El Nuevo Testamento griego y su traducción
Prefacio de la edición de 1872 del Nuevo Testamento de la versión francesa de J.N.Darby
Introducción
Al presentar al lector esta nueva edición de nuestra traducción de la segunda parte de las Santas Escrituras, llamada Nuevo Testamento, es preciso recordar los principios que nos guiaron en nuestro trabajo, y que proporcionemos algunos datos acerca del plan que hemos seguido en esta segunda edición.
Profundamente convencidos de la divina inspiración de las Escrituras, procuramos traducirlas reproduciendo lo más exactamente posible, en francés, lo que Dios nos dio en otra lengua, desconocida para la mayoría de los lectores de la Biblia. Hemos vertido el griego tan literalmente como lo demandaba la claridad necesaria para la inteligencia de lo que está dicho. La profundidad de la Palabra divina es infinita, y el encadenamiento que existe entre todas las partes del misterio divino no es menos admirable, aunque este misterio no esté revelado como un todo, pues “conocemos en parte y profetizamos en parte”. Por eso encontramos a menudo en la Palabra expresiones que desde el fondo del misterio emanan en la mente del escritor inspirado, y que, con el auxilio de la gracia, abren la puerta a la conexión de las distintas partes entre sí y a la de cada una de estas partes con el todo. Conservar estas expresiones del texto griego perjudica a veces el estilo de la versión; pero cuando la claridad de la frase no se veía afectada, dejamos subsistir expresiones que podían contribuir a hacer comprender todo el alcance de lo que se lee en el texto griego. Pero en los casos en los cuales el francés no permitía traducir el griego literalmente, y la forma de la frase griega parecía contener pensamientos que en alguna medida podían perderse o verse modificados en la expresión francesa, hemos puesto la traducción literal en una nota.
El Textus Receptus y generalidades de los manuscritos
Hay una cuestión que atañe al texto griego mismo, que consideramos importante señalar al lector. Hasta el final del siglo XV, tiempo en el cual se inventó la imprenta, las Santas Escrituras, al igual que los demás libros, sólo existían bajo la forma de manuscritos. La primera impresión de la Biblia se debe al cardenal Francisco Ximénez de Cisneros, pero se conocen aún poco las fuentes a las cuales consultó. Dos años antes de esta publicación, Erasmo ya había sacado a luz una pequeña edición del texto griego, pero no había podido consultar sino muy pocos manuscritos, y aún para el Apocalipsis había tenido a su disposición un solo manuscrito, muy incorrecto e incompleto, cuyo texto venía acompañado de un comentario en forma intercalada, y Erasmo tuvo que poner lo mejor de él para separar el texto del comentario. Más tarde, hacia mediados del siglo XVI, Robert Estienne (Stephanus) publicó en París una edición del texto griego, basada en una comparación que hizo de 13 manuscritos que había encontrado en la biblioteca real, y de un 14º, examinado por su hijo Henri, y que más tarde, de manos de Teodoro de Beza, pasó a la biblioteca de Cambridge. Teodoro de Beza mismo publicó por el mismo tiempo una edición del Nuevo Testamento con una nueva traducción latina.
Todas las traducciones de las Iglesias de la Reforma están basadas en estos textos, y ya habían aparecido cuando los Elzevirios de Holanda, que habían adoptado el texto de Teodoro de Beza como tipo de sus numerosas ediciones, fueron bastante intrépidos para decir en el prólogo de su edición de 1633, que el texto que presentaban, era: «textus ab omnibus receptus», es decir, texto recibido por todos. Este texto, que fue llamado desde entonces «Texto Recibido», ejerció autoridad, en el seno del protestantismo, hasta la llegada de los trabajos críticos modernos, y ha sido generalmente seguido por algunos traductores protestantes modernos. Las traducciones católicas son hechas siguiendo la Vulgata latina.
En cualquier caso, todos los textos de que acabamos de hablar sólo se basan en un número muy limitado de manuscritos. La crítica sagrada también estaba muy poco avanzada en la época en que se publicaron. Luego los temores de las personas que deseaban que la fe no fuese trastornada, impidieron que se suscitara la cuestión de la exactitud del texto así presentado. Pero desde entonces, se examinaron e incluso se descubrieron varios centenares de manuscritos, algunos de los cuales eran de mucha antigüedad. Desde la publicación de mi primera edición, se descubrió el Sinaítico, se publicó el del Vaticano, el de Porfirio (que comprende los Hechos, las epístolas de Pablo, la mayoría de las epístolas universales y el Apocalipsis), y otros más todavía en los «Monumenta Sacra Inedita» de Tischendorf quien empleó varios de ellos para sus ediciones 7ª y 8ª de su Nuevo Testamento. Se examinaron y se compararon con cuidado un gran número de estos manuscritos, pudiéndose así corregir las faltas que los copistas habían introducido en los 13 manuscritos de Estienne (Stephanus), o que, de cualquier otra manera, habían pasado al «Texto Recibido». Los eruditos que emplearon así su tiempo y sagacidad para purificar el texto de las faltas que se deslizaron por el descuido o la presunción de los hombres, formaron un texto corregido, clasificando, según diversos sistemas, y juzgando, cada uno desde su punto de vista particular, los numerosos manuscritos actualmente conocidos. Más adelante damos una lista resumida de los más importantes de ellos.
La investigación en busca del original del Nuevo Testamento
Recordaremos aquí a los principales de estos eruditos. El primero que quizá se deba señalar es Mill, que acumuló un número muy grande de variantes, examinando los manuscritos que encontró en las diversas bibliotecas de Europa. A continuación viene Bengel quien propuso el principio, bien aprovechado más tarde, de una clasificación de los manuscritos en diversas familias. Después de él, Wetstein añadió aún muchas variantes, y publicó una edición de gran valor crítico. Luego Griesbach, Scholz, Lachmann y Tischendorf aprovecharon los recursos proporcionados por sus antecesores en este campo de trabajo, haciendo ellos mismos también nuevas investigaciones.
Griesbach, crítico perspicaz, de juicio sobrio y fino, se basa principalmente en los antiguos manuscritos de letras unciales, cuyo mayor número es de la familia alejandrina; pero consideró otras fuentes y sopesó las distintas autoridades. Distingue tres familias o clases de lecciones o de manuscritos: los manuscritos alejandrinos, los manuscritos bizantinos y los manuscritos occidentales. Su edición, publicada después de los trabajos de Mill, Bengel y Wetstein, asentó ciertamente las bases de la crítica moderna. Scholz imprimió su texto con gran negligencia, presentando una edición desfigurada por muchísimos errores de imprenta. Pretendió basarse en las lecciones de los manuscritos bizantinos, que son seguidos por la masa de manuscritos modernos u occidentales, los que, mucho más que los manuscritos alejandrinos, apoyan el «Texto Recibido» Sin embargo, en realidad, a menudo se apartó de aquella familia, de modo que su texto difiere poco del de Griesbach. En una conferencia que dio en Inglaterra, anunció públicamente que abandonó su sistema, y declaró que en una nueva edición adoptaría preferentemente las lecciones alejandrinas que había rechazado. Lachmann adoptó su propio método, estableciendo de antemano como principio que no podían ser hallados los autógrafos originales del texto; buscó no precisamente acercarse lo más posible a él, sino que, teniendo por cierto que los manuscritos de los cuatro primeros siglos deben ser los más exactos, no quiso examinar ninguno que no perteneciera a esos cuatro siglos. Este sistema es demasiado absoluto para ser seguro.
Tischendorf, de una capacidad de primer orden e infatigable en sus investigaciones, sigue, como Griesbach, principalmente los manuscritos en letras unciales. En su primera edición es un tanto temerario, pero se volvió mucho más sobrio en las ediciones subsiguientes y restableció muchas lecciones que primero había rechazado. Matthaei, contemporáneo de Griesbach, fundó su edición sobre los manuscritos que se encuentran en posesión del sínodo ruso y que pertenecen a la familia bizantina. Siguió también un sistema absoluto, e incluso mantuvo una guerra encarnizada contra aquellos que se ajustaron preferentemente al texto alejandrino.
Se puede añadir a los nombres precedentes, los de Birch, Alford, Meyer, de Wette, Tregelles, que también aportaron de lo suyo a esta obra de la reconstrucción del texto. Otros hombres, sin duda, se han ocupado del mismo trabajo, pero basta con indicar aquí a los principales de entre ellos.
Como decíamos, los eruditos hicieron del texto de los diversos manuscritos, conocidos hasta la fecha, el objeto de un estudio meticuloso y profundo: los clasificaron, y parece que con razón, en dos grandes familias o escuelas de lecciones: los manuscritos orientales o bizantinos, y los manuscritos denominados alejandrinos, pudiendo, sin embargo, el mismo manuscrito variar en sus diferentes partes en cuanto a la escuela que sigue. Por eso, según Griesbach, el manuscrito alejandrino (designado por A) es bizantino en los evangelios y alejandrino en las epístolas; por eso también Porfirio, en 6 u 8 capítulos de los Hechos va tan invariablemente junto con el «Texto Recibido», que apenas lo consultamos después, mientras que en las epístolas pertenece más bien a la escuela alejandrina, aunque no de una manera absoluta.
Los manuscritos Sinaítico (À), Vaticano (B) y Dublín (Z), son los más perfectos ejemplos de la familia alejandrina, siendo de éstos el de Dublín, por lejos, la copia más correcta (no hemos encontrado en él más que una sola falta de este género), pero sólo contiene el Evangelio de Mateo con muchas lagunas. Como copia, el manuscrito del Vaticano es muy superior al de Sinaí, el cual está lejos de ser uno correcto, particularmente en el Apocalipsis donde es todo lo contrario, aun cuando es valioso por contener todos los libros del Nuevo Testamento y por ser probablemente la copia más antigua de todas las que tenemos; pero debemos recordar que no tenemos ningún manuscrito que sea anterior al tiempo en que el imperio se había vuelto cristiano, y que Diocleciano había destruido todos los manuscritos que había podido encontrar. El texto llamado alejandrino es el manuscrito griego más antiguo que tenemos en existencia.
El manuscrito «Alejandrino» (llamado A), no es uniformemente alejandrino en su texto; pero, si hemos de confiar en Scrivener, la versión siríaca llamada Peshitta concuerda más bien con él que con B, y esta versión es la más antigua que conocemos, hecha alrededor de dos siglos antes que los más antiguos manuscritos que conocemos, probablemente a fines del primer siglo o al principio del segundo. No es el caso respecto de la antigua versión latina, bajo sus diferentes formas. Esta versión, llamada bastante incorrectamente «Itala», se acerca aún más al texto alejandrino. Pero aquí se presenta entonces un fenómeno singular: uno de los antiguos manuscritos de esta versión, llamado Brixianus, siempre concuerda con el «Textus Receptus», todas las veces que lo hemos consultado (con una sola excepción). ¿De dónde vino esto? La Vulgata lleva el sello de numerosas correcciones según el texto alejandrino, aunque no siempre lo siga.
Podemos pues poner los manuscritos alejandrinos en el siguiente orden: À, B, Z y L que sigue a B continuamente. Luego viene A y una larga serie de manuscritos unciales que lo acompañan, no tan antiguos ni del mismo valor que los demás, de modo que Alford dijo solamente «A, etc.». Hay otra clase de manuscritos que datan de alrededor del siglo VI, al cual se atribuye Z también. C es independiente, así como Porfirio (P), que en las epístolas sigue principalmente los alejandrinos, pero con bastante frecuencia se aproxima al «Texto Recibido» y a A, particularmente en los Hechos, hasta donde lo hemos examinado. D tiene un lugar peculiar, aunque es característicamente alejandrino. Cuando, en los evangelios, A y B van juntos, podemos estar bastante seguros de la lección, teniendo en cuenta, naturalmente, los otros testimonios. Cuando por el contrario se tiene, por una parte À, B, L ó B, L, y, por otra A, etc., confesamos que no estamos absolutamente seguros de que B, L sean justos. Los manuscritos bizantinos son de una fecha más reciente que los alejandrinos; son generalmente de los siglos VIII, IX y X, mientras que los primeros se remontan a los siglos IV, V, VI, VII y VIII.
Las variaciones del texto no arrojan resultados nada inciertos sobre el conjunto de este texto, aunque en algunos casos muy raros, puedan suscitarse cuestiones sobre algunos pasajes aislados. Nadie, que sepamos, hasta ahora, ha podido dar la historia y el secreto de estas variaciones: el fenómeno permanece sin resolver.
Sólo proporcionamos aquí ideas totalmente generales sobre estos puntos, remitiendo a aquellos que quieran estudiar el tema a los libros y a los prolegómenos, de donde hemos extraído lo que se encuentra en estas breves observaciones.
Como resultado, todos estos eruditos ayudaron al perfeccionamiento del texto del Nuevo Testamento, y demostraron su certeza. La intervención de los eclesiásticos, cosa triste que debe decirse, fue una de las principales causas de los textos dudosos, en parte voluntariamente, en parte inocentemente. Se quiso armonizar los Evangelios; y luego, con menos premeditación, con motivo de la lectura de las distintas partes de las Santas Escrituras en los servicios eclesiásticos, se introdujeron, para mayor claridad, cambios tales como «Jesús» en lugar de «Él o le» cuando se consideró necesario; se quiso hacer concordar el texto de la oración dominical del Señor en Lucas con el de Mateo; se omitió, si creemos a Alford y a la mayoría de los demás editores, “primogénito” (Mateo 1:25), en los manuscritos Sinaítico y Vaticano (y me refiero a ellos porque se trata aquí de los más antiguos manuscritos), porque se temió que se pudiera suponer así que la madre de nuestro Señor tuvo otros hijos; y así para otros errores de distintas clases. Todo eso sin embargo no trajo ninguna gran dificultad: otros manuscritos y versiones (las que son más antiguas que todos los manuscritos), comparados con cuidado, vienen a aclarar los textos. Sin embargo, ningún manuscrito es lo suficientemente antiguo para haber escapado de estas funestas intervenciones; de modo que el sistema que no quiere como autoridades en sí mismas sino los manuscritos más antiguos, sin tener en cuenta ninguna comparación adecuada y sin sopesar la evidencia interna, falla necesariamente en resultado. Las conjeturas no merecen ninguna confianza; pero sopesar la evidencia respecto a los hechos, no es hacer conjeturas.
Tres textos en litigio en el Nuevo Testamento
Las tres cuestiones más graves que se suscitan con respecto al texto son: 1ª Timoteo 3:16, los primeros versículos de Juan 8 y la última parte de Marcos 16. No pronuncio ningún juicio en cuanto a la primera, porque fue objeto de largas disertaciones escritas por un gran número de críticos. Por lo que respecta al principio de Juan 8, no tengo ninguna duda sobre su autenticidad. Agustín nos dice que el pasaje fue omitido en algunos manuscritos poco dignos de confianza, porque se lo consideraba contrario a la moral. Podemos añadir, según nuestro propio examen del texto, que en uno de los mejores manuscritos de la antigua versión latina, se arrancaron dos páginas de este manuscrito que lo contenían, junto con una parte del texto que precede y que sigue. En cuanto al final de Marcos y a su aparente independencia, señalaré que los evangelios nos presentan dos finales distintos de la vida del Señor, a saber: su manifestación a sus discípulos en Galilea, consignada por Mateo, sin ninguna mención de su ascensión, lo que está en perfecto acuerdo con el carácter general de este evangelio; y su manifestación en Betania, donde tuvo lugar su ascensión, que es la parte que Lucas nos relata, lo que corresponde al carácter de su evangelio. Una de las escenas nos muestra al remanente judío reconocido y al evangelio enviado sobre la tierra a las naciones; la otra, al hijo del Hombre elevado al cielo y el mensaje que viene del cielo y que se dirige a todo el mundo comenzando por Jerusalén misma; la una, mesiánica, si podemos decirlo así; la otra, celestial. Ahora bien, Marcos, hasta el final del versículo 8 del capítulo16, nos da la escena final de Mateo; desde el versículo 9, un resumen de Betania y de la ascensión, que forma así una parte distinta, una especie de apéndice.
La providencia de Dios veló sobre su Palabra
Si hemos entrado en alguno de estos detalles, muy sumarios por otra parte, con respecto a la crítica del texto, lo hicimos para disuadir a las personas no versadas en estas materias de aventurarse a sacar conclusiones, y también con el objeto de tranquilizar perfectamente a aquellos que podrían verse perturbados por las cuestiones del texto suscitadas por los eruditos o por pretendidos eruditos. «Las variantes ―dice un entendido traductor moderno―, son no sólo en su mayor parte carentes de interés, sino que se puede decir que ninguna de entre ellas, si fuese admitida como auténtica, introduciría en el texto del Nuevo Testamento algo, ni haría desaparecer nada, que afectara en lo más mínimo ni las verdades de hecho, ni las verdades de dogma que constituyen la esencia del Evangelio.»
Queda así bien establecido que el resultado de todos los trabajos de los eruditos fue más dichoso para todos aquellos que conceden una justa importancia a la integridad de la Palabra. Sin duda, lo repito, la debilidad humana dejó sus rastros aquí también, como en todos los casos en que se confió algo al hombre, pero la providencia de Dios veló sobre su Palabra, de modo que, a pesar de la gran diferencia de los sistemas que los eruditos han seguido para la revisión del texto, ellos, sin embargo, llegaron a resultados casi enteramente idénticos. Aparte de uno o dos pasajes, las diferentes ediciones que se publicaron del texto griego están de acuerdo entre sí casi en todo, por lo que se refiere a las variantes que podrían tener alguna importancia; las variantes que se encuentran, son relativamente poco numerosas, de un carácter secundario y a menudo apenas perceptibles en una traducción, y, como lo dijimos, los trabajos de los eruditos que compararon los numerosos manuscritos actualmente conocidos, tuvieron como feliz efecto descartar las faltas con que las primeras ediciones del texto griego se hallaban contaminadas.
El Textus Receptus y como se utilizaron los manuscritos
Unas pocas palabras harían comprender al lector porqué, ya en nuestra primera edición, abandonamos un texto reconocidamente inexacto en más de un lugar, aunque nosotros mismos no hayamos querido entonces librarnos a una crítica del texto; así, allí donde las principales ediciones ―como las de Griesbach, Scholz, Lachmann, Tischendorf y otras a menudo menos conocidas― se encontraban de acuerdo, hemos seguido el texto tal como ellas nos lo dan, no teniendo ningún motivo para atarnos a un texto menos puro. Por otra parte, no queriendo hacer la crítica, habíamos pura y simplemente conservado el «texto recibido» allí donde estos principales editores no estaban de acuerdo. Al mismo tiempo, tuvimos cuidado de indicar cada vez, en notas, los pasajes de los cuales nos apartábamos del «texto recibido», del cual dábamos también cada vez la traducción; y si en el Apocalipsis ello fue diferente, ello se debe a que, como ya lo dijimos, el Apocalipsis fue impreso por Erasmo de acuerdo con un solo manuscrito muy inexacto, y al cual le faltaba incluso una parte que este erudito tradujo del latín, mientras que en nuestra primera edición, se habían cotejado con más o menos cuidado 93 manuscritos, incluyendo tres con letras unciales, a los cuales se puede añadir ahora el manuscrito Sinaítico y el de Porfirio. No pensábamos que fuera necesario recordar todas las faltas de un solo manuscrito imperfecto. Erasmo hizo lo que pudo, pero no era necesario reproducir, siquiera en nota, errores que no pudo evitar.
En la edición que presentamos, nos remitimos a un estudio detenido del texto; aprovechamos los nuevos e importantes manuscritos que se descubrieron y publicaron (dejando un poco de lado a Scholz, quien dio un paso al costado tras juzgarse a sí mismo), y consultamos a Tischendorf (la 7ª edición), a Alford, a Meyer y a de Wette. Hemos comparado, además, para todos los textos controvertidos, los manuscritos Sinaítico, Vaticano, Dublín, el manuscrito Alejandrino, el de Beza, el manuscrito de Ephraemi, San Gall, Claromontanus, el manuscrito llamado de Laud en los Hechos, Porfirio en gran parte, la antigua versión latina en Sabatier y Bianchini. Para la versión siríaca, debimos informarnos por medio de otros, no conociendo esta lengua nosotros mismos, y no recurriendo, además, a esta fuente más que para constatar la presencia o la ausencia de palabras o de pasajes. Consultamos también el Zacynthius de Lucas, y ocasionalmente a los padres; así como a Estienne, Bezae y Erasmo, y hemos comparado todos los manuscritos que han sido publicados. Sólo aquellos que se ocuparon de similares trabajos saben los cuidados y las penas que demandan. No obstante, nuestro objetivo no es hacer una obra erudita o una edición crítica, sino proporcionar una traducción correcta del texto lo más cierta a la que fue posible llegar; y este trabajo y estos cuidados, los debemos a la Palabra de Dios y a aquellos amados del Señor que se someten a ella.
En la traducción misma, nuestra nueva edición sufrió pocos cambios. Algunos pasajes fueron traducidos con mayor claridad; algunos detalles de inexactitud que la debilidad humana había dejado introducirse, fueron corregidos; algunas palabras similares o pasajes correspondientes se los ha vuelto uniformes allí donde lo estaban en el griego. Este trabajo de detalle y de crítica ha sido enorme y no ofreció a nuestra alma el mismo alimento que la traducción en sí, la cual nos lleva más cerca de Dios. Sin embargo, hemos puesto todos nuestros cuidados, esperando que el lector cristiano recoja el fruto en una mayor exactitud de la nueva edición.
Mayusculas y minusculas
Deseamos que nuestros lectores comprendan bien el motivo que nos obligó a imprimir estas palabras de una manera que a duras penas nos resulta agradable, y que tal vez sea una ocasión de sorpresa para ellos. Hemos adoptado este plan para evitar un inconveniente que nos pareció aún mayor. Al hablar del espíritu, hallamos más de un pasaje en el cual el estado del alma y el Espíritu de Dios están unidos y mezclados de tal manera, que habría sido aventurado o incluso imposible decidir entre una «e» minúscula y una «E» mayúscula. Ahora bien, si hubiéramos puesto una «e» minúscula a la palabra espíritu, y una «D» mayúscula a la palabra Dios, el resultado habría sido más molesto, y, en apariencia al menos, una negación de la divinidad del Santo Espíritu. No teníamos otro recurso que seguir el ejemplo del griego, y no poner mayúsculas excepto a los nombres propios; así pues, cuando la palabra «Dios» es nombre propio, tiene una mayúscula; cuando es apelativo, tiene una «d» minúscula. Seguimos la misma regla en cuanto a la palabra «Cristo», que puede ser nombre propio, o tener el sentido de “ungido”. Este sistema de ortografía, lo repetimos, nos fue desagradable, pero mantiene el fondo de la verdad, lo que hubiese sido imposible si hubiésemos seguido otro. Para los lectores que están habituados a leer el Nuevo Testamento en griego, no encontrarán ningún tropiezo con esto. Los pasajes de Romanos 8:15 y Juan 4:24 (y hay muchos otros) bastarán para hacer comprender la dificultad; en estos dos pasajes, en efecto, hacer la diferencia entre Espíritu con «E» mayúscula y espíritu con «e» minúscula, y luego poner uno u otro, en cualquier caso falsearía el sentido.
El nombre de Cristo
Intencionalmente algunas veces hemos escrito Cristo, y otras el Cristo, es decir, el Ungido, el Mesías. Un examen atento de la Palabra hará ver que, en los Evangelios, la palabra Cristo casi siempre está precedida del artículo, y expresa generalmente lo que un judío hubiese llamado «el Mesías». En las epístolas, al contrario, el uso del artículo es raro y, en la mayoría de los casos, puede depender simplemente de las exigencias gramaticales de la lengua griega, no privando a la palabra Cristo del carácter de nombre propio. En este último caso, el francés rechaza el artículo, y el traductor tiene, pues, que pronunciarse respecto de la intención del escritor sagrado. No podemos afirmar que siempre hayamos logrado discernirla; pero en la mayoría de los pasajes el lector sabrá distinguir fácilmente entre el oficio y el nombre de la persona.