este sitio; porque si Él ha de ser así glorioso, como hemos visto, en “el mundo venidero”, así de seguro es Él rechazado en “este presente siglo malo”. Pero esto es olvidado fácilmente; y al Dios de este siglo le agrada que sea así. Existe grande y creciente comodidad y refinamiento por todo alrededor; mejoramiento social, intelectual, moral y religioso; y todo contribuyendo a mantener a un Cristo que no es de este mundo fuera de estima. Pero la fe ve a un Cristo rechazado y a un mundo juzgado. La fe sabe que aunque la casa esté barrida, y limpia, y adornada, no ha cambiado de dueño o señor, sino que se la ha hecho más apta para los fines y propósitos de su dueño.
Solemne equivocación amados, pensar en refinar y culturar “este presente siglo malo” para el Hijo de Dios! Si David en una ocasión fue despreocupado acerca de la mente de Dios en cuanto al modo de llevar el arca, también fue ignorante, de igual modo, en otra ocasión, de la mente de Dios en cuanto a construir para el arca una casa de madera de cedros. Él procuró dar al Señor una habitación permanente en una tierra inmunda, e incircuncisa. Por tanto erró grandemente, no conociendo la pureza de la gloria del Señor; igual les ocurre a aquellos que vinculan el nombre del Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, con la tierra como está ahora, o con los reinos de “este presente siglo”. No importa con qué justo deseo del corazón pueda esto hacerse, como en el caso de David, otra vez decimos (y cuán seguramente con convicción propia), yerran grandemente, no conociendo la pureza de la gloria del Señor. Esta es una lección que nosotros necesitamos aprender con creciente poder. El Hijo de Dios es todavía un Extranjero en la tierra; y Él no está en busca de ella, sino que busca un pueblo fuera de ella, para ser extranjeros por un tiempo con Él, sobre ella, y entre las vanidades y ambiciones que constituyen la historia de cada una de sus horas.
“Empero vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis tentaciones. Yo pues os ordeno un Reino, como mi Padre me lo ordenó a Mí” (Lucas 22:28-29).
Nota[1]: Al predicar el evangelio, el pecado del hombre en llevar a la muerte al Señor de la gloria, seguramente será declarado, pero es la muerte del Señor como el Cordero de Dios lo que constituye la base de la gracia publicada por el evangelio; y eso es lo que quiero decir aquí.
Nota[2]: “El Hijo del hombre” es la característica de Su persona cuando es presentado en Su gloria judicial, como también Su lugar de dominio en la tierra (Salmo 8; Juan 5:27; Mateo 19:28).
Nota[3]: La feliz, placentera virtud de ese mundo milenario es también notablemente atestiguada. Pero en el santo monte, habla del gozo común que ella impartió; de modo que Él y sus compañeros hubiesen permanecido allí, si hubiesen podido. Pero no fue Él quien habló, sino el poder del sitio que habló en Él. Así en el camino real desde Jericó hasta Jerusalem; el dueño del asno se somete con toda disposición de corazón a las demandas del Señor de la tierra; y las multitudes de Israel triunfan en el Hijo de David, sus ramas de palma y sus ropas, tendidas por el camino, encomian su homenaje y su gozo, como en una fiesta de tabernáculos. Pero aquí otra vez, no fue tan propiamente ellos quienes actúan y hablan, tanto como el poder de la ocasión actuando y hablando en ellos.
El Hijo sujetara todo al Padre
“Entonces también el mismo Hijo se sujetará al que le sujetó a Él todas las cosas” (1 Corintios 15:28).
Es feliz y edificante para el alma llevar en fe viva y en recordación que es el mismo Jesús que estuvo aquí en la tierra el que está ahora en el cielo, y a Quien vamos a conocer “a través de Su propia eternidad”. Cuando guardamos esto en la memoria, cada pasaje de Su vida aquí será presentado de nuevo a nosotros, y sentiremos y reconoceremos en los evangelistas una página más maravillosa en que meditar, sí, y en algún sentido mucho más feliz también, que lo que tuvimos en cuenta una vez.
En los días de su estada entre nosotros, todo fue una realidad en lo que respecta a Él; todo era vivo y personal. Él hizo más que tocar la superficie. Cuando curó una herida o quitó una pena, Él lo sintió en algún modo. “Él mismo llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores”. Su espíritu bebió de los manantiales, como de las corrientes; porque no sólo fueron Sus gozos reales, Sus dolores reales, Sus temores y decepciones, cosas semejantes, reales, sino que penetró en cada situación en todo el carácter de ella. Él conoció el inarticulado lenguaje de aquella alma necesitada que lo tocó en medio de la multitud, y sintió aquel toque en todo su significado. Él se llenó de delectación con la fe de aquel gentil que traspasó la espesa nube de Su humillación y llegó hasta la gloria divina que resplandecía en Su persona debajo de la nube; y de igual modo Él se regocijó de la fe resuelta —aunque no muy resuelta— de aquella pecadora de la ciudad que traspasó la nube oscura de su propio pecado y vergüenza y llegó hasta la gracia divina que pudo sanarlo todo (Lucas 7). Él entendió el paso apresurado de Zaqueo cuando subía al árbol sicómoro, la meditación de Natanael cuando se sentaba bajo la higuera. Él escuchó la disputa de los discípulos mientras subían a Jerusalem; la escuchó en el tumulto de la concupiscencia que bullía dentro antes que estallara en guerras y peleas. Y Él supo del amor así como de la autoconfianza que sacó a Pedro del barco al agua.
Seguramente, entonces, toca a nosotros, según leemos “la prodigiosa historia”, en recuerdo de esto, sentir como Él mismo, mientras observamos la mano que realizó el hecho o seguimos el rastro del pie que hollaba el sendero. Cada acto y palabra se sentiría con algo de impresión nueva; y de ser así ¿qué avance más bendito estaríamos haciendo? ¿No sería ciertamente edificante en un sentido alto, si de este modo estuviéramos compenetrándonos más realmente con un Jesús vivo y personal? En este nuestro tiempo, amados, puede haber una tendencia a olvidar Su persona o a Él mismo, en el testimonio común que se está dando tan extensamente ahora de Su obra. La región de la doctrina puede ser medida con una cinta de medir y un nivel, en vez de otearla con un corazón lleno de admiración, y adoración, como el lugar de las glorias del Hijo de Dios. No obstante esto es lo que Él premia en nosotros. Él ha hecho de nosotros personalmente Sus objetos; y espera de nosotros hagamos de Él el nuestro. Y yo me pregunto a mí mismo, ¿no es esto, en un sentido, la piedra de coronamiento de todo? ¿No es este deseo personal de Cristo hacia nosotros primordial en los tratos de Su gracia? Elección, predestinación, perdón, adopción, gloria, y el reino, ¿no son ellos sino sólo coronados por este deseo de Cristo hacia nosotros, de hacer de nosotros un objeto para Sí? Seguramente que ello lo corona todo; seguramente que es la piedra de coronamiento; yaciendo sobre y más allá de todo, más pleno, más rico, y más alto que ninguno. La adopción y la gloria, bienvenidas a la familia y participación en el Reino, serían defectuosas, si no hubiera también este misterio —el Hijo de Dios ha encontrado en nosotros un objeto de deseo—. Este misterio asume todas las otras obras y consejos en la historia de gracia, y está de este modo allende todas ellas.
El Espíritu se deleita en contar de la obra de Cristo, y llevarla en su preciosidad y suficiencia al corazón y la conciencia. Nada podría soportarnos por un momento, si la obra no hubiese sido lo que fue precisamente, y así aconsejada y ordenada de Dios. Pero aún la obra del Señor Jesucristo puede ser un gran tema, mientras Él mismo puede ser sólo un objeto indistinto; y el alma de este modo será una gran perdedora. Pero estas meditaciones sobre el Hijo de Dios, que yo he estado siguiendo ahora, puedo decir, hasta su fin, me sugieren otro pensamiento precisamente ahora. Al considerar las partes más profundas y distantes de los tratos de Dios, algunas veces sentimos como si fueran demasiado para nosotros, y buscamos alivio del peso de ellas volviendo a las verdades más rudimentarias y simples. Esto, sin embargo, no es necesario. Si sustentáramos bien estos misterios mayores, deberíamos saber que no necesitamos retirarnos para buscar alivio, porque ellos son realmente otras y más profundas expresiones de la misma gracia y amor las cuales estuvimos aprendiendo desde el comienzo mismo. Ellas son sólo un flujo más abundante, o un canal más amplio, del mismo río, precisamente porque yacen algo más distante de la fuente. Hasta que esta seguridad esté afincada en el alma, estamos endeblemente preparados para pensar en ellas. Si tenemos un temor de que cuando estamos mirando a las glorias, hemos abandonado el lugar de los afectos, hacemos daño a la verdad y a nuestras almas. No es así en modo alguno. Mientras más plenamente las glorias se manifiestan, más se revelan las riquezas de la gracia. El surgir de un río en su nacimiento, donde abarcamos todo el objeto de una vez, sin ningún esfuerzo visual, posee, como sabemos, su propio encanto peculiar, pero cuando se convierte, bajo nuestra vista, en un torrente poderoso, con sus diversificadas orillas y corrientes, sólo entonces entendemos porque empezó a fluir jamás. Es aún la misma agua; y podemos ir arriba y abato de su nacimiento, y a lo largo de sus corrientes, con deleite vario, pero aún constante. No tenemos que buscar alivio volviéndonos a su nacimiento, según lo examinamos en su curso, a lo largo y a través de las edades y dispensaciones. Cuando, en espíritu (como ahora por medio de estas meditaciones), alcanzamos el “cielo nuevo” y la “nueva tierra” sólo estamos en compañía de la misma gloriosa persona, y en comunión con la misma inmensurable gracia, que conocimos y aprendimos en los mismos comienzos.
La misma Persona verificada al alma, y hecha cercana, es lo que yo desearía, en la gracia de Dios, sea el fruto de estas meditaciones: “Jesucristo, el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”. Él es tal en Su propia gloria y para nosotros.
En épocas anteriores hubo manifestaciones de Él, el Hijo de Dios, a veces en velada y otras en develada gloria. A Abraham a la puerta de su tienda, a Jacob en Peniel, a Josué bajo los muros de Jericó, a Gedeón y a Manoa, las manifestaciones fueron veladas, y la fe, en más o menos vigor, por medio del Espíritu, descorrió la cubierta y alcanzó la gloria que se ocultaba debajo de ella. A Isaías, a Ezequiel, a Daniel, el Hijo de Dios les apareció en gloria develada; y Él tuvo, por cierto proceso de gracia, que hacer tolerable para ellos el resplandor de la gloria (Isaías 6; Ezequiel 1; Daniel 10).
La Persona, sin embargo, era una y la misma, ya fuera velada o develada. De ese modo, en los días cuando Él hubo realmente (y no como en aquellos días más remotos) asumido carne y sangre, la gloria estaba velada, y la fe se dispuso a descubrirla, como en el tiempo de Abraham o de Josué; y después que hubo ascendido, apareció a Juan en tal resplandor de gloria develada, que algo tuvo que hacerse por Él en gracia, como en el caso de Isaías o de Daniel, antes de que Su presencia pudiera ser tolerada (Apocalipsis 1).
Los tiempos o las sazones no hacían distinción en este respecto. Desde luego, hasta que vino la plenitud del tiempo, el Hijo no fue “hecho de mujer”. Entonces fue que “el Santificador”, según leemos, “participó de lo mismo” carne y sangre con los hijos (Hebreos 2:11,14). Porque carne y sangre en verdad Él tomó entonces, y no hasta entonces; verdadero Pariente de la simiente de Abraham vino a ser en verdad. “Debía ser en todo semejante a Sus hermanos” (Hebreos 2:17). Y todo esto esperaba por su debida sazón, “la plenitud del tiempo”, los días de la Virgen de Nazaret. Pero esas manifestaciones del Hijo de Dios en días más antiguos eran la prenda de este gran misterio, que a debido tiempo Dios enviaría a Su Hijo, “hecho de mujer”. Ellas eran, si es que lo puedo expresar así, la sombra de la sustancia venidera. Y lo que yo he estado observando tiene esto en ello —lo cual es de interés para nuestras almas— que esas sombras fueron hermosamente exactas. Ellas pronosticaron, en formas de gloria y de gracia, los tratos de aquel quien más tarde anduvo y habitó aquí en la tierra en humilde, simpatizante, servicial amor y está ahora colocado en el cielo, como glorificado, el Hijo del hombre, la simiente de la Virgen, para siempre.
Es delicioso para el alma trazar estas semejanzas y estos pronósticos. Si tenemos una gloria velada en el umbral en Ofra, así la tenemos junto al pozo de Sicar. Si tenemos el resplandor de la gloria develada a orillas del Río Hidekel, del mismo modo tenemos la misma gloria en la Isla de Patmos. El Hijo de Dios fue como un viajero a la vista de Abraham al calor del día, y así lo fue para los dos discípulos en el camino hacia Emaús cuando el día iba tocando a su fin. Comió del becerro de Abraham, “tierno y bueno”, como comió del “pez asado y el panal de miel”, en medio de los discípulos en Jerusalem. En los días de Su resurrección, Él asumió distintas formas, que se ajustaran, en gracia, a la necesidad o demanda del momento; como había hecho antiguamente, ya fuera como extranjero o como visitante, ya como simplemente “un varón de Dios” a Manoa y su mujer en el campo, o como un soldado armado a Josué en Jericó. Y es esto, creo que puedo decirlo otra vez, lo que yo especialmente avalúo al seguir estas meditaciones sobre Él —ver a Jesús uno en todo—; y eso, también, cercano y real a nosotros. Necesitamos (si es que uno puede hablar por otros), el ojo depurado acostumbrado a ver, y a deleitarse en tal cielo como debe ser el cielo de Jesús. ¿Será nada, podemos preguntar a nuestros corazones, será nada pasar la eternidad con Aquél que miró hacia arriba, y sorprendió el ojo de Zaqueo en el árbol sicómoro, y entonces, para pasmante gozo de su alma, hizo que su nombre cayera en sus oídos de los mismos labios de Él? ¿Con Aquél quien, sin una palabra de reconvención, llenó el convicto, avivado corazón de una pobre pecadora de Samaria de gozo, y de un espíritu de libertad que sobreabundaba? Seguramente que no ambicionamos otra cosa que una mente sencilla y creyente. Porque no estamos estrechos en Él, y no hay nada para Él como esta mente creyente. Ella lo glorifica a Él aún más allá de los servicios de la eternidad.
La naturaleza, es en verdad cierto, no es igual a esto. Debe proceder de la obra interna y el testimonio del Espíritu Santo. La naturaleza misma se halla subyugada. Ella siempre se delata a sí misma como aquello lo cual, como dice el apóstol, está “destituido de la gloria de Dios”. Cuando Isaías, en la ocasión ya referida, fue convocado a la presencia de aquella gloria, no pudo resistirla. Él recordó su inmundicia, y clamó que era hombre muerto. Todo lo que abarcaba era la gloria; y todo lo que él sintió y conoció en él mismo fue su ineptitud para estar delante de ella. Esto era la naturaleza. Esta fue la acción de la conciencia la cual, lo mismo que en Adam en el huerto busca alivio de la presencia de Dios. La naturaleza en el profeta no descubrió el altar el cual, juntamente con la gloria, yacía en la escena delante de él. Él no percibió aquello que era enteramente igual a darle a él perfecto acogimiento y seguridad, a vincularlo (aunque todavía era en sí mismo un pecador) con la presencia de la gloria en todo su resplandor. La naturaleza no pudo hacer este descubrimiento. Pero el mensajero del Señor de los ejércitos no sólo lo descubre sino que lo aplica; y el profeta se siente tranquilo en la posesión de una limpieza o una santidad que puede medir el mismo “lugar santísimo”, y el resplandor del trono del Señor de los ejércitos.
El Espíritu actúa sobre la naturaleza, sí, en contradicción de la naturaleza: La naturaleza en Isaías —en nosotros todos— queda aparte y avergonzada, inhábil para mirar hacia arriba; el Espíritu nos atrae adentro y hacia arriba en libertad. Cuando Simeón es llevado por el Espíritu dentro de la presencia de la gloria él sube inmediatamente en toda confianza y gozo. Él toma al Niño Jesús en sus brazos. Él no pide permiso de Su madre para hacer eso; él no se siente deudor a nadie por el bendito privilegio de abrazar “la salvación de Dios”, la cual sus ojos vieron entonces. Él había descubierto por medio del Espíritu el altar; y la gloria, por tanto, no estaba más allá de él (Isaías 6; Lucas 2). Y cierto aún, tan cierto como siempre, tan cierto como en los días de Isaías y de Simeón, son estas cosas ahora. El Espíritu conduce por un sendero que la naturaleza nunca holla. La naturaleza queda aparte y está miedosa; sí, regaña allí donde la fe está llena de libertad. Y estas diversas acciones de la naturaleza y de la fe muy bien las podemos recordar para nuestro consuelo y fortalecimiento, según que miramos aún al Hijo de Dios, y meditamos sobre misterios y consejos de Dios relacionados con Él.
El Hijo en la eternidad
Nuestras meditaciones han seguido al Señor desde la eternidad del seno del Padre hasta los días venideros del reino milenario. Hemos vigilado sus ascensos y descensos en las dispensaciones intermedias y señalado los vínculos entre las partes sucesivas en este gran misterio, o los momentos transitorios en las etapas de estas prodigiosas jornadas. Tenemos muy poca libertad de la Escritura (nuestra carta y brújula) para seguirlo a Él más allá. Los Salmos y los Profetas abren la puerta dentro del Reino venidero, y la abren ampliamente. Pero ellos escasamente nos llevan más allá. A lo menos, si ellos nos llevan a saber que hay aún regiones a la distancia, eso es todo lo que hacen. Nunca nos permiten profundizarlas. De este Reino venidero ellos hablan una y otra vez como eterno. Y con razón, como es innecesario que lo diga, pero con razón en este sentido: que no ha de dar paso a ningún otro reino. Como Daniel dice de él: “Y este Reino no será dejado a otro pueblo” (Daniel 2:44). Ha de ser tan intransferible como el sacerdocio del mismo Cristo, el Hijo de Dios. Ha de ser tan duradero como la realeza, continuada por tanto tiempo como la autoridad “establecida de Dios” lo ha de ser; porque no ha de cesar mientras Él “a quien la autoridad pertenece” no tenga algo que hacer por medio de la autoridad. Pero aún así, ella en sazón, desempeñará su oficio y servicio, y entonces cesará. De este misterio, este cesar y entrega del Reino tenemos una intimación verbal o literal en el Salmo 8. Ese Salmo celebra el señorío del Hijo del hombre, en el día de Su poder, sobre las obras de las manos de Dios. Pero este misterio contiene una intimación (como hallamos en un inspirado comentario sobre él en 1 Corintios 15:27-28) de que el día del poder cederá a otro orden de cosas. Tenemos también intimaciones morales del mismo misterio. Por ejemplo, la edad o dispensación que ahora estamos contemplando, ha de ser, como vemos, un reino, el tiempo de un cetro; y, como tal (¿no puedo decir?) debe tener un fin. ¿Podrá ser un cetro el símbolo de la eternidad divina, la eternidad de la presencia de Dios? Un cetro puede ejercer su poder prerrogativa que corresponde a su sazón; pero la Escritura nos llevaría a decir que no podría ser el símbolo de nuestra eternidad en la bendita presencia de Dios. Aun de Adam podría escasamente decirse que haya tenido un cetro. Él tuvo señorío; ¿pero fue exactamente el de un rey? Lo suyo fue señorío y herencia, más propiamente, no un reino. No fue gobierno real, aunque hubo la más completa sujeción a él, y el orden más perfecto. No se desarrolló un reino, en el progreso del trato y la sabiduría divinos, hasta después de mucho tiempo. Y todo esto sugiere, que cuando viene el tiempo de un reino, o el gobierno de un cetro, o el ejercicio de un poder real, tal forma de cosas no será final ni eterna. No puede, yo juzgo, dar reposo a los pensamientos que espiritual y escrituralmente se ejercen hacia Dios y Sus tratos. Un cetro de justicia no es un pensamiento tan elevado ni tan eterno como una morada de justicia; y eso es lo que la Escritura confirma (2 Pedro 3:13). Y más aún, como otra intimación moral de esta misma verdad, el Reino venidero no será sino una condición imperfecta de cosas. No necesitamos determinar hasta dónde puede haber necesidad de él o la demanda de su ejercicio; aun así el poder estará presente para ejercerse a sí mismo. Los profetas, como dijimos, midieron ampliamente este Reino, en su fortaleza, su extensión, su duración, su gloria, su paz y bienaventuranza, y cosas semejantes; pero a más de esto, la presencia de mal y de dolor es contemplada, aunque con autoridad para controlar y recursos para aliviar.
¿No es esta, entonces, pregunto, una mayor intimación de carácter moral de que tal orden de cosas ha de conducir a otro mejor? Seguramente que lo es. Pero hay más que esto aún; el Reino es una cosa delegada, una mayordomía; y siendo tal, podemos decir, en razonamiento divino o escritural, debe dar cuenta de sí mismo, y ser entregado. Pero aquí, amados, las meditaciones sobre Jesús mismo, el Hijo de Dios, invitan de nuevo al alma.
En este carácter de él, al cual me he referido ahora, Su Reino es como el tiempo pasado de Su humillación sobre la tierra, y Su presente tiempo de sacerdocio en el cielo. Todo, en un gran sentido, fue, o es, o será, mayordomía. Él vino a esta tierra nuestra para hacer la voluntad de Dios, y cuando la hubo cumplido, Él la entregó como un sacrificio; Su presente sesión en el cielo es una mayordomía. Como Pontífice allí, Él es fiel, “Fiel al que le constituyó, como también lo fue Moisés sobre toda Su casa” (Hebreos 3:2; Números 12:7). Y conforme a estos modelos será el Reino y poder venideros. Será, como el resto, una mayordomía, aunque algo nuevo, algo que no había sido encomendado a Él o puesto en Sus manos antes; algo, también, muy glorioso y excelente: con todo, será una mayordomía. Y, siendo tal, habrá, a debido tiempo, que darse cuenta de ella, y entregarse. Y tal misterio está lleno de bienaventuranza, si tuviéramos siquiera fe y entrañas para disfrutarlo. Pues según esta manera maravillosa, la sujeción y la obediencia a Dios, de la indecible gloria de la Persona de Aquel que la reconoce y la rinde, y que el hombre, una criatura del polvo, ha desechado y rehusado, recibe tal valor, que todas las escrituras, desde la más alta hasta la más baja, nunca podían haberle impartido, aunque todas hubiesen perseverado en pleno y continuo servicio. Y esta es una preciosa verdad que el alma pierde, en la medida que el enemigo le robe del entendimiento y comprensión que debemos tener de la Persona del Hijo.
El Hijo mismo se deleita en ser todo esto —el mayordomo o siervo de la voluntad de Dios, ya sea en gracia o en gloria, en humillación o en poder—. Y cuando nosotros, en el espíritu de adoración consideramos o recordamos quien es Él a través de todos los cambios y condiciones, podemos decir y diremos, que cambios y condiciones, ya sean las más altas o las más bajas, son nada. ¿Qué, en un sentido, puede levantar a tal Persona? ¿Pueden la gloria y un reino elevarlo a Él? La fe halla fácil de veras ver a tal Persona un mayordomo de poder y señorío y honores reales, cuando Él venga a sentarse sobre un trono, del mismo modo que fue Mayordomo cuando pisó en flaqueza y humillación el sendero de la vida. Tales distancias, en un sentido, no son nada para tal Persona como “el Hijo”. En otro sentido, la distancia, lo sabemos seguramente, es inmensa; porque Él entró en el dolor a su sazón, y entrará en el gozo en su sazón. Todo fue, y es, y será, real para Él, como dijimos antes, y por tanto, en otro sentido, la distancia es inmensa. El “Varón de dolores ‘tomará’ la copa de la salvación”. ¿Será eso nada? A Él que fue despreciado y rechazado, insultado y escarnecido, se doblará toda rodilla, toda lengua jurará. Pero la Persona es la misma a través de todo, Dios y hombre en un Cristo; y la fe, por tanto, lo recibe, que, habiendo sido el Mayordomo de la voluntad y gracia del Padre en días de humillación, Él puede todavía ser el Mayordomo del Reino del Padre en días de ensalzamiento y fortaleza. Y así será, como nos lo dicen Escritura tras Escritura. “Cuando recibiré la congregación”, dice Cristo, anticipando el Reino, “yo juzgaré rectamente” (Salmo 75:2, versión King James); reconociendo así que Él está bajo comisión, o en mayordomía, cuando sea el Reino. Así, a igual intento, Él reconoce que el tiempo de Su recepción del Reino, y la distribución de las recompensas y honores del Reino, no están en Sus manos, sino en las manos del Padre (Marcos 13:32; Mateo 20:23). Toda lengua en aquel día, es lo más seguro, confesará que Jesucristo es Señor; pero entonces, esto ha de ser “para gloria de Dios Padre”. El Señor mismo una y otra vez lo llama el Reino del Padre. Y además, Él será ungido para el ministerio de él, del mismo modo que fue ungido para el ministerio en los días de Su carne (Isaías 11:1-3; 61:1-2). Y más aún (¿puedo decirlo?) Él será Subalterno de Dios durante Su día de fortaleza, como ya Él ha sido, o como una vez fue, en Su día de dolor y flaqueza. Por tanto leemos, “Oraráse por Él continuamente”; según Salomón, el rey típico, por un acto público de intercesión, pone bajo el cuidado del Dios de Israel el reino que había recibido (Salmo 72; 2 Crónicas 6).
Todo esto es intimación moral de que debe haber una entrega del Reino; porque todo esto nos muestra que el Reino es una cosa delegada, una mayordomía; y, como dijimos, esta insinuación moral está afirmada por el razonamiento divino en 1 Corintios 15 y el Salmo 8. Todo es sujeción: Los regios días de poder, los auto-anonadantes días de dolor, los días celestiales de ministerio sacerdotal, todo es igualmente sujeción y servicio. Como Cristo no se glorificó a Sí mismo para ser hecho Pontífice, sino por Él que le dijo: “Mi Hijo eres Tú; Yo Te engendré hoy”; así, podemos decir, tampoco Él se glorificó a Sí mismo para hacerse Rey, sino Aquel que le dijo: “Siéntate a Mi diestra, en tanto que pongo tus enemigos por estrado de tus pies”. “Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí en las nubes del cielo cómo un Hijo de hombre que venía, y llegó hasta el Anciano de días, e hiciéronle llegar delante de Él. Y le fue dado señorío, y gloria, y Reino” (Salmo 2:7; 110:1; Daniel 7:13-14).
Esta es la institución del Reino venidero de Cristo. Y por eso es una cosa delegada, tomada de las manos de otro, para a su tiempo ser devuelta. El Hijo, muy seguramente, será fiel, donde todos los otros han sido hallados faltos. De ellos está escrito: “Dios está en la reunión de los dioses; en medio de los dioses juzga”, pero del Hijo está escrito: “Tu trono, oh Dios, eterno y para siempre; vara de justicia la vara de Tu Reino; amaste la justicia y aborreciste la maldad; por tanto Te ungió Dios, el Dios Tuyo, con óleo de gozo sobre Tus compañeros” (Salmo 45; 82; Hebreos 1). Pero todo esto aún nos dice que Él ostenta el Reino como una mayordomía. Sea la espada o el cetro del Reino, actúe Él como el David o como el Salomón, Él será igualmente fiel. Cuando Él salga a hacer juicio, o a pelear las batallas de Jehová, esto será así; como está dicho de Él: “El Señor a Tu diestra herirá a los reyes en el día de Su furor” (Salmo 110:5). Y otra vez: “Venid, ved las obras de Jehová, que ha puesto asolamientos en la tierra” (Salmo 46:8). Cuando Él se siente sobre el trono, o administre el Reino en paz, esto será así. “En integridad”, dice Cristo el Rey, “de corazón andaré en medio de Mi casa” (Salmo 101:2). Y se dice de Él a Jehová: “Él juzgará Tu pueblo con justicia, y tus afligidos con juicio” (Salmo 72:2). Pero, otra vez yo digo, todo esto insinúa poder delegado, aunque en una mano peculiar. Su Reino perfeccionará aquello que concierne a él, como lo hizo Su muerte una vez para siempre, y como Su sacerdocio celestial lo está haciendo ahora día por día. Y entonces Su cetro será depuesto, cesará el Reino. Como está escrito: “Él entregará el Reino al Dios y Padre”. Y otra vez: “Entonces también el mismo Hijo se sujetará al que le sujetó a Él todas las cosas, para que Dios sea todas las cosas en todos”.
“Para que Dios sea todas las cosas en todos”. Sí, Dios por medio del Hijo, hizo el universo o las edades. Y cuando el universo o las edades hayan discurrido, y desempeñado el fideicomiso confiado a ellos; cuando las dispensaciones hayan manifestado los consejos y las obras y las glorias ordenadas a ellas; el Hijo, como Él en quien fueron encomendadas, y por quien fueron ordenadas, puede bien sujetarse a Él, Quien puso todas las cosas bajo el Hijo, para que Dios sea todas las cosas en todos.
Esta es la sujeción de oficio, la sujeción de Él a quien le fueron sujetas todas las cosas, a Aquel que le sujetó a Él todas las cosas. Ese es el carácter de esta sujeción. En cuanto a la Persona, distinta al oficio, es eterna. El Hijo es de la gloria de la Deidad, como lo es el Padre, y lo es el Espíritu Santo.
El Verbo eterno Tú eres, ¡oh Señor!,
El unigénito Hijo divinal,
Dios revelado en su inefable amor,
Viniendo aquí del orbe celestial.
Digno, ¡oh Cordero de Dios, eres Tú!
¡Doblaos, rodillas, al Señor Jesús!
En Ti expresado en toda perfección
Ya brilla el ser del Padre con virtud;
¡Oh manantial de excelsa bendición,
De la Deidad misma eres “plenitud”!
Del “invisible” imagen Tú, Jesús,
A quien ninguno puede comprender,
Veraz fulgor de “inaccesible luz”,
¡Qué amor has dado al hombre a conocer!
Cual a otros seres, sobrepújanos
Lo que siempre eres en tu propio ser;
Tu nombre, que es El Hijo, sólo Dios,
El Padre tuyo, puede comprender.
No obstante, amándote —en Ti es que Tu Dios
Descanso tiene y Su satisfacción—
Tus santos bendecidos, a una voz,
Su canto elevan con exultación:
Del universo en éxtasis de luz
Glorioso sol y el centro, ¡oh Redentor!,
El tema eterno de löor, Jesús,
De Ti será, ¡oh Amado!, en Tu esplendor.
“Tú eres el Verbo eterno,
Del Padre el Unigénito;
Del cielo el Amado
Dios, visto, oído y manifiesto.
Es el misterio de misterios, la Persona, a lo que estamos mirando. Cuando pensamos bien de Él, aun todo el resplandor del Reino venidero se verá sólo como un velo. ¿Puede el esplendor del trono manifestarle? ¿No serían los honores de Salomón, sí, de los reinos del mundo, un velo sobre la gloria del Hijo, tan realmente como el escarnio del tribunal de Pilato, o las espinas del Calvario? ¿Es el Belemita la medida de Su valor personal más que es el Nazareno? Por tanto, a la fe es fácil ver el Siervo aún, en los días de ensalzamiento como en los días de dolor. Él sirvió como un Siervo, Él sirve como un Sacerdote, Él servirá como un Rey.
Él es el vínculo de vínculos, este misterio que estamos contemplando aquí; y en la fe de él todas las distancias e intervalos desaparecen. Cielo y tierra, Dios y hombre, el Santificador y los santificados, lo más alto y lo más bajo, son introducidos el uno al otro en modos de inenarrable gloria para Dios y de bendición para nosotros.
¡Qué vínculos, qué misterios, qué armonías, qué consejos acerca de los confines de la creación, en las ocultas edades de la divina, eterna sabiduría de la creación! “Vasto como es el curso que la Escritura ha trazado, ha sido un círculo aún, y en la forma más perfecta regresa al punto de donde partió. El cielo que había desaparecido desde el tercer capítulo de Génesis reaparece en los últimos capítulos del Apocalipsis. El árbol de la vida se levanta otra vez junto al río de agua de vida, y otra vez allí no hay más maldición”.
“Aun las mismas diferencias de las formas bajo las cuales el Reino celestial reaparece son profundamente características, señalando como lo hacen, no meramente que todo es ganado de nuevo, pero ganado de nuevo en una forma más gloriosa que aquella en que fue perdido, porque es guardado de nuevo en el Hijo. No es más Paraíso, sino la Nueva Jerusalem; no más el Huerto, sino la ciudad de Dios; no más el Huerto, libre, espontáneo, y no labrado, como la bienaventuranza del hombre en el estado de una primera inocencia hubiese sido, sino la Ciudad, más costosa en verdad, más augusta y más gloriosa, pero al mismo tiempo el resultado de trabajo y dolores seguida hasta una habitación más permanente y más noble, no obstante con piedras las cuales (conforme al patrón de la “piedra angular elegida”), fueron, cada una a su tiempo, laboriosamente picada, y arduamente cuadrada para los lugares que han de llenar”.
Podemos unirnos en estos pensamientos, pero habiendo llegado a la entrega del Reino, estamos en las fronteras del “nuevo cielo” y de la “nueva tierra”. Los cielos y la tierra que ahora son habrán sido la escena de las ejercitadas energías del Hijo, y el testigo de Sus perfecciones en gracia y en gloria, en humillación y en poder, en los servicios del Siervo, el Sacerdote, y el Rey, en la vida de fe, y en el señorío de todas las cosas. Y cuando el Hijo ha sido así manifestado, como en flaqueza y en fortaleza, como en la tierra y en el cielo, desde el pesebre hasta el trono, como el Nazareno y el Belemita, el Cordero de Dios, y el ungido Señor de todo, conforme a la determinación de los consejos eternos, estos cielos y tierra que ahora son habrán hecho todo cuanto tenían que hacer; cuando ellos hayan continuado hasta este despliegue del Hijo, han continuado lo suficiente. Ellos pueden apartarse; y el alma que los ha contemplado por haber cumplido tal servicio puede estar preparada para escuchar esto del profeta de Dios: “Vi un cielo nuevo y una nueva tierra; porque el primer cielo y la primera tierra se fueron” (Apocalipsis 21). Pero, como dije antes, tenemos muy poca libertad por la Escritura (nuestra única carta y brújula) para seguir al Señor más allá del Reino. Hay, sin embargo, características del “cielo nuevo” y la “tierra nueva”, dadas a nosotros en pasajeras y ocasionales observaciones del Espíritu.
Isaías habla del primer cielo y la primera tierra como no recordados cuando venga la nueva creación; insinuando por ello la abundante excelencia de lo último. Y, otra vez, él dice: “Los nuevos cielos y la nueva tierra que yo hago, permanecen delante de Mí”, sugiriendo por esto que este es el estado eterno (Isaías 66:22).
Pablo dice, que después de la entrega del Reino, Dios será “todas las cosas en todos”, indicando por esto, yo juzgo, que todo el poder delegado, toda mayordomía, de los cuales yo he hablado, aun en las manos del Hijo han terminado, como habiendo cumplido su propósito.
Pedro habla de los “nuevos cielos” y de la “nueva tierra” como siendo la morada de justicia; por tal pensamiento llevando a nuestras mentes allende el tiempo del cetro de justicia. Pero Juan, en el Apocalipsis, es más completo: “Y vi un nuevo cielo y una nueva tierra; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron; y el mar ya no es”. Y, otra vez, Juan dice del mismo nuevo cielo y nueva tierra, “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y Él morará con ellos; y ellos serán Su pueblo, y el mismo Dios será su Dios con ellos. Y limpiará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y la muerte no será más, y no habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas son pasadas” (Apocalipsis 21). Esto es bienaventurado: “Las primeras cosas son pasadas”. Las lágrimas han desaparecido; la muerte no es; llanto, dolor y clamor no existirán. No quedará traza de las primeras cosas, del pecado y de la muerte. La tierra milenaria no será testigo de un orden tan alto como ese.
“Las primeras cosas pasaron”. No perdemos nada que haya sido dado o comunicado en Sus consejos de gracia y gloria, en los servicios del Hijo, y en las operaciones del Espíritu. Nada será perdido para nosotros, lo cual nosotros hemos recogido en el progreso de las dispensaciones divinas. Eso no podría ser. Aun los refrigerios pasajeros del Espíritu de los cuales la obra interna de corrupción nos priva en múltiples ocasiones, no se pierden para nosotros. Ellos son el testimonio de aquello que es eterno en su misma esencia. Y en igual manera, toda la desplegada sabiduría de Dios debe ser disfrutada para siempre en su brillante resultado. Ella misma es esencialmente eterna, y jamás nos es perdida. Estas manifestaciones de Dios en Su sabiduría, poder, gracia y gloria, han surgido y se han manifestado en el progreso de las edades, y se han encontrado con una lucha en una escena de acción damnificada, arruinada y degradada, como lo es este mundo nuestro; pero en los “nuevos cielos” y en la “nueva tierra” toda esta lucha en toda forma de ella se termina, y otras manifestaciones serán conocidas en su pleno, triunfante y glorioso resultado.
Delante de Aquel que cabalgaba sobre el caballo blanco, los poderes apóstatas de “este presente mundo malo”, en la hora de su mayor orgullo y osadía, son heridos, y el Señor y Sus santos asumirán gobierno justo en la tierra para la ordenada edad milenaria. Ante Aquel que se sienta sobre el trono blanco, el cielo actual y la tierra pasan, y no se halla lugar para ellos; y Él que se sienta sobre el trono dice, “He aquí Yo hago nuevas todas las cosas”. Seguramente estas son distinciones también llenas de significado, y tan significativas de avance y desarrollo en los consejos y tratos divinos, como cualquier momento anterior.
No será el cetro de justicia, sino la morada, y de conformidad con esto no será el trono del Hijo, sino “el tabernáculo de Dios”. No es autoridad divina sobre la escena, sino el hogar de Dios en la escena.
Ya no será más la tierra que una vez fue manchada con la sangre de Cristo, y ha sido la tumba de mil generaciones, sino “una tierra nueva”, no más los cielos que han sido vestidos de saco, y donde truenos y viento y diluvio han hecho la obra de juicio, y han dado testimonio de justa ira, sino “nuevos cielos”.
Él que tenga sed beberá de la fuente del agua de vida; el que venciere heredará todas las cosas (Apocalipsis 21:6-7). ¡Benditos caracteres del santo! ¡Cuán poco realizados en las almas de algunos de nosotros! Pero aun bienaventurados, cuando podemos siquiera leer de ellos y pensar en ellos; estar en ansiedad por el Dios vivo, y venciendo a este mundo malo.
Yo, sin embargo, diría un poco más. No debemos especular donde no podemos enseñar; no debemos escuchar donde no podemos aprender de Él. Su Palabra escrita es la norma de los pensamientos de todos sus santos, mientras algunos tienen esa Palabra más ampliamente hecha la posesión de sus almas, por medio del Espíritu, que otros. Hemos de saber la norma común, y también nuestra medida personal en el Espíritu. Por tanto, yo haría una pausa aquí; solamente añadiendo un pensamiento el cual ha sido muy feliz para mí mismo: que aunque no vemos esas regiones distantes, podemos confiar en ellas, —podemos confiar en Él, más bien, Quien es el Señor de ellas—. Podemos asegurar nuestros corazones en Su presencia, que ellas serán exactamente lo que nosotros queremos que sean, exactamente lo que nuestras nuevas condiciones demandarían.
El cielo ha sido siempre lo que la tierra necesitó. Al principio el sol estaba allí para gobernar en el día, y la luna y las estrellas para gobernar la noche. Aquellas ordenanzas fueron puestas en el cielo entonces porque ellas resumían la necesidad de la tierra entonces. Pero no había arco iris en las nubes, porque la tierra no necesitaba una señal de que Dios contendería con juicio. El juicio no era conocido. Pero cuando la conciencia hubo sido despertada, y el juicio fue entendido y temido, cuando Dios fue conocido (en Sus hechos) ser justo, y la tierra necesitó un juramento de que en la ira Él recordaría la misericordia, el cielo lució la señal de esa misericordia y la colgó como si dijéramos en su misma frente.
Conforme a este modo, el cielo ya ha cambiado en sí mismo, o se ha ataviado a sí mismo de nuevo, con la necesidad fluctuante de la tierra; y el pasado es prenda del futuro, aunque “un nuevo cielo y una nueva tierra” hayan de ser revelados. Sí, puedo añadir, la tierra milenaria, en su día, conocerá la misma fidelidad del cielo hacia ella. Porque la morada de la gloria se verá estar allí entonces (como el santuario de paz se sabe estar allí ahora, por fe), y la ciudad celestial de esa edad descenderá en ese mismo carácter, en el cual las naciones de la tierra, sus reyes, su gloria y su honra, necesitarán y se gloriarán. El Dios del cielo y de la tierra, en ilimitada e incesante bondad, será, conforme a este antiguo, constante y no desviado trato, siempre e igualmente fiel a la bendición de Sus Criaturas. “Toda buena dádiva y todo don perfecto es de lo alto, que desciende del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Santiago 1:17). Y el “nuevo cielo” y la “nueva tierra” sólo reasumirán el mismo relato de variada pero inagotable bondad. Sólo necesitamos la fe feliz que lo verifica todo para el alma.
“¡La casa de nuestro Padre! nunca más nuestras almas
Con temor y a distancia se prosternarán;
Por la sangre de Jesús a ella entramos,
Y con toda intrepidez ahora adorarán.
“¡Nuestro Padre! el pensamiento nunca hubo soñad
Que amor como el Tuyo pudiera jamás existir
Misterioso amor que a Ti nos acerca
Para que cerca de Ti podamos vivir”.
Que estas meditaciones ayuden a nuestras almas a conocer esta cercanía y esta realidad de las cosas benditas de la fe. Amén.
Autor: J.G.B.