El estudio de la profecía
Introducción
Hay una pregunta que surge a menudo en nuestra mente, y es la siguiente: ¿Qué nos traerá el futuro? ¿Qué será del día de mañana?
Por cierto que esta pregunta no es nueva; centenares de generaciones la habrán formulado antes que nosotros, pero, después de dos guerras mundiales, con sus indescriptibles séquitos de miserias, enfermedades y plagas, y ante el temor justificado de un tercer conflicto que abarcaría todos los términos de la tierra, esta pregunta ha llegado a preocupar, en grado sumo, a nuestros contemporáneos.
Si la última guerra mundial (1939-1945) fue ya tan horrible, con sus encarnizadas batallas, sus armas diabólicas, sus campos de concentración en los cuales la dignidad y el respeto humanos eran reducidos a la nada; con sus bombardeos aéreos y sus destrucciones intencionadas de grandes ciudades, en las cuales perecieron hasta 120.000 almas en una sola noche, ¿qué sería entonces una próxima guerra en la cual los beligerantes hicieran uso de armas más perfeccionadas, de un insospechable poder mortífero? y ¿cuál sería el desenlace? ¿Desaparecería Rusia del mapa, aniquilada por las bombas atómicas, de hidrógeno o bacteriológicas de los Estados Unidos de América y sus aliados occidentales? O, por el contrario, ¿serán subyugados dichos aliados por los ejércitos soviéticos invasores y la acción combinada de sus quintas columnas? ¿Qué ocurrirá?…
Todo esto es causa de un miedo indecible y plantea problemas en el corazón humano sin que nadie, ni los mejores publicistas, ni los más sagaces políticos o «profetas» de nuestro tiempo, sean capaces de contestar a tan angustiosas preguntas.
Nuestro pobre mundo está desquiciado, los hombres andan a ciegas, sin ideal y sin norte, en unas tinieblas espirituales cada vez más densas.
Se habla del “ocaso de Occidente”, de la crisis de la civilización cristiana; los filósofos llegan a analizar el mal de nuestra época, pero son totalmente incapaces de remediar dicha enfermedad.
Y, sin embargo, hay Alguien que puede contestar y resolver todas las preguntas y dudas del corazón humano. Sí, todas.
En efecto, Dios ha hablado y su Palabra ha quedado perenne entre nosotros, recogida en 66 libros que forman la Biblia, biblioteca divina, luz y guía para todas las generaciones. En este Libro Santo, en el cual nos habla el mismo Creador, encontraremos la contestación deseada. Cuando estas preguntas se refieren al estado personal del hombre, el Señor, por medio de su Palabra, revela la íntima naturaleza del ser humano: “No hay justo, ni aún uno… no hay quien busque a Dios… no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno… por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:10-23).
Y si el hombre, convicto de sus pecados, pregunta con afán: «¿Qué es menester que yo haga para ser salvo?» recibe entonces la siguiente respuesta:
Cree en el señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa (Hechos 16:30-31).
Si alguien pregunta por su porvenir personal, la contestación de Dios es clara y no deja lugar a dudas: “Y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras” (Apocalipsis 20:11-15).
Y cuando surge en la mente del pecador, la pregunta: «¿Cómo escaparé de este juicio venidero?», llega asimismo la divina contestación: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna… El que en él cree, no es condenado” (Juan 3:16 y 18).
De la misma manera, Dios se digna contestar claramente las preguntas acerca del porvenir de la tierra, del porvenir de Rusia, de Europa Occidental, de Palestina y de la suerte futura de la humanidad entera. Acaso, ¿no sabía estas cosas el Dios Eterno, aquel… “que anuncia lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad, lo que aún no era hecho. Que dice: Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero?” (Isaías 46:10).
Ciertamente, Dios conoce el porvenir, y lo que es aún más importante para nosotros, en su infinita bondad y misericordia, él quiere revelárnoslo. En efecto, leemos en el Libro del profeta Amós (cap. 3:7): “Porque no hará nada Jehová el Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas”.
¿A quién da Dios las profecías?
La anterior cita del profeta Amós nos da ya la contestación: ciertamente, no al mundo. Desde luego, el porvenir del mundo está ya profetizado. ¿Nos hemos fijado, acaso, en que una parte importante de las profecías la constituye el anuncio del juicio venidero sobre los diferentes pueblos y naciones? Y, ¿no es un hecho notable que aquella parte del libro de Daniel que trata mayormente del porvenir de los pueblos que rodean el Mediterráneo haya sido escrita en arameo y no en hebreo, como el resto del libro? [1]
Sí, Dios ha dado también las profecías para recordar al mundo que el juicio final se aproxima y para que dicho mundo pueda arrepentirse de antemano. Citamos solo a Noé, aquel “pregonero de justicia” (Génesis 6 y 2 Pedro 2:5), quien, mientras edificaba el arca, llamaba a todos al arrepentimiento, y al profeta Jonás, quien vaticinó el juicio que se cernía sobre Nínive (Jonás 3:4).
No obstante, como hemos visto, Dios no se dio a conocer ni se reveló a los incrédulos. Dicen las Sagradas Escrituras que
Los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo (2 Pedro 1:21).
¿Cómo podrían los incrédulos estudiar las profecías con fruto…? Aun cuando creyeran que la Palabra de Dios es la Verdad, ¿cómo podrían escudriñar con corazón apacible la manera en que “la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad”? (Romanos 1:18). ¿Cómo podrían quedarse impasibles al oír decir de Jesucristo, al cual no quieren aceptar: “por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra y debajo de la tierra y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:9-11) y “porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies”? (1 Corintios 15:25).
Y, finalmente, ¿cómo podrían entender con su inteligencia natural, entenebrecida por el pecado, las revelaciones de Dios, dadas a conocer por sus santos varones inspirados por el Espíritu Santo?
Dice la Palabra, por boca del apóstol Pablo: “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:9-16).
Es, pues, imprescindible gozar de dos privilegios para poder estudiar las profecías con tranquilidad y provecho: primeramente, es preciso que uno tenga la certidumbre de ser salvo, habiendo confiado sin reservas en la obra redentora de Cristo en la cruz (lo cual significa que el creyente no pertenece ya a este mundo sobre el cual han de sobrevenir los juicios del Señor); y, en segundo lugar, el Espíritu Santo debe morar en tal hombre. Solamente, pues, los cristianos legítimos, es decir, los que cumplen estas condiciones, pueden entender las profecías (Juan 16:13).
[1] Nota del traductor (N. del T.): La mayoría de estas naciones hablaban el arameo o siriaco, que fue la lengua diplomática durante varios siglos en el Oriente.
El porvenir del diablo
Entonces, ¿cómo es que tan gran número de cristianos no se ocupan de las profecías, ni entienden casi nada de ellas…? Es sencillamente por la gran astucia de Satanás, el cual ha deslumbrado los ojos de ellos, de modo que no advierten la gran importancia del estudio de las profecías. El diablo conoce de sobra la suerte que le está reservada (Apocalipsis 20:1-3), sabe perfectamente que vendrá un tiempo en que Jesucristo avergonzará al reino de las tinieblas hasta que no subsista ya más (Isaías 24:21-22).
Hasta los demonios saben esto, como resulta de la comparación de los tres pasajes del Evangelio en los cuales figura la historia del endemoniado gadareno (Mateo 8:29, Marcos 5 y Lucas 8), y temen ser arrojados al abismo antes del tiempo descrito en Apocalipsis 20. Y el diablo teme –con motivo, por cierto– que si los cristianos se ocupasen del juicio que se avecina contra él, y de la destrucción del mundo del cual él es príncipe, su influencia sobre ellos quedaría deshecha y se produciría entre los cristianos una separación total del mundo, en el cual, sin embargo, siguen viviendo. Porque así lo dispuso el Señor (Juan 17:14-15).
El hecho de que gran parte de la Palabra de Dios sea profecía ¿no prueba, acaso, la importancia que Dios concede a esta, para sus hijos? ¿No concede Dios promesas especiales para los que están escudriñándola? (Apocalipsis 1:3 y 22:7). Si, cuando el Creador de los cielos y de la tierra llama a sus hijos para manifestarles, como Padre, sus pensamientos, y estos hijos no demuestran tener el menor interés en ello (Génesis 18:17; Efesios 1:8-10); y si cuando el Señor Jesucristo dice:
Os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer (Juan 15:15; Apocalipsis 1:1),
hacemos caso omiso de sus palabras, ¿qué debemos pensar respecto a semejante conducta, a semejante ingratitud?
Método de estudio
Si vamos a ocuparnos del contenido de las profecías, puede formularse la siguiente pregunta: ¿Cómo es posible que los resultados de diferentes investigadores se hallen tan en desacuerdo unos con otros?
Así tenemos, por ejemplo, a un exegeta afirmando que la primera bestia que aparece en el capítulo 13 del Apocalipsis es un símbolo de las autoridades políticas de la humanidad entera en todos los tiempos y consideradas como un todo. Otro estudioso de la Biblia pretende ver allí una figura del Anticristo, mientras que el jesuita José María Bover combina hábilmente dichas opiniones al decir: esta “bestia del mar”, la bestia por antonomasia, símbolo del Anticristo, representa las fuerzas políticas o la potencia estatal contra Dios o contra Cristo y su Iglesia. Sube del mar o viene del Occidente porque entonces estaba representada por la Roma Imperial anticristiana. Los adventistas, a su vez, afirman que se trata del papado. En cambio, veremos más adelante que, en realidad, tenemos aquí una representación del Imperio romano.
La respuesta a estas objeciones es la siguiente: para entender los pensamientos del Señor en materia profética, hace falta tener en cuenta dos requisitos esenciales, a saber:
1. que las Sagradas Escrituras son perfectas;
2. que Dios mismo ha dado la clave para su interpretación.
Ciertamente, la Palabra de Dios, la Santa Biblia, es perfecta. Esto significa que no falta nada en ella y que en la misma encontramos todo cuanto es preciso para entenderla. Por ejemplo, no necesitamos ningún libro de arqueología para comprender el sentido espiritual del gran día de la expiación (Levítico 16) o de los enseres del Tabernáculo (Éxodo 25-40), ya que tenemos la divina interpretación en Hebreos y otras epístolas. Lo mismo ocurre en cuanto a las profecías. En ellas tenemos todos los pensamientos del Señor en cuanto al porvenir, tal como a él le ha placido comunicárnoslo. Y no precisamos ciencia humana alguna para comprenderlo, mas al contrario, el uso de estos recursos humanos aumenta el peligro de no discernir ya el verdadero sentido de la profecía. ¡Cuántas veces han sido tergiversadas –y siguen siéndolo– queriendo explicarlas sobre la base de libros de Historia o ajustándolas a determinado sistema teológico de humana invención!
El único método de investigación consiste en averiguar el sentido de las profecías en la Palabra de Dios exclusivamente. Y si, no obstante, se quiere echar mano a los manuales de Historia profana, será para examinarlos de conformidad con lo que las Sagradas Escrituras nos han revelado en sus partes proféticas.
Esto puede ser solo cuando los divinos vaticinios han sido estudiados con la clave que el mismo Señor nos ha entregado: “Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada; porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:20-21). Pues aunque esa profecía haya sido pronunciada por un hombre escogido de Dios, este hombre no era el verdadero autor. Todos aquellos santos varones de Dios que hablaron y escribieron tales profecías no lo hicieron por propia iniciativa, ya que detrás de todos ellos estuvo un Autor: el Espíritu Santo, quien inspiró a todos los profetas para proclamar dichos vaticinios, con el fin de que fueran “la boca de Dios”, el instrumento del cual el Creador se vale para comunicar su voluntad a su pueblo. Así pues, la misma Escritura dice que los profetas no comprendieron muchas veces el sentido de sus propios testimonios. “Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos. A estos se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas” (1 Pedro 1:10-12). Y a Daniel el Señor le dijo que no investigase “las palabras selladas”, porque no estaban destinadas a él (Daniel 12:8 y siguientes).
Las profecías forman un todo
Resulta, pues, de ello, que todas las profecías han sido dadas por medio del Espíritu Santo y constituyen la totalidad de los designios de Dios, los cuales él mismo ha tenido a bien comunicarnos. Si deseamos saber cuál es la voluntad del Señor no basta escoger un solo texto, versículo, capítulo o libro de la Biblia, sino que hemos de tener muy en cuenta la totalidad de la revelación escrita. ¿Qué pensaría usted de un hombre que, teniendo solo parte del plano de una casa, quisiera darle una detallada descripción de todo el edificio…? Diría usted que ese hombre tiene una imaginación exuberante, pero nada más. Porque en este caso solo el arquitecto sabe de qué modo va a construir la casa y usted podrá tener la idea únicamente en caso de que dicho arquitecto formalice su proyecto en un dibujo de situación con todos los detalles y pormenores necesarios, teniendo además el pliego técnico de condiciones. Y si estudia usted todo esto, estando capacitado para comprenderlo, entonces podrá formarse una idea completa de lo que será la casa. ¿Acaso puede usted acertar a la vista de una pequeña pieza de un rompecabezas lo que representará el cuadro entero…? Usted podrá pretender adivinarlo, pero nada más que pretenderlo, y ¡cuántas veces se equivocará ensayando sus diversas combinaciones!
Mas en cuanto sepa usted del dibujo por el modelo, será bastante fácil reproducirlo, viendo entonces a dónde corresponde cada pieza del juego.
Así sucede en cuanto a las porciones proféticas de la Palabra, pues todas ellas, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, representan juntas los futuros designios de Dios. Y solo cuando conocemos los grandes trazos de dichos pensamientos podemos comparar unas profecías con otras, viéndolas cada una con el conjunto o totalidad de ellas. Cotejando versículo por versículo, o porciones de la Sagrada Escritura entre sí, entendemos los pensamientos del Señor, siempre que tengamos además la luz inefable de su Espíritu. Si cada analista bíblico, o sencillo creyente, estudiara las profecías de semejante modo, no se hubieran formulado juicios tan diversos y a veces tan estrambóticos respecto a ellas.
El primer problema que se nos presenta ahora es la manera de hallar las grandes directrices de las profecías. Pues bien, la solución no es tan difícil como a primera vista pudiera parecer, pues el mismo Señor nos la da muy claramente en su Palabra. En efecto, leemos en Apocalipsis 19:10: “El testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía”. Y en el pasaje ya leído de 1 Pedro 1:11: “El Espíritu de Cristo que estaba en ellos (los profetas), el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos”. Y también: “el cual (Dios) se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra” (Efesios 1:9-10). “Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies” (Hebreos 1:13). “Luego el fin, cuando (Cristo) entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia. Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1 Corintios 15:24-25).
El testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía
Ciertamente, ese es el propósito de Dios: glorificar al Señor Jesucristo, aquella Persona de la divinidad que se humanó para realizar la voluntad de su Padre (Hebreos 10:7) y que, mientras estuvo en la tierra, podía decir: “Hago siempre lo que le agrada” (Juan 8:29), y aun: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:34). Quien al fin de su estancia o paso por la tierra, dijo también, trasladándose en espíritu más allá de la cruz:
Yo te he glorificado en la tierra, he acabado la obra que me diste que hiciese (Juan 17:4).
¿Quién conocerá el gozo que experimenta el “Padre de las Luces” en el Señor Jesucristo? Aquel que crecía en gracia para con Dios y los hombres, según nos dicen las Escrituras (Lucas 2:52), aquel sobre quien el cielo se abrió al comenzar su servicio en la tierra, mientras una voz del cielo le decía: “Tú eres mi Hijo amado, en ti tengo complacencia” (Lucas 3:22), y de quien el Padre pudo más tarde testificar, cuando la transfiguración: “Este es mi Hijo amado, a él oíd”. Y él a su vez pudo más tarde testificar “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida” (Lucas 9:35 y Juan 10:17).
¿Qué pluma se atreverá a describir, qué mente humana podrá imaginar, siquiera por un instante, los sentimientos del Padre cuando Cristo fue voluntariamente a la cruz para glorificar al que le había enviado; cuando pagó en el vil leño “no con oro, ni plata, sino con su sangre preciosa”, lo que no debía; cuando glorificó allí de la manera más sublime lo que Dios es: Justicia, Santidad, Verdad, Amor (compárese: Génesis 3:5 – Salmo 22 – Zacarías 13:7 y Romanos 5:8); en una palabra, todo lo que prácticamente había negado el primer Adán; cuando Él, Cordero manso e inocente, fue abatido y abandonado por Dios (tomando el lugar de los perdidos pecadores) porque Dios quería salvar a aquellos impíos? ¿Podemos imaginarnos cuán grande es el anhelo en el corazón de Dios de glorificar a tal persona?
Y ahora, ¿no tendrá Cristo derecho a que la creación entera le sea sujeta? Como leemos en la carta a los Colosenses 1:16: “Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él”. ¿Acaso no tiene derecho el Creador a lo que ha sido creado por él? ¿No le constituyó Dios a él, como Hijo suyo, heredero de todas las cosas, sujetándolas debajo de sus pies? (Hebreos 1:2; 2:6-9).
En el libro del Apocalipsis encontramos otro derecho de Cristo: el derecho de Redentor (cap. 5:5). El Cordero que fue inmolado rescató la herencia que, al ser entregada por Adán a Satanás, había hecho a este último príncipe de este mundo. Cristo pagó el rescate con su preciosa sangre. Él es el verdadero Redentor, quien puede tomar posesión de la herencia y del contrato de venta (compárese Apocalipsis 5:5 con Jeremías 32:7-12). He aquí, brevemente, el resumen de la Revelación, sí, de todas las profecías: El Padre pone al Hijo en posesión de la herencia. Cristo es, en verdad, el centro y objeto de todos los designios y de todas las acciones de Dios Padre. Los sufrimientos del Mesías han sido puestos ya de manifiesto, mas la revelación de su gloria y magnificencia ante el mundo pertenecen todavía al porvenir. La última vez que el mundo le vio fue cuando le desprendieron de la cruz y le pusieron en un sepulcro y, visto que le rechazaron y crucificaron, su próxima manifestación en gloria y majestad irá a la par con el juicio.
Durante la vida terrenal del Señor, los discípulos solo pensaban en las glorias venideras (1 Pedro 1:11), pero no en los sufrimientos del Mesías. Ellos le conceptuaban, por lo visto, como el glorioso libertador del pueblo judío, el cual había de arrojar a los odiados ocupantes romanos, cuyas legiones contaminaban la tierra de Israel. Al mismo tiempo pensaban que iba a derrotar a todos los enemigos, haciendo del pueblo judío la cabeza de las naciones y estableciendo así su trono en Jerusalén. El caso es que, hasta cierto punto, tenían razón; todas estas cosas tenían que tener lugar en el futuro. Mas los discípulos no podían imaginarse que todo esto vendría después de los padecimientos del Mesías. Por eso el Señor resucitado tiene que decir ante los dos discípulos, camino de Emaús: “Oh, insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho. ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y que entrara en su gloria?” (Lucas 24:25-26). Pero, antes de ser crucificado –y en varias ocasiones– el Señor tuvo que decirles que debía padecer y morir (Mateo 16:21; Marcos 8:31-32; 9:31; 10:45; Lucas 9:22; Juan 12:24). Mas, para que su fe en los profetas no sucumbiera, Dios les dio una preciosa confirmación en el monte de la transfiguración. Es notable que en los tres evangelios en los que nos ha sido relatado este acontecimiento, el orden observado es el mismo. Primero habla el Señor de sus sufrimientos: “Y comenzó a enseñarles que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y ser desechado por los ancianos, y por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días. Esto les decía claramente” (Mateo 16; Marcos 8; Lucas 9). Luego anuncia Jesús a sus discípulos que verán al Hijo del Hombre venir “en la gloria de su Padre con los santos ángeles”. Y seis días después tiene lugar:
Propiamente dicho, este acontecimiento no constituye una revelación profética. Es un cuadro en el cual la gloria del reino del Hijo del Hombre y todos los que tomarán parte en él, son representados de una manera clara. Primeramente vemos al Señor, cabeza y centro de todas las bendiciones y glorias; luego a Moisés, tipo de los santos muertos, mas para entonces resucitados; y a Elías, figura de los santos que entrarán en el cielo sin gustar la muerte. Asimismo vemos a los fieles que están en la tierra, sin haber sido glorificados aún, el residuo fiel de Israel, representado por los tres discípulos Pedro, Santiago y Juan. ¡Qué impresión habrá sido la del apóstol Pedro! Cuando ya anciano recordó la escena de la transfiguración, escribió que por ella había sido confirmada la palabra profética (2 Pedro 1:16-19). Ciertamente, la gloria vendrá, y el reino del Hijo del Hombre será establecido en la tierra. Jesucristo avergonzará al reino de las tinieblas, hasta que no exista ya más (Daniel 7:13-14, Mateo 24:30).
El Maligno quiso hacer desaparecer este testimonio; por mano de Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, quitó la vida con la espada a Santiago, el hermano de Juan (Hechos 12:2) y trató de hacer lo mismo con el apóstol Pedro.
Así la consolidación de la palabra profética ya no hubiera tenido autoridad a causa de que cada palabra debe ser confirmada por dos o tres testigos (Deuteronomio 19:15).
Pero Dios vela por su testimonio y Pedro es milagrosamente libertado y, más tarde, revela en sus cartas el poder, el advenimiento y la gloria futura del Señor Jesucristo, y el apóstol Juan, a su vez, nos relata extensamente en el Apocalipsis la “Parusia” o venida del Señor, para establecer el reino de Dios.
Autor: L.H.L