Profecía

La esperanza de la Iglesia

Introducción 

Como cada día se hace más evidente que estamos en los “tiempos peligrosos”, de los cuales el apóstol Pablo hablaba a Timoteo (2 Timoteo 3:1), es importante que el pueblo de Dios esté siempre atento al retorno del Señor. Hace más de ciento setenta años que resonó el grito: “¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle!” (Mateo 25:6). Hasta ese momento, la Iglesia estaba sumida en un profundo sueño, como anestesiada por las diversas influencias del mundo. La verdad acerca del regreso del Señor en busca de sus santos había caído en el olvido, ignorada e incluso negada. Sin embargo, cuando ese grito se hizo oír por la acción del Espíritu de Dios, millares de personas fueron despertadas y arreglando sus lámparas, salieron al encuentro del Esposo. Durante algún tiempo vivieron en la diaria esperanza de su retorno. El efecto producido en sus corazones y sus vidas fue tan poderoso que las apartó de todo lo que no convenía a Aquel a quien esperaban. Con los lomos ceñidos y las lámparas encendidas, fueron semejantes a hombres que aguardan a su señor (Lucas 12:35-36). Desde entonces, la doctrina de la segunda venida[1] ha sido comprendida y enseñada por cada vez mayor número de creyentes. Esta verdad sin duda alguna ha sido el ánimo y el consuelo para muchos cristianos piadosos. Hoy en día, uno puede preguntarse si ella no ha perdido su frescor y su poder para numerosos santos. Es evidente que el principio de la separación se ha relajado más y más; la mundanalidad aumenta; los hijos de Dios se permiten asociaciones que en otro tiempo habían dejado. Muchos de entre nosotros, pues, están en peligro de dormirse una vez más, aunque tengamos a flor de labios la doctrina de la esperanza.

Ahora insistimos nuevamente a fin de que la verdad a este respecto penetre en los corazones y las conciencias de los creyentes. El Señor está cerca y anhela que los suyos estén despiertos, deseando y esperando ardientemente su retorno. “Es ya hora de levantarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos” (Romanos 13:11). “Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:37). Jesús mismo dijo: “Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles” (Lucas 12:37).

A través de la Escritura mostraremos las pruebas de que la venida del Señor Jesús es la esperanza que caracteriza a la Iglesia. Casi cada libro del Nuevo Testamento lo atestigua. Citaremos algunos versículos para suprimir toda duda al respecto.

Primeramente, el Señor mismo preparó a sus discípulos para mantener, después de su partida, la expectativa de su retorno. “¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, al cual puso su señor sobre su casa para que les dé el alimento a tiempo? Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así. De cierto os digo que sobre todos sus bienes le pondrá” (Mateo 24:45-47). Luego el Señor continúa describiendo al siervo malo, quien dice: “Mi señor tarda en venir” (v. 48), e indica el castigo al cual éste se expone. Las dos parábolas que siguen (la de las vírgenes y la de los talentos) aluden también claramente a la venida del Señor.

Igual pensamiento se encuentra en Marcos. “Mirad, velad y orad; porque no sabéis cuándo será el tiempo. Es como el hombre que yéndose lejos, dejó su casa, y dio autoridad a sus siervos, y a cada uno su obra, y al portero mandó que velase. Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad” (Marcos 13:33-37).

En el evangelio de Lucas, la misma verdad está repetida varias veces. Ya hemos citado el pasaje sorprendente de Lucas 12:35-37. Se le puede agregar otro: “Dijo, pues: Un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir un reino y volver. Y llamando a diez siervos suyos, les dio diez minas, y les dijo: Negociad entre tanto que vengo” (19:12-13). Allí, como en Mateo, le encontramos volviendo y examinando qué uso sus siervos habían hecho del dinero que les había confiado (v.15).

Ahora vamos al evangelio de Juan. Los discípulos estaban sumidos en la tristeza ante la perspectiva de que su Señor iba a dejarles. ¿Cómo responde Él al estado del corazón de ellos? Dice: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:1-3).

Los cuatro evangelios se aúnan, pues, en un testimonio preciso acerca del retorno del Señor para buscar a los suyos y proclaman que este acontecimiento debe constituir su esperanza durante la ausencia de Él. Pasemos ahora a los Hechos y a las epístolas.

Después de su resurrección, el Señor se apareció a los discípulos “durante cuarenta días y hablándoles acerca del reino de Dios” (Hechos 1:3). Luego, al llegar el momento de su subida, los condujo hasta Betania (Lucas 24:50). Cuando hubo terminado de darles sus instrucciones, “fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos. Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (Hechos 1:9-11). ¡Qué lenguaje más preciso, más significativo! ¿Cómo podría ser mal interpretado? Ellos habían visto cómo su Señor los dejaba. Se había elevado de la tierra; le habían mirado hasta que una nube le recibió y le ocultó de sus ojos. Mientras están allí, mudos de asombro, reciben ese mensaje, según el cual Jesús volvería de la misma manera, tal como le habían visto subir al cielo. Es lamentable que conociendo esas palabras tan precisas, la Iglesia haya perdido la esperanza del retorno del Señor.

El testimonio de las epístolas no es menos claro y categórico. “Nada os falta en ningún don, esperando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 1:7). “Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo” (Filipenses 3:20). “Os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo” (1 Tesalonicenses 1:9-10; ver también 2:19; 3:13; 4:15-18; 2 Tesalonicenses 1:7; 2:1; 3:5). “Aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13). “Así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan” (Hebreos 9:28; véase también Santiago 5:7-8; 1 Pedro 1:7, 13; 2 Pedro 3; 1 Juan 3:2; Apocalipsis 3:11; 22:12, 20).

Aunque estos pasajes de las Escrituras no sean más que unos pocos de aquellos que podrían ser citados, revelan cuán extensamente es tratado el tema en la Palabra de Dios. Al considerarlo, la razón de ello es que la vuelta del Señor está íntimamente ligada —como mezclada— a la esencia misma del cristianismo. Quite usted la esperanza del retorno del Señor y suprimirá el verdadero carácter del cristianismo. Ésta no es una doctrina que uno pueda aceptar o rechazar a su antojo, sino que ella integra la verdad misma. Ella está en relación con la vocación y la posición del creyente, su vínculo con Cristo y su dicha futura. Por eso Pablo recuerda a los tesalonicenses que se habían convertido para esperar del cielo al Hijo de Dios. Hoy cada creyente es convertido con el mismo fin. Sin esta esperanza y sin esta expectativa el creyente ignora su parte en Cristo.

Resulta, pues, que la actitud normal del creyente es esperar a Cristo. Más aun: todos aquellos que son conducidos sobre el terreno cristiano tienen este carácter distintivo, aun cuando no se den cuenta de ello. La Palabra dice que las diez vírgenes, de las cuales cinco son insensatas, toman sus lámparas y salen al encuentro del Esposo. Incluso aquellas que no tienen aceite afirman esperar a Cristo.

¿Cuál es su actitud? ¿Espera usted la venida del Señor Jesús? Esta bienaventurada esperanza ¿regocija su alma durante su solitario peregrinaje? ¿Están sus ojos siempre fijos en la Estrella resplandeciente de la mañana o, en cambio, las cosas presentes le absorben a tal punto que, a semejanza de las vírgenes, está adormecido? Si lamentablemente ello fuera así, quiera Dios que las palabras: “He aquí yo vengo pronto” (Apocalipsis 22:12) y “¡Aquí viene el esposo” (Mateo 25:6) le despierten mientras es tiempo, para que Su venida repentina no le encuentre durmiendo. Quizá conoce usted la verdad de Su venida; pero la cuestión es: ¿Espera usted a Cristo? Conocer la doctrina es una cosa; algo muy diferente es vivir hora tras hora y día tras día con la esperanza del retorno del Señor. Si usted espera, todos sus afectos estarán concentrados en Aquel a quien está esperando. Se alejará de todo lo que no es según Su pensamiento y Su voluntad. No estará ligado a aquello que tiende la naturaleza. Con un corazón desbordante de gozo usted podrá responder al anuncio que Él hace acerca de su pronta venida: “Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22:20).


[1] Nota del E.: Para aclarar la exposición del tema usaremos las palabras “venida”, “aparición”, “manifestación” y “revelación” con el siguiente significado:

– “venida”: retorno de Cristo para arrebatar a su Iglesia e introducirla en la morada del Padre (Juan 14:2-3).

– “aparición”, “manifestación” y “revelación”: vuelta de Cristo con los suyos a esta tierra para establecer su reino después de los juicios.

La versión Reina-Valera utiliza a veces indistintamente los cuatro términos.


 ¿Esperanza actual o futura?

Se impone ahora la pregunta acerca de si la venida del Señor es una esperanza inmediata o si debemos atenernos a acontecimientos que la precederán. Es un punto vital. Consideraremos cuidadosamente la enseñanza de las Escrituras sobre este tema.

De una manera general, se puede decir que hay tres palabras empleadas en el texto griego original del Nuevo Testamento en relación con la segunda venida. La primera palabra es «parousia», la que significa sencillamente «venida» o «presencia». Ella se aplica tanto a la venida de un individuo cualquiera como a la de Cristo. Véase como ejemplo de su empleo en relación con un individuo cualquiera: 1 Corintios 16:17; 2 Corintios 7:6; Filipenses 1:26. Se la encuentra quince veces en relación con el retorno de Cristo: Mateo 24:3, 27, 37, 39; 1 Corintios 15:23; 1 Tesalonicenses 2:19; 3:13; 4:15; 5:23; 2 Tesalonicenses 2:1, 8; Santiago 5:7, 8; 2 Pedro 1:16; 3:4. El empleo del término —por su significación propia— es general y por sí mismo no indica el carácter preciso del acontecimiento al cual está asociado. Se le encuentra también, como se ve a través de los pasajes citados, tanto en Mateo 24 como en 1 Tesalonicenses 4.

Una segunda palabra es «apokalupsis», que significa «revelación». Cristo vendrá de una manera visible; será visto por todos los hombres en la tierra. Ésta se encuentra cuatro veces: 1 Corintios 1:7; 2 Tesalonicenses 1:7; 1 Pedro 1:7, 13, al cual también se podría añadir 1 Pedro 4:13. Este término siempre se refiere a la revelación de nuestro Señor desde el cielo, es decir, a su venida con sus santos y en juicio para la tierra.

La última palabra es «epiphaneia», la cual significa «aparición» o «manifestación». Está empleada una vez en 2 Timoteo 1:10, a propósito de la primera venida del Señor, y cinco veces (si incluimos 2 Tesalonicenses 2:8, donde se encuentra juntamente con «parousia»), para designar su venida futura.

Aun se puede agregar que, cuando el Señor mismo anuncia su venida, como en Apocalipsis 22:7, 12, 20, él se vale de la palabra griega «erchomai»: “vengo”.

La dificultad es la siguiente: Si tenemos que esperar la aparición o la revelación de Cristo en juicio para la tierra y para reinar, es evidente que no podemos alentar la esperanza del retorno inmediato del Señor en el aire. La Escritura nos enseña, en efecto, que muchos acontecimientos deben preceder a su aparición en gloria. Así, por ejemplo en 2 Tesalonicenses 2:8, el “inicuo” o, en otra palabra, el anticristo, aparece primeramente en la escena. Ello requiere, como se nos enseña, la restauración de los judíos en su propio país, la reconstrucción de su templo y el restablecimiento de sus servicios religiosos (Mateo 24:15; Daniel 9:26-27; Apocalipsis 11 a 13, etc.). Además, ellos deben pasar, en ese caso, por la gran tribulación con todos sus terrores, antes de la aparición del Señor.

En primer lugar, no se puede negar que se habla de creyentes que aguardan la aparición (véase nota página 6) o revelación de Cristo (manifestación pública vista por todos les hombres), tanto como su venida. En 1 Corintios 1:7, el apóstol Pablo dice: “Nada os falta en ningún don, esperando la manifestación (apokalupsis) de nuestro Señor Jesucristo”. Al escribir a Timoteo, le dice: “…que guardes el mandamiento sin mácula ni reprensión, hasta la revelación (epiphaneia) de nuestro Señor Jesucristo” (1 Timoteo 6:14). Y aun en su epístola a Tito: “…aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación (epiphaneia) gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13).

Los creyentes de la época actual, es decir, la Iglesia, ¿permanecerán en la tierra, pues, hasta la aparición de Cristo? Al examinar cuidadosamente la Escritura se ve que hay dos acontecimientos distintos y claramente definidos: la venida del Señor Jesús para buscar a sus santos (1 Tesalonicenses 4:15-17) y la venida de Cristo con sus santos (3:13). Pablo nos enseña con la mayor precisión en Colosenses que la venida de Cristo con sus santos tendrá lugar en el momento de su aparición: “Cuando Cristo, vuestra vida se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Colosenses 3:4). Así, los santos tienen que haber sido levantados para estar con él antes de su retorno a la tierra en manifestación pública.

Si dejamos por un momento la dificultad mencionada más arriba, con el único propósito de darle una solución más completa, podemos preguntar: ¿Hay algo —que la Palabra enseñe— que se interponga entre el cristiano y el retorno del Señor? En otras palabras, ¿puede el cristiano estar continuamente en espera de Cristo? La enseñanza de nuestro precioso Salvador ha sido citada en la primera parte de este artículo y, tanto en la parábola de las vírgenes como en la de los talentos, no se autorizan sacar otras conclusiones de sus palabras. Las vírgenes que se adormecieron son las mismas que se despiertan al grito de “¡Aquí viene el esposo!”, y los siervos que recibieron los talentos son los mismos que rinden cuentas a su regreso (Mateo 25:1-30).

Al leer los versículos en los cuales el Señor habla de su venida, no dudamos un solo instante de que Su anhelo es que esperemos su retorno en cualquier momento, incluso el más inesperado (ver Marcos 13:34-37; Lucas 12:35-37; Juan 21:20, 21, etc.).

Pablo emplea un lenguaje de igual significado. Al escribir a los corintios acerca de la resurrección de los cuerpos de los creyentes, hace énfasis en decir —por el Espíritu— “He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados” (1 Corintios 15:51). En 1 Tesalonicenses 4:15 dice: “…nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor…”. Está claro que, al emplear la palabra “nosotros”, Pablo se incluía entre aquellos que se hallasen vivos en el momento del retorno del Señor. Nada le impedía pensar que la venida del Señor en busca de los suyos tendría lugar mientras él —Pablo— estuviera todavía en la tierra. También Pedro pensaba que ello fuera probable, tal como surge del hecho que él recibió una revelación especial informándole que debía pasar por la muerte (2 Pedro 1:14). Los términos del penúltimo versículo de la Palabra inspirada: “Ciertamente vengo en breve” (Apocalipsis 22:20) no hacen más que reforzar la misma conclusión.

A pesar de todo, subsiste la pregunta: ¿Quedarán los cristianos —la Iglesia— en la tierra hasta la aparición en gloria del Señor? Comparemos Mateo 24 con Colosenses y hallaremos la respuesta, precisa y sencilla. “E inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mateo 24:29-31). Tenemos aquí el orden de los acontecimientos en ocasión de la aparición del Hijo del hombre, y el lector notará que se suceden: 1) la tribulación; 2) el desarreglo de los astros; 3) la señal del Hijo del hombre en el cielo; 4) la lamentación de las tribus de la tierra; 5) la visión del Hijo del hombre viniendo, etc., mientras los escogidos están todavía en la tierra y no están reunidos. En Colosenses 3:4 está escrito: “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria”. En Apocalipsis también, cuando Cristo sale del cielo para ejecutar el juicio (su aparición), “los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio le seguían en caballos blancos” (19:14). ¿Quiénes son ésos? Sus vestiduras son características y dan la respuesta; en el versículo 8 vemos que “el lino fino es las acciones justas de los santos”.

Es evidente, pues, que los escogidos de Mateo 24 no pueden ser la Iglesia, ya que los santos que la componen aparecen con Cristo. En efecto, son los escogidos de Israel, el residuo judío. Dios los preparó por su Espíritu para el tiempo en que el Señor vendrá súbitamente a su templo (Malaquías 3:1).

Se concluye que el Señor Jesús vendrá a buscar a los cristianos antes de su aparición. También destruirá al anticristo “con el resplandor de su venida” (2 Tesalonicenses 2:8). Por consecuencia, el arrebatamiento de la Iglesia debe tener lugar antes de que el “inicuo” se ensalce y también antes de la gran tribulación, ya que ésta se halla en relación con el tiempo del anticristo.

Todos los acontecimientos antedichos, los cuales son aguardados antes de la aparición del Señor, están en relación con la restauración de Israel, el pueblo terrenal de Dios y con los designios del hombre de pecado, el hijo de perdición (el anticristo). Según lo revelan las Escrituras, no debemos esperar ningún acontecimiento especial entre el momento actual y la venida del Señor para buscar a los cristianos.

¿Cómo, pues, podemos explicar que la Escritura hable de esperar la aparición tanto como la venida, puesto que, cuando Cristo aparezca, nosotros apareceremos con él? Cada vez que se plantea la cuestión de la responsabilidad, el objetivo es la aparición y no la venida, porque, como la tierra es la escena de la responsabilidad, ella será también la escena de la recompensa. Ello no cambia el hecho de que la venida de Cristo en busca de sus santos en cualquier momento sea la esperanza del creyente. Por otra parte, ello arroja más luz acerca de los designios de Dios en cuanto al gobierno de su pueblo y hace resaltar un nuevo rasgo de la perfección de su manera de obrar para con sus servidores. Al partir, el Señor les confió dones para su servicio, diciéndoles: “Negociad entre tanto que vengo” (Lucas 19:13). La responsabilidad de los siervos en cuanto al empleo de lo que les fue confiado sólo se extiende a su estadía en la tierra. Por eso el resultado de su responsabilidad será declarado cuando el Señor vuelva a la tierra. Sin embargo, no sólo hallamos este principio en el uso de los dones, sino también en relación con toda clase de responsabilidad de los santos. Los corintios no carecían de ningún don de gracia mientras esperaban la revelación de nuestro Señor Jesucristo (1 Corintios 1:7). Los tesalonicenses eran exhortados a mirar más allá, hacia el bendito desenlace de sus persecuciones, hacia el momento en que el Señor Jesús sea revelado desde el cielo con los ángeles de su poder (2 Tesalonicenses 1:7). Timoteo debía guardar “el mandamiento sin mácula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo” (1 Timoteo 6:14). Entonces Él viene “para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron” (2 Tesalonicenses 1:10). También tendrá lugar la manifestación pública del resultado del camino del cristiano en el mundo. Es el final y la cosecha del servicio del creyente, como así también el momento en el cual los derechos del propio Señor Jesús serán declarados y reivindicados. En consecuencia, bajo este aspecto está dicho que amamos su aparición (2 Timoteo 4:8, V.M.).

Como lo hemos mostrado según las Escrituras, el Señor volverá por los suyos antes de su aparición en gloria. Por eso dirijamos nuestras miradas hacia su venida. Es el objeto propio de la esperanza cristiana. Si nuestros corazones están pendientes de Él, desearemos el momento en el cual, según su Palabra, él vendrá para tomarnos consigo, a fin de que, allí donde él está, nosotros también estemos (Juan 14:3). Tal es, pues, nuestra actitud. Como los israelitas, la noche de la Pascua, esperaban la señal de partida con sus lomos ceñidos, sus calzados en sus pies y el bordón en sus manos (Éxodo 12:11), nosotros también deberíamos tener ceñidos nuestros lomos y nuestras lámparas encendidas, esperando al Señor, quien descenderá del cielo “con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios” para levantarnos de esta escena terrenal y tomarnos consigo para siempre (1 Tesalonicenses 4:16-17). ¿Mantenemos permanentemente esta actitud? ¿Empezamos el día con el pensamiento de que antes de llegar la noche podemos ser transportados a la luz sin sombras de su presencia? Y cuando nos acostamos por la noche ¿recordamos que antes de despuntar la aurora podemos ser arrancados de nuestros lechos? ¿Están todos nuestros asuntos en un orden tal que no tengamos necesidad de cambiar nada si al momento siguiente debemos estar con el Señor? ¿Son emprendidos y proseguidos todos nuestros proyectos, todas nuestras ocupaciones con esta maravillosa perspectiva ante nuestros ojos? Nada de menos debería satisfacer a aquellos que viven en espera del Señor. ¡Quiera Él conducirnos en sumisión al poder de esta preciosa verdad, para separarnos cada vez más de todo lo que no conviene a su persona, ocupar y absorber nuestros corazones, presentándose ante nosotros en toda su belleza como la estrella resplandeciente de la mañana!    


El arrebatamiento de los santos

Cuando el Señor vuelva en busca de sus rescatados, tendrán lugar dos acontecimientos simultáneos: la resurrección de los muertos en Cristo y la transmutación de los creyentes vivos. Todos serán arrebatados juntamente en las nubes al encuentro del Señor en el aire. “Así estaremos siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:16-17). El Señor Jesús expresó esta verdad, aunque en ese momento ella haya sido difícilmente captada sin la luz de las epístolas. En camino a Betania, después de la muerte de Lázaro, Él declaró a Marta: “Tu hermano resucitará. Marta le dijo: Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero. Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Juan 11:23-26). Tenemos aquí las mismas dos clases que en 1 Tesalonicenses 4: aquellos que han creído en Cristo, pero que murieron antes de su retorno, vivirán; y aquellos que están con vida y creen en Él, no morirán jamás.

Para que el asunto sea claro y sencillo, es preciso demostrar primeramente que sólo los creyentes serán resucitados de entre los muertos en ocasión de la segunda venida de nuestro Señor. Esta doctrina, aunque claramente enseñada en la Escritura, es ignorada por una parte importante de los cristianos. El pensamiento ordinario es que, en el fin del mundo, después del milenio, habrá una resurrección tanto de creyentes como de incrédulos; que todos juntos comparecerán ante el tribunal y que entonces será fijado el destino eterno de cada uno. Pero esta concepción teológica, aunque enseñada y aceptada por muchos, no sólo carece de fundamento en la Palabra de Dios, sino que es directamente opuesta a ella.

Citaremos algunos pasajes de los evangelios además del de Juan 11. Al descender del monte de la transfiguración, Jesús ordena a sus discípulos que no cuenten a nadie lo que han visto, sino cuando el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos (Marcos 9:9-10). Ellos creen, como Marta, que habrá una resurrección en el último día; pero hasta entonces jamás han oído hablar de una resurrección de entre los muertos, lo que provoca su asombro. Aquí se trata de la resurrección del propio Cristo. Como Él es las primicias de los suyos, su resurrección es al mismo tiempo la prenda y la figura de la de ellos.

En Lucas 14:14 encontramos la expresión “la resurrección de los justos”, y en el versículo 35 del capítulo 20 el Señor habla de “los que fueron tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos”. La frase de la cual se vale el Señor no puede ser interpretada más que como referente a una resurrección parcial. Aquellos que participarán de esta resurrección dejarán a otros tras ellos, en sus tumbas.

La enseñanza de Juan 5:28-29 lleva a la misma conclusión. Se notará que en el versículo 25 el término “hora” engloba una época entera: “Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán”. Esta hora empezó en ese momento y dura todavía hoy, según el versículo precedente: “El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida”. Ello caracteriza a todo el período de la gracia y subsistirá hasta el retorno del Señor. Asimismo, la palabra “hora” del versículo 28 incluye a toda una época: “No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación”. En este versículo distinguimos claramente dos resurrecciones: la de vida, que tendrá lugar a la venida del Señor y la de juicio, después de finalizar el milenio (Apocalipsis 20:11-15).

En las epístolas encontramos declaraciones aun más precisas. El tema de 1 Corintios 15 es la resurrección del cuerpo; no la del cuerpo de todos, sino solamente de los creyentes. Los incrédulos muy pronto se darán cuenta de la desaparición de los redimidos. Después de haber mostrado las consecuencias de la falsa doctrina en cuanto a que no hubiera resurrección, el apóstol establece la verdad: “Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho. Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo en su venida” (v. 20-23). Es un lenguaje muy exacto y explícito. También 1 Tesalonicenses 4:16-17 dice: “Los muertos en Cristo resucitarán primero —el apóstol no tiene a nadie más en vista—. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos”. Los incrédulos no están comprendidos entre éstos.

Leemos en Apocalipsis 20:4 que algunos “vivieron y reinaron con Cristo mil años”. Veremos más adelante la aplicación de este texto. Nuestra atención está dirigida a la siguiente declaración: “Los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Ésta es la primera resurrección” (v. 5). Algunos comentadores quisieron probar que aquí se trata de una resu­rrección espiritual (cualquiera sea el sentido de esta expresión). De ser así, la resurrección del final del capítulo no sería literal; entonces ellos llegan a probar, como los falsos maestros de Corinto ¡que no hay resurrección de muertos! No, este lenguaje tan claro no deja margen para el error, sobre todo si se lo considera en relación con los otros pasajes citados. Él pone fuera de duda que el designio de gracia de Dios era que los creyentes resucitaran de entre los muertos a la venida del Señor. Es lo que se llama la primera resurrección. De ahí el término de “primicias” aplicado a la resurrección de nuestro Señor (1 Corintios 15:20). Él es las primicias de la cosecha de los suyos que debe ser hecha a su venida (ver Levítico 23:10-11).

Sin embargo, hay un pasaje que, a los ojos de aquellos que no examinaron el tema, podría parecer que contradice lo que precede. Es el de Mateo 25, en el cual las ovejas y los cabritos se hallan reunidos en el mismo momento ante Cristo. Comúnmente se piensa que es una descripción del juicio final, y a menudo es citada para negar una resurrección distinta y previa de los creyentes. Pero un simple examen de las palabras empleadas por el Señor mostrará que Él no hace alusión al tema de la resurrección: “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos” (v. 31-32). Se trata, en consecuencia, de su aparición, de su reino y de su juicio sobre los vivos y no sobre los muertos. No se habla de “naciones” acerca de los muertos. Tal palabra designa a los vivos. Hay tres clases de gentes: las ovejas, los cabritos y los hermanos del rey. Este hecho por sí solo da la interpretación de toda la escena, mostrando de una manera concluyente que es el juicio de las naciones vivientes, como consecuencia de la aparición del Hijo del hombre en su gloria y de la asunción de su trono. Los “hermanos” (v. 40) son los judíos que serán enviados como mensajeros del rey para anunciar su reino. Aquellos que los reciban —a ellos y su mensaje— son las ovejas y aquellos que los rechacen son los cabritos. Su relación con el rey depende del trato que hayan dispensado a sus mensajeros (véase acerca de este principio Mateo 10:40-42).

La vuelta del Señor es, pues, para buscar a los suyos, muertos o aún vivos, según su palabra: “Si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo” (Juan 14:3). Examinemos ahora la forma en que vendrá y el arrebatamiento de los santos. Tenemos la instrucción más precisa sobre el tema en un pasaje ya citado; pero vale la pena repetirlo: “Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él. Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:13-17). El alcance de este importante pasaje a veces es desconocido porque no se presta atención a su declaración exacta. Los cristianos de Tesalónica no dudaban de su porción en Cristo cuando Él viniera, pero suponían que aquellos que se hubieran dormido antes de este acontecimiento sufrirían una pérdida. Para corregir este error el apóstol da una instrucción “en palabra del Señor”, es decir, por una revelación especial sobre este tema. Él manifiesta, pues, que a todos los que duermen en Jesús, Dios los llevará consigo, consecuencia de la fe personal en la muerte y resurrección de Cristo. Luego explica cómo ello será posible. Esta enseñanza es el tema de la revelación especial de la cual hablamos. El Señor vendrá, luego los muertos en Cristo resucitarán, los vivos serán mudados y todos juntos serán arrebatados en las nubes para encontrar al Señor en el aire.

Ello puede ocurrir en cualquier momento. Es preciso que nuestros espíritus se familiaricen con esta escena. De improviso el Señor mismo descenderá del cielo de la manera descrita. Primeramente se oirá una voz. Este hecho ha ocasionado dificultades a muchos. Ellos piensan: «Cuando el Señor vuelva por los suyos, ello sucederá de una manera pública, ya que Él viene con una voz». Pero no es absolutamente necesario. El vocablo “voz de mando” indica una relación como la que existe entre un jefe y sus soldados. Es, pues, una voz destinada únicamente a quienes éste se dirige y cuya significado no será comprendida por otros. Cuando el Señor estaba en la tierra, una voz se le dirigió desde el cielo. Algunos de los que estaban presentes pensaron que había sido un trueno, y otros dijeron: “Un ángel le ha hablado” (Juan 12:28-29). Los compañeros de Saulo en el camino a Damasco oyeron una voz (Hechos 9:7), es decir, el sonido de una voz; pero “no entendieron la voz del que hablaba” con él (22:9; compárese con Daniel 10:7). Así ocurrirá también cuando el Señor descienda del cielo. Todos los suyos oirán y comprenderán la voz de mando. A los demás les parecerá oír el fragor de un trueno; si oyen también la voz del arcángel y la trompeta de Dios, será para ellos algún fenómeno extraño que los sabios intentarán explicar. Las tres expresiones —la voz de mando, la voz del arcángel y la trompeta de Dios— sólo tienen un objetivo: el llamado a congregarse, creyentes muertos y vivos, para su traslado a la presencia del Señor.

Dos acontecimientos seguirán inmediatamente, pues el apóstol dice en 1 Corintios 15:51-52: “No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta”. “Los muertos en Cristo resucitarán primero” (1 Tesalonicenses 4:16). ¡Qué escena extraordinaria! Todos los que son de Cristo —los creyentes de los tiempos anteriores y los de la época actual— resucitarán a su venida (1 Corintios 15:23). Al seguir el curso de los siglos desde Adán hasta el último rescatado que haya sido agregado, toda esta multitud incalculable, saldrá “en un momento, en un abrir y cerrar de ojos” de sus tumbas, resucitados incorruptibles. Todos los creyentes que vivan serán mudados, de manera que todos de la misma manera serán revestidos de sus cuerpos de resurrección, en semejanza al cuerpo de la gloria de Cristo (Filipenses 3:21). Entonces, cuando lo corruptible se vista de incorruptibilidad y lo mortal de inmortalidad, se realizará lo que está escrito: “Sorbida es la muerte en victoria” (1 Corintios 15:54; ver también 2 Corintios 5:1-4). Tan pronto como este cambio maravilloso haya sido cumplido, todos serán arrebatados en las nubes al encuentro del Señor, en el aire, y “así estaremos siempre con el Señor”. El propio Señor recogerá por primera vez, en lo que concierne a su pueblo, el pleno resultado de su obra de redención, del trabajo de su alma. ¿Qué lengua podría expresar, qué pluma podría describir su gozo cuando Él rescate así de su tumba los cuerpos de los suyos y cuando, por la palabra de su potencia, Él introduzca a todos sus elegidos en su presencia, todos semejantes a su propia imagen? No es posible expresar anticipadamente nuestro propio gozo en el cual entraremos. Los deseos de nuestros corazones se verán cumplidos. Siendo semejantes a Él, contemplaremos su faz, le veremos como es y estaremos con Él para siempre.

Eso es lo que esperamos. El tiempo en el que todo sea cumplido no está lejano, pues descansamos sobre la palabra cierta de nuestro fiel Señor, quien dijo: “Ciertamente vengo en breve” (Apocalipsis 22:20).                


El tribunal de Cristo

“Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo” (2 Corintios 5:10). El apóstol Pablo incluye sin duda alguna en esta declaración a los creyentes y a los incrédulos, aunque, como se verá más adelante, haya un largo intervalo entre la «manifestación» de estas dos clases. En efecto, en la Palabra de Dios no se encuentra el más mínimo fundamento del pensamiento de que los santos y los pecadores comparecerán al mismo tiempo ante el tribunal. Trataremos aquí el caso de los creyentes, cuya manifestación ante el tribunal de Cristo se ubica entre su venida y su aparición.

Una vez arrebatados al encuentro del Señor en el aire, serán semejantes a Cristo. Le verán tal como él es (1 Juan 3:2) y estarán con él para siempre (1 Tesalonicenses 4:17). El lugar al que serán transportados y en el cual estarán con el Señor es la Casa del Padre. Lo sabemos por las propias palabras del Señor: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:2-3). Nuestro muy amado Salvador quiere llevarnos allí —a todos los suyos— y “presentarnos sin mancha delante de su gloria con gran alegría” (Judas 24). ¡Con cuán superabundante alegría aparecerá Él, con los hijos que Dios le dio, ante su Padre y Padre de ellos, su Dios y Dios de ellos! ¡Con cuánto gozo Dios mismo verá el fruto y la perfección de sus propios designios, a los rescatados, “hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos”! (Romanos 8:29).

Los creyentes habitarán en la Casa del Padre durante el intervalo que transcurrirá entre la venida de Cristo en busca de ellos y su retorno con ellos. Durante este tiempo, serán manifestados ante el tribunal de Cristo. Encontramos la prueba de ello en Apocalipsis 19:11-14. Juan dice: “Oí como la voz de una gran multitud, como el estruendo de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos, que decía: ¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina! Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos” (v. 6-8). Allí encontramos a los cristianos vestidos con sus justicias (no la de Dios), el fruto de su conducta práctica, por cierto producidas por el trabajo del Espíritu Santo, pero acreditadas a ellos merced a la maravillosa gracia de Dios. El tribunal de Cristo para los creyentes es el juicio de las cosas hechas en la tierra. Por lo tanto, sólo después de la manifestación de los santos ante el tribunal de Cristo, la Esposa del Cordero será vestida de lino fino, limpio y resplandeciente.

Es necesario examinar cuidadosamente el carácter de este juicio. Algunas observaciones preliminares ayudarán a prevenir errores y a comprender el tema.

El creyente nunca será juzgado por sus faltas. En 2 Corintios 5:10 no se trata de pecados, sino de cosas cumplidas en el cuerpo. Suponer que la cuestión de nuestra culpabilidad pueda ser planteada nuevamente, es ignorar —por no decir falsificar— el carácter de la gracia y la obra de la redención. “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24). “Con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14). La cuestión del pecado quedó arreglada y terminada para siempre en la cruz. Cada creyente está ante Dios bajo la permanente eficacia del sacrificio ofrecido; es acepto en el Amado. Por eso desde ahora estamos sin mancha ante Dios, quien no se acuerda más de nuestras iniquidades (Hebreos 10:17).

Nos habremos vestido nuestros cuerpos glorificados —semejantes a Cristo— antes de ser manifestados ante su tribunal, pues la resurrección de los santos que durmieron en Cristo, la transmutación de los vivos y el arrebatamiento de todos los creyentes a la presencia del Señor precederán a nuestro juicio. Tenemos en ello una consolación inefable. Siendo ya semejantes a Cristo, tendremos plena comunión con él en el juicio que pronunciará acerca de nuestras obras. Nos regocijaremos viendo manifestado y rechazado todo lo que, en nuestras vidas aquí abajo, provenía de la carne y no del Espíritu Santo. Ello responde a la cuestión que se plantea a veces: ¿No temblaremos y no estaremos cubiertos de vergüenza cuando todos los actos de nuestra vida de cristianos sean manifestados en su verdadero carácter? Alguien dijo: «Por la fe estamos en la luz, cuando la conciencia se encuentra en la presencia de Dios. Cuando comparezcamos ante el tribunal de Cristo, todo será juzgado según la perfección de esta luz. Es solemne, pero el corazón ama esto, ya que, gracias a Dios, somos luz en Cristo. Sin embargo, hay más aun. Cuando el cristiano sea manifestado así, ya estará glorificado perfectamente como Cristo. No le quedará nada de la mala naturaleza en la cual pecaba. Podrá mirar atrás todo el camino en el cual Dios le condujo en su gracia —como fue ayudado, sostenido, guardado de caída— sin apartar sus ojos del justo. Él conocerá como ha sido conocido. ¡Qué gracia y qué misericordia! Si miramos hacia atrás, nuestros pecados no pesan más sobre nuestra conciencia, aunque nos causen horror. Dios los echó tras sus espaldas (Isaías 38:17). Somos justicia de Dios en Cristo. ¡Qué sentimiento de amor y paciencia, de bondad y gracia! ¡Cuánto más perfecto entonces, cuando todo esté ante nosotros! Seguramente habrá gran ganancia en luz y amor al rendir cuenta de nosotros mismos a Dios sin que quede rastro de mal en nosotros. Seremos semejantes a Cristo. Si alguien teme ver todo manifestado así ante Dios, no creo que esté libre en su alma en cuanto a la justicia, la cual es la justicia de Dios en Cristo, ni que se encuentre plenamente en la luz. No tenemos que ser juzgados por nada; Cristo lo quitó todo».

Ahora consideremos de más cerca la naturaleza del juicio mismo. No tendremos que ser juzgados y nuestros pecados no serán recordados contra nosotros, sino como lo dice la Palabra: “Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Corintios 5:9). El cuerpo del creyente es un miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo (1 Corintios 6:15-19), por lo cual debe ser empleado en su servicio para manifestar a Cristo mismo (Romanos 12:1; 2 Corintios 4:10). La viva espera del apóstol Pablo era, por consecuencia, que Cristo fuera manifestado en su cuerpo, o por vida o por muerte (Filipenses 1:20). A este respecto tendremos que responder por los actos cumplidos en nuestros cuerpos. Hechos perfectos para siempre por la única ofrenda de Cristo y, a causa de ello, no siéndonos imputable ningún pecado, todo acto de nuestra vida —y no sólo del «servicio»— será manifestado, probado y juzgado ante el tribunal de Cristo. Las buenas acciones serán apreciadas y declaradas como tales. Ellas han sido producidas y obradas en nosotros y por nosotros a causa de la gracia de Dios y del poder del Espíritu Santo. Merced a sus compasiones infinitas, serán tenidas por nuestras. Nosotros recibiremos la recompensa. Las malas acciones también serán vistas y reconocidas en su verdadero carácter. No pertenecen a nadie más que a nosotros; son el producto de la carne y recibirán su justa condena. Sin embargo, nos regocijaremos al comprobar que todo lo que deshonró a nuestro precioso Señor, aunque cumplido por nosotros, recibe su justo salario. El tiempo en el que se podía ocultar algo habrá pasado, pues lo que manifiesta todo es la luz. Todo será escrutado y probado por el resplandor de la luz de la santidad de este tribunal.

Vale la pena considerar si esta verdad ocupa en nuestras almas el lugar que le corresponde. Como conocemos la gracia y una completa redención, corremos el peligro de tomar a la ligera nuestra responsabilidad o de olvidarla. La perspectiva del tribunal de Cristo, sin dar sombra de aprensión al creyente, debe ejercer una influencia práctica sobre nuestras almas. El contexto del versículo 10 de 2 Corintios 5 demuestra que ése es el caso: “Confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor. Por tanto procuramos también, o ausentes o presentes, serle agradables. Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo...” (v. 8-10). Esta perspectiva alentaba al apóstol Pablo, estimulándolo a buscar sólo la aprobación de Cristo mediante un celo sin tregua en todo lo que hacía. Precisamente eso obra ahora en nosotros, haciéndonos capaces de someter todos nuestros actos a la luz de su presencia, ayudándonos a hacerlos para Él y en vista de Él. En eso reside nuestra fuerza. Satanás es muy sutil y a menudo nos incita a complacer al hombre. Pero, cuando recordamos que todo será manifestado ante el tribunal, somos insensibles a sus ardides, sabiendo que, al querer agradar a los demás, nos exponemos a desagradar a Cristo. ¿Qué provecho hay en engañarnos a nosotros mismos y a los demás, cuando la naturaleza de todo lo que hacemos va a ser pronto revelada? Ser aprobado por Cristo será nuestro objetivo, en la medida en que tengamos en cuenta su tribunal.

Ello nos ayudará asimismo a ser pacientes cuando no se nos comprende y a resistir cuando nos hallamos en presencia del mal. Podemos tranquilamente someter a la consideración del tribunal de Cristo todo asunto que nos concierne o que concierne a nuestros hermanos. Nos permitirá adoptar el lenguaje del apóstol Pablo: “Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por tribunal humano; y ni aun yo me juzgo a mí mismo. Porque aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado; pero el que me juzga es el Señor.

Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Corintios 4:3-5). La influencia de esta verdad, si es conocida en el poder del Espíritu Santo, será incalculable. Ella producirá en nosotros ejercicios de conciencia, incluso acerca de nuestros más pequeños actos y mantendrá continuamente en nuestras almas la santidad del Señor al que servimos. Al mismo tiempo, nos guardará de estar ocupados con las faltas de nuestros hermanos, [1] al recordarnos sin cesar las palabras del apóstol: “¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae” (Romanos 14:4).

Quiera el Señor ayudarnos a vivir constantemente bajo la potencia de esta verdad, a fin de que todas nuestras palabras puedan ser pronunciadas y todos nuestros actos cumplidos a la luz de ese día.

[1] Nota del E.: Aquí, por supuesto, el autor no quiere decir que no debemos ocuparnos de ejercer la disciplina en la iglesia si un hermano comete pecados sujetos a tal disciplina. «En la iglesia donde el Dios santo tiene su habitación, no es posible permitir que continúe una situación en la que el pecado no es juzgado» (La disciplina en la asamblea, de R. K. Campbell).    


El banquete de las bodas del Cordero

Otro acontecimiento se produce en el cielo, después del tribunal de Cristo y antes de su retorno con sus santos: el banquete de las bodas del Cordero. Citemos el pasaje respectivo: “Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos. Y el ángel me dijo: Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero” (Apocalipsis 19:7-9). Vemos en esta escena celestial el cumplimiento de la redención en lo que concierne a la Iglesia, presentada a Aquel que es el objeto de todas sus esperanzas, sus afectos, y unida eternamente a Él.

Algunas palabras preliminares pueden ser necesarias para captar el verdadero carácter de esta escena. Sabemos por varios pasajes de la Escritura que la Iglesia no es solamente el Cuerpo de Cristo (Efesios 1:23; 5:30; Colosenses 1:18; 1 Corintios 12:27; etc.), sino que es también su esposa. Pablo dice: “Os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo” (2 Corintios 11:2). Luego, cuando él enumera los deberes de los maridos para con sus mujeres, señala claramente que el matrimonio es un tipo de la unión de Cristo con la Iglesia: “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Efesios 5:25-27). “Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia” (v. 31-32). El Espíritu de Dios nos hace volver atrás, a la formación de Eva —sacada de Adán— y a su unión con él como su mujer, figura de la presentación de la Iglesia a Cristo, el último Adán. Mientras Jesús estuvo aquí abajo como hombre, permaneció solo; pero un profundo sueño —el sueno de la muerte— cayó también sobre Él, según el designio de Dios; y el fruto de su trabajo, la Iglesia, merced al descenso del Espíritu Santo fue formada y unida a Él. Así como Adán dijo acerca de Eva: “Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Génesis 2:23), de igual manera nosotros, los creyentes, podemos decir: “Somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos” (Efesios 5:30).

Sin embargo, la epístola a los Efesios nos enseña aun otra cosa. Dice que “Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella”. Su amor, pues, fue la fuente de todo, el motivo de ese don de sí mismo. Halló la única perla de gran precio, estimándola con la medida de sus propios afectos: “Fue y vendió todo lo que tenía, y la compró” (Mateo 13:46). Al entregarse por ella, dio todo lo que ese amor puede dar y eso “para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra”. Así, moralmente, hace a la Iglesia conforme a sí mismo: “a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa”. Tenemos aquí tres tiempos: pasado, presente y futuro. Él se entregó a sí mismo por ella al morir en la cruz; actualmente la purifica mediante su intercesión a la diestra de Dios y se la presentará a sí mismo en el banquete de las bodas del Cordero.

Conviene señalar que todo es el fruto del amor de Cristo. El Señor aún espera a la diestra de Dios, hasta que sea introducido cada uno de aquellos que deben formar parte de su esposa. “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí” (Juan 6:37). A todos los adquirió y rescató mediante el don de sí mismo. Permanecerá allá arriba, pues, hasta que el último de aquéllos haya pasado de las tinieblas a la maravillosa luz de Dios. Entonces no demorará más tiempo. El mismo amor que le llevó a darse a sí mismo le hará venir en busca de su Esposa. Ahora dice a la Iglesia: “Ciertamente vengo en breve” (Apocalipsis 22:20, 7, 12), recordándole que su amor no cambia y que aguarda ardientemente el momento de tomarla consigo. Después de levantar a los suyos, de introducirlos en la Casa del Padre y manifestar todo ante su tribunal, llegará el momento de las bodas. Este acontecimiento es celebrado en el pasaje ya citado del Apocalipsis 19:6-8.

Son las bodas del Cordero y, como alguien lo dijo: «el Cordero —figura del Hijo de Dios— nos habla de los sufrimientos que Él soportó por nosotros. Esta expresión, “la esposa del Cordero”, significa que por estos sufrimientos el Señor la hizo suya. La tiene en tan alta estima que lo dio todo por ella». Ahora los creyentes ya están unidos a Cristo. Sin embargo, las bodas representan el momento en el cual todos los creyentes desde Pentecostés hasta el retorno del Señor, glorificados y vistos colectivamente, serán plena y finalmente asociados al Hombre resucitado y glorificado. En su gracia incomparable y su amor inefable, Él eligió a la Iglesia para que fuera su compañera por la eternidad. Está a punto de efectuar su aparición. Antes de regresar adonde fue rechazado, Él quiere unir consigo a aquella que, en cierta medida, compartió sus aflicciones y sufrimientos, para mostrarla al mundo compartiendo su gloria con Él. “La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Juan 17:22-23). Ello tiene relación con el tiempo en que Cristo vuelve para asumir su poder y su reinado.

Las bodas preceden a la manifestación pública de Cristo. Expresan la satisfacción de su corazón por hacer participar a la Iglesia de su propia gloria y de su propio gozo.

Al cotejar el pasaje de Efesios 5:25-27 con el del Apocalipsis 19:6-8, se ve que la Esposa será revestida de una doble belleza. En el segundo caso, “su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente”. En el primer pasaje, Cristo quiere presentársela a sí mismo “gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha”. Esta última belleza es el resultado de lo que Cristo hizo por ella. “Se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra”. De tal manera, Él la hizo moralmente propia para ser su Esposa. Ahora que Él la ha llevado consigo, ella resplandece con la misma belleza de Él, reflejando su propia gloria. Lo que Él ve ante sí es su propio parecer, reproducido en su Esposa. Hizo de ella la mujer del Cordero, perfectamente apropiada a Su exaltación y Su gloria.

El lino fino indica otra clase de belleza. Es las justicias de los santos (Apocalipsis 19:8), el resultado de la manifestación ante el tribunal de Cristo. Este hecho muestra la gracia maravillosa de nuestro Dios. Si hacemos una sola cosa que merezca su aprobación, únicamente será por la fuerza que Él mismo nos ha dado: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2:10). Dios quiere adornarnos con toda la belleza de lo que Él obró en nosotros y por nosotros mediante su propia gracia y su poder. Por eso, tanto la belleza divina como la humana caracterizará a la mujer del Cordero, según la perfección de los pensamientos y designios de Dios y del corazón del Esposo.

Varias cosas señalan la celebración de las bodas: primeramente la expresión de gozo y de alabanza, “la voz de una gran multitud, como el estruendo de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos, que decía: ¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina!” (Apocalipsis 19:6). Las bodas, en efecto, como lo revela este capítulo, tienen lugar inmediatamente antes que el Rey de reyes salga en juicio y, por consecuencia, al alba de la soberanía universal “de nuestro Señor y de su Cristo” (11:15). Entonces los redimidos exclaman: “Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero” (19:7). Estas bodas provocan la admiración y la adoración del cielo, de todos los siervos de Dios y de aquellos que le temen, pequeños y grandes (v. 5). Por último, el ángel ordena a Juan que escriba: “Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero”. La parte de la Esposa es única e incomparable; aquellos que son invitados a compartir el gozo de ese día son llamados “bienaventurados”. Ello no tiene nada de sorprendente, pues ellos son admitidos para ver la consumación de los deseos de Cristo, su gozo al presentarse a sí mismo a aquella por la cual murió. Hecha apta para estar asociada a Él, está revestida de la gloria de Dios (Juan 17:22; Apocalipsis 21:10-11). Es, pues, un día de gozo sin nubes para el corazón de Dios, para el Cordero, su mujer y para todos aquellos que son llamados a contemplar esta escena maravillosa. Pero es el Cordero mismo quien atrae nuestra mirada, como la figura más evidente de ese día. Muy bien lo dijo alguien: «Son las bodas del Cordero. No está escrito que sean las bodas de la Iglesia o de la mujer del Cordero, sino del Cordero, como si Él fuera el principal interesado en esta alegría. La Iglesia tendrá su gozo en Cristo, pero Cristo lo tendrá más grande en la Iglesia. Las pulsaciones más fuertes de alegría serán las que, durante la eternidad, palpitarán en el seno del Señor por su Esposa rescatada. En todo Él tendrá el primer lugar».   


La aparición de Cristo

La diferencia entre la venida del Señor y su aparición en gloria consiste en que, en la primera, viene a buscar a los creyentes y, en la segunda, viene con los creyentes.

Por eso en la Palabra el reino está siempre en relación con su aparición. Entonces Él ejercerá su poder y “dominará de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra” (Salmo 72:8). Este acontecimiento será absolutamente inesperado. El mundo, sumido en un profundo sueño y sordo a toda advertencia bajo el efecto de la energía de error que le habrá sido enviada, creerá a la mentira y se confiará al principal instrumento de Satanás: el anticristo. Los hombres pensarán en que por fin hallaron la dicha al olvidar a Dios: “Porque como en los días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca, y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre” (Mateo 24:38-39).

Este repentino acontecimiento se manifestará esparciendo el terror en un mundo indiferente. “Como el relámpago que al fulgurar resplandece desde un extremo del cielo hasta el otro, así también será el Hijo del Hombre en su día” (Lucas 17:24).

Busquemos ahora en la Palabra algunos detalles relativos a la “aparición” de Cristo. Después de haber descrito la tribulación, nuestro Señor prosigue: “E inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria...” (Mateo 24:29-30). Por medio del profeta Joel, Dios expresa asimismo: “Daré prodigios en el cielo y en la tierra, sangre, y fuego, y columnas de humo. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes que venga el día grande y espantoso de Jehová” (Joel 2:30-31). Habrá entonces señales en lo alto y aquí abajo, las cuales anunciarán la aparición de Cristo, cuando venga con las miríadas de sus santos y “todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por él” (Apocalipsis 1:7).

Esta escena será de una grandeza solemne, pues será, en efecto, “la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13). Dios manifestará públicamente —y en su propia gloria— a Aquel que otrora fue rechazado y crucificado, pero que volverá como el Hijo del hombre para establecer su soberanía sobre el universo. Traerá consigo a aquellos que durmieron en Jesús (1 Tesalonicenses 4:14), asociados en la gloria a su Señor, así como otrora estuvieron asociados a él en su rechazo; pues Él vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos aquellos que hayan creído (2 Tesalonicenses 1:10).

Así expuesto el hecho mismo y la manera en que aparecerá, vamos a señalar ahora algunos de los acontecimientos que acompañarán su venida. Tenemos en primer lugar la destrucción de sus enemigos. Sigue entonces la conversión de Israel. “En aquel día yo procuraré destruir a todas las naciones que vinieren contra Jerusalén. Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito. En aquel día habrá gran llanto en Jerusalén, como el llanto de Hadad-rimón en el valle de Meguido. Y la tierra lamentará, cada linaje aparte; los descendientes de la casa de David por sí, y sus mujeres por sí; los descendientes de la casa de Natán por sí, y sus mujeres por sí; los descendientes de la casa de Leví por sí, y sus mujeres por sí; los descendientes de Simei por sí, y sus mujeres por sí; todos los otros linajes, cada uno por sí, y sus mujeres por sí… En aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia” (Zacarías 12:9-14 y 13:1).

Tan pronto como la Iglesia haya sido alzada, Dios comenzará a obrar por su Espíritu en los corazones de algunos individuos pertenecientes a su antiguo pueblo. Los Salmos y los profetas mencionan constantemente este remanente. Se arrepentirá teniendo el sentimiento de la santa indignación de Dios contra su pueblo a causa de su apostasía. Este sentimiento, unido a la te­rrible prueba que atravesarán los israelitas, caracterizará sus súplicas. En ese momento, cuando el horno de aquella tribulación arda más fuerte que nunca, aparecerá el Señor. Ellos le reconocerán instantáneamente y mirarán a él, a quien traspasaron. El verdadero José —Cristo— se dará a conocer a sus hermanos (Génesis 45). Ello los sumirá de pronto en una amarga tristeza y en la humillación debida a su pecado. Pero será hecha propiciación por ello también, y entonces podrán decir: “He aquí, éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará…, nos gozaremos y nos alegraremos en su salvación” (Isaías 25:9).

No sólo el remanente de Jerusalén será conmovido, pues vemos que en relación con la aparición del Hijo del Hombre “enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mateo 24:31). Dondequiera que estén, ninguno quedará fuera de su vista, sino que todos serán traídos para compartir las bendiciones del reino que Él establecerá. Veamos Isaías 11:12: “Levantará pendón a las nacio­nes, y juntará los desterrados de Israel, y reunirá los esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra”. Es posible que ello se cumpla inmediatamente después del comienzo del reinado de Cristo, ya que luego de la manifestación de su poder y de su gloria, después que venga “con fuego, y sus carros como torbellino, para descargar su ira con furor, y su reprensión con llama de fuego”, algunos de los salvados serán enviados a declarar Su gloria entre los gentiles. Está escrito en Isaías 66:15-20: “Traerán a todos vuestros hermanos de entre todas las naciones, por ofrenda a Jehová, en caballos, en carros, en literas, en mulos y en camellos, a mi santo monte de Jerusalén, dice Jehová, al modo que los hijos de Israel traen la ofrenda en utensilios limpios a la casa de Jehová”).

Es preciso aún notar otro acontecimiento de gran importancia en relación con el establecimiento del reino y que probablemente lo prepara. Después de haber descrito la destrucción de la “bestia”, del “falso profeta” y de quienes los habían seguido, Juan dice: “Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo, y una gran cadena en la mano. Y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años; y lo arrojó al abismo, y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañase más a las naciones, hasta que fuesen cumplidos mil años” (Apocalipsis 20:1-3). El Señor afirmará así su poder en juicio sobre la trinidad del mal —Satanás, la bestia y el falso profeta—, quienes se alzaron contra él y usurparon su autoridad con blasfemia. Al mismo tiempo, liberará a su pueblo —los elegidos de Israel— y preparará así el advenimiento de su imperio mile­nario.

Cristo se asociará en su reinado varias clases de personas. Los creyentes de la época actual reinarán con él. Esto es declarado tan claramente que no puede ha­ber duda alguna al respecto: “Si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Timoteo 2:12). La Escritura enseña que otras personas están designadas en vista de esta exaltación particular. Juan dice: “Vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que recibieron facultad de juzgar; y vi las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen, y que no recibieron la marca en sus frentes ni en sus manos; y vivieron y reinaron con Cristo mil años. Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Ésta es la primera resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años” (Apocalipsis 20:4-6). Aquellos que están sentados sobre tronos y a quienes el juicio les es dado, son, en primer lugar, los “ejércitos” que han seguido a Cristo al salir del cielo (19:14), los creyentes que fueron arrebatados anteriormente al encuentro del Señor en el aire (1 Tesalonicenses 4:13-17); en una palabra, la Iglesia y los santos de las épocas precedentes. Habrá aún otras dos clases: primeramente aquellos que fueron martirizados durante la dominación del anticristo, los que fueron “decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios”; a continuación, aquellos que resistieron a sus seducciones y que, firmes ante sus amenazas, rehusaron recibir su marca distintiva. En señal especial del favor y la aprobación del Señor, y en recompensa a su fidelidad en medio de la infidelidad general, tendrán parte en la primera resurrección. En consecuencia, estarán asociados a Cristo en su reino. Participarán tanto en Su dignidad sacerdotal como real, honor maravilloso que heredarán por gracia de Aquel que ha tomado nota de sus sufrimientos y se regocija por su constancia en pro de Su nombre y de Su testimonio.

Pretender que la resurrección de la cual se habla aquí (Apocalipsis 20:5) no es más que figurada, quita toda la fuerza de este pasaje. Si así fuera, la resurrección y el juicio descritos al final del capítulo también serían figurados y toda la verdad acerca del juicio final sería destruida. Palabras tan claras no pueden ser despojadas de su significado, por no mencionar su perfecto acuerdo con otras porciones de la Palabra de Dios.

¡Preciosa perspectiva para los santos de Dios! ¡Cómo se regocijarán, no tanto de su asociación con Cristo en los esplendores de su reinado —por indescriptible que sea este honor—, sino del hecho que Él recibe el lugar que le pertenece por derecho y por precio! Hay grandes voces en el cielo para celebrar este acontecimiento: “Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos. Y los veinticuatro ancianos que estaban sentados delante de Dios en sus tronos, se pos­traron sobre sus rostros, y adoraron a Dios, diciendo: Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, el que eres y que eras y que has de venir, porque has tomado tu gran poder, y has reinado” (Apocalipsis 11:15-17).

Pero ¡cuál será el terror de este pobre mundo cuando vea venir en poder y en gloria a Aquel a quien rehusó y rechazó, para juzgar todas las cosas según su inmutable justicia! “El Señor vendrá así como ladrón en la noche... cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como los dolores a la mujer encinta, y no escaparán” (1 Tesalonicenses 5:2-3).  


El reino de Cristo

En la época actual, la gracia reina por la justicia (Romanos 5:21). En el estado eterno, la justicia morará (2 Pedro 3:13). Pero en el reino milenario la justicia reinará. Ello lo caracterizará, según las palabras del profeta Isaías: “He aquí que para justicia reinará un rey” (Isaías 32:1) o las del Salmo 45:6: “Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; cetro de justicia es el cetro de tu reino”. Encontramos en la Escritura a Cristo representado como rey bajo dos aspectos. David es una figura de Él como Rey de justicia y Salomón como Rey de paz. Estos dos tipos están reunidos en “Melquisedec, rey de Salem... cuyo nombre significa primeramente Rey de justicia, y también Rey de Salem, esto es, Rey de paz” (Hebreos 7:1-2). Se encuentran allí, como se verá, los dos rasgos distintivos del imperio de Cristo, uno precediendo y, de hecho, produciendo al otro. “El efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo y seguridad para siempre” (Isaías 32:17).

Es evidente que Cristo no puede ser llamado Rey de la Iglesia. Su relación con ella es más íntima: es la de Jefe (o Cabeza), pues los creyentes están ya unidos a él por el Espíritu de Dios y, en consecuencia, son miembros de su Cuerpo.

Es cierto que él es Rey por derecho, aunque actualmente sea un Rey rechazado, y es muy cierto también que el creyente no reconoce otra autoridad que la Suya. Sin embargo, pretender que Cristo reina hoy en día, es confundir las épocas. Ello ocurrirá, pero no antes de que Él aparezca de la manera descrita en el capítulo precedente. Ahora está sentado a la diestra de Dios, y allí permanecerá hasta que sus adversarios le sean sometidos. Entonces aparecerá y hará que se le sujete todo orden, toda autoridad y todo poder, ya que debe reinar “hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1 Corintios 15:24-25). Es el reino tal como lo consideramos en este artículo.

Actualmente existen tanto “el reino de los cielos” (Mateo 13) como “el reino de Dios” (Juan 3:5); también está dicho que los creyentes son transportados al “reino de su amado Hijo” (Colosenses 1:13). Pero el reino de Cristo como Rey está limitado al milenio. Se le dice a María, respecto a Jesús, que “el Señor Dios le dará el trono de David su padre” (Lucas 1:32). Hasta ahora no ha sido cumplida esta promesa, porque cuando Él fue presentado a los judíos como su Mesías, ellos no quisieron recibirle y finalmente gritaron: “No tenemos más rey que César” (Juan 19:15). Sin embargo, cada término de la Palabra de Dios permanece, de manera que Él será el Rey de Israel, y no sólo de Israel, pues como Hijo del hombre, hereda glorias aun más grandes, “y todos los dominios le servirán y obedecerán” (Daniel 7:27). Israel será el centro de este dominio universal, y por medio de este pueblo Él gobernará a las naciones de la tierra.

Primeramente, desde que Cristo suba a su trono (y hemos visto que ello seguirá a su aparición) Él actuará en juicio, como lo hizo David; es decir, juzgará todo según la justicia. Por eso el salmista puede decir: “Oh Dios, da tus juicios al rey, y tu justicia al hijo del rey. Él juzgará a tu pueblo con justicia” (Salmo 72:1-2). Por ese motivo recogerá “de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad” (Mateo 13:41), y “Jehová será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre” (Zacarías 14:9). En Mateo 25 tenemos una escena notable que manifiesta este carácter. Una vez establecido su trono en justicia, todas las naciones son reunidas ante Él para el juicio. Ello está en íntima relación con su reino: “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones” (v. 31-32). Es la única vez que nuestro Señor se da a sí mismo el título de rey: “Entonces el Rey dirá...” (v. 34). Ello prueba que el reino ha sido fundado e indica de hecho el comienzo de su dominio milenario. Si examinamos ahora los detalles de esta sesión judicial, comprobaremos que no hay razón alguna para confundirla con la del gran trono blanco (Apocalipsis 20) o para deducir la idea popular de un juicio general de creyentes e incrédulos juntos. Es un juicio de las naciones vivientes, pues no hay ningún precedente en la Escritura que permita llamar a los muertos “las naciones”.

En Mateo 25:31 a 46 hay tres clases: las ovejas, los cabritos y los “hermanos” del Rey. Se notará que la manera en que las naciones han tratado a los “hermanos” del Rey constituye la razón de su clasificación: ovejas o cabritos. Este hecho es la clave de toda la escena. ¿Quiénes son los “hermanos” del Rey? Está claro que deben ser los judíos, sus parientes según la carne, pero además sus fieles servidores. Sin duda encontramos una alusión a ellos en Isaías 66:19. Allí, después que Cristo vino en juicio, algunos de los que son salvos son enviados para contar su gloria entre las naciones. Por eso, en la escena que nos ocupa, los “hermanos” del Rey evidentemente han partido como sus mensajeros entre las naciones. Ellos ocupan un lugar especial y son investidos de autoridad, como los embajadores de un soberano de hoy en día son revestidos de toda la dignidad de aquel a quien representan. El principio según el cual son enviados es el mismo que hizo que el Señor enviara a los doce: “El que a vosotros recibe, a mí me recibe” (Mateo 10:40). El Rey dice, pues, a aquéllos colocados a su derecha: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”; y la parte que les toca es heredar el reino que les está preparado desde la fundación del mundo. Mientras que a los que están a su izquierda les dice: “En cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis. E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna” (25:40-46).

Cristo, como Rey, obtiene el dominio universal por la manifestación de su poder en justo juicio: “Los reyes de Tarsis y de las costas traerán presentes; los reyes de Sabá y de Seba ofrecerán dones. Todos los reyes se postrarán delante de él; todas las naciones le servirán” (Salmo 72:10-11). Entonces, después de haber abolido todo orden, toda autoridad y todo poder, Él reina como Príncipe de paz. “Será su nombre para siempre, se perpetuará su nombre mientras dure el sol. Benditas serán en él todas las naciones; lo llamarán bienaventurado” (Salmo 72:17).

Aconsejamos al lector que estudie por sí mismo, en los Salmos y los Profetas, los detalles que conciernen al reino de mil años. Sin embargo, deseamos indicar algunos de sus rasgos principales.

Jerusalén volverá a tener la gloria de otro tiempo e incluso su condición futura superará en mu­cho la antigua, como la gloria de Cristo Rey eclipsará la de David y Salomón. “Extranjeros edificarán tus muros, y sus reyes te servirán; porque en mi ira te castigué, mas en mi buena voluntad tendré de ti misericordia. Tres puertas estarán de continuo abiertas; no se cerrarán de día ni de noche, para que a ti sean traídas las riquezas de las naciones, y conducidos a ti sus reyes... La gloria del Líbano vendrá a ti, cipreses, pinos y bojes juntamente, para decorar el lugar de mi santuario; y yo honraré el lugar de mis pies. Y vendrán a ti humillados los hijos de los que te afligieron, y a las pisadas de tus pies se encorvarán todos los que te escarnecían, y te llamarán Ciudad de Jehová, Sion del Santo de Israel. En vez de estar abandonada y aborrecida, tanto que nadie pasaba por ti, haré que seas una gloria eterna, el gozo de todos los siglos” (Isaías 60:10-15). “Y serás corona de gloria en la mano de Jehová, y diadema de reino en la mano del Dios tuyo” (62:3). ¡Por cierto que es conveniente que la capital del reino del Mesías esté a la altura de la dignidad y la gloria del Rey!

El templo y sus servicios serán restablecidos con un esplendor que superará el de otros tiempos (Ezequiel 40 a 46). El restablecimiento de los sacrificios ha planteado ciertas dificultades a algunos. Pero esta dificultad desaparece cuando se recuerda que estos sacrificios están en relación con un pueblo terrenal y que tendrán un carácter conmemorativo. En el antiguo período no tenían eficacia alguna fuera de su relación con Cristo, pues no era posible que la sangre de toros y de machos cabríos quitaran los pecados (Hebreos 10:4). En el milenio, dirigirán las miradas hacia este único sacrificio por el pecado que fue ofrecido en la cruz y del cual los sacrificios de la época de Moisés eran imagen. Entonces, estos sacrificios no harán más que recordar, a los corazones agradecidos y llenos de adoración del pueblo de Dios, la sangre de Jesucristo, la cual purifica de todo pecado.

Todas las naciones subirán a Jerusalén para adorar. Leemos en Isaías 2:2 y 3: “Acontecerá en lo postrero de los tiempos, que será confirmado el monte de la casa de Jehová como cabeza de los montes, y será exaltado sobre los collados, y correrán a él todas las naciones. Y vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas. Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová”. Zacarías menciona un acontecimiento análogo: “Todos los que sobrevivieren de las naciones que vinieron contra Jerusalén, subirán de año en año para adorar al Rey, a Jehová de los ejércitos, y a celebrar la fiesta de los tabernáculos” (Zacarías 14:16).

La creación animal compartirá la paz y la bendición de ese día. “El lobo y el cordero serán apacentados juntos, y el león comerá paja como el buey” (Isaías 65:25; véase 11:6-9). Está escrito también: “La creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Romanos 8:21).

La maldición será quitada de la tierra. Después de la caída de Adán, el suelo fue maldecido a causa de él. Por más que haya sido aligerada esta sentencia con Noé, ella no será completamente abrogada hasta el reinado del Mesías. Por eso el salmista puede cantar: “Te alaben los pueblos, oh Dios; todos los pueblos te alaben. La tierra dará su fruto; nos bendecirá Dios, el Dios nuestro” (Salmo 67:5-6). Y Amós profetiza asimismo: “He aquí vienen días, dice Jehová, en que el que ara alcanzará al segador, y el pisador de las uvas al que lleve la simiente; y los montes destilarán mosto, y todos los collados se derretirán” (9:13). En ese tiempo “se alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa. Florecerá profusamente, y también se alegrará y cantará con júbilo; la gloria del Líbano le será dada, la hermosura del Carmelo y de Sarón. Ellos verán la gloria de Jehová, la hermosura del Dios nuestro” (Isaías 35:1-2).

No habrá más muerte durante todo el curso de los mil años, excepto por juicio. “No habrá más allí niño que muera de pocos días, ni viejo que sus días no cumpla; porque el niño morirá de cien años, y el pecador de cien años será maldito” (Isaías 65:20). Parece que este pasaje significa que la muerte será excepcional y aun solamente como consecuencia de un justo juicio que castigue inmediatamente al transgresor. La edad de Matusalén (Génesis 5:27) no sólo será alcanzada sino también superada durante este tiempo bendito del reinado del Mesías.

La injusticia será instantáneamente reprimida. Esto es lógico bajo el justo gobierno del Mesías. Por eso leemos: “Él librará al menesteroso que clamare, y al afligido que no tuviere quien le socorra. Tendrá misericordia del pobre y del menesteroso, y salvará la vida de los pobres. De engaño y de violencia redimirá sus almas, y la sangre de ellos será preciosa ante sus ojos” (Salmo 72:12-14). Pensar —como algunos lo hacen— que entonces será alcanzada la cima del progreso humano es ignorar u olvidar la incurable corrupción de la naturaleza humana. Si todo el mundo recibiera leyes justas e iguales, los hombres fallarían también en su administración o su aplicación. No; Cristo es la única esperanza para la tierra y para el creyente, pues “vino a juzgar la tierra. Juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con rectitud” (Salmo 98:9).

Sin embargo, a pesar de todas estas bendiciones, habrá rebeliones incluso bajo el reinado de Cristo. El Salmo 66:3 dice: “Por la grandeza de tu poder se someterán a ti (fingidamente, V.M.) tus enemigos”. Se encuentra la misma expresión en el Salmo 18:44: “Al oír de mí me obedecieron; los hijos de extraños se sometieron a mí” con disimulo (versión francesa de J.N.D.). Resulta de estas declaraciones que la manifestación del poder de Cristo en juicio será tan aplastante —y seguramente lo será en el juicio de las naciones reunidas contra Jerusalén— que muchos que no se habrán sometido de corazón se sentirán aterrados y aceptarán su dominio. Profesarán estar sometidos pero sus corazones permanecerán alejados de Él. Por eso serán fácilmente tentados, tanto de negarle como de someterse a su imperio. Vemos, en consecuencia, que después del establecimiento del trono de Cristo —quizá incluso poco después— Gog y muchos pueblos con él, “gran multitud y poderoso ejército”, sube contra su pueblo Israel “como nublado para cubrir la tierra”. Pero no viene más que para encontrar una destrucción inmediata y completa, tan grande que “la casa de Israel los estará enterrando por siete meses, para limpiar la tierra” (Ezequiel 38:15-16; 39:12).

Luego, al fin del milenio, tendrá lugar una rebelión más importante todavía, atribuida directamente a la acción de Satanás. “Cuando los mil años se cumplan, Satanás será suelto de su prisión, y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, a fin de reunirlos para la batalla; el número de los cuales es como la arena del mar. Y subieron sobre la anchura de la tierra y rodearon el campamento de los santos y la ciudad amada” (Apocalipsis 20:7-9). De tal manera, cada época termina en fracaso, sorprendente testimonio del carácter y de la naturaleza del hombre. Probado de diversas formas —sin ley, bajo la ley, bajo la gracia y finalmente bajo el reinado personal del Mesías— el hombre revela que no puede ser mejorado. La carne siempre es la misma; no se somete a la ley de Dios ni puede hacerlo. Los designios de la carne son enemistad contra Dios. Los judíos prefirieron a César, y hasta a Barrabás, antes que a Cristo. Finalmente el hombre aceptará al propio Satanás y, bajo su mando, subirá para atacar y destruir “el campamento de los santos y la ciudad amada”, los cuales estarán bajo la protección personal del Mesías glorificado. Sólo habrá un resultado. Dios no podrá más que reivindicar la justicia del trono de Cristo; y entonces “de Dios descendió fuego de cielo, y los consumió. Y el diablo que los engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 20:9-10).

Así terminará este período de mil años. Comenzará por el juicio y acabará en juicio. Sin embargo, será un tiempo de bendición y de gozo para la tierra, pues no debe olvidarse que Satanás estará atado hasta el final de este período. Aunque la carne sigue siendo la misma, al estar ausente el poder del mal, todas las influencias a las cuales el hombre estará expuesto se encontrarán del lado de Cristo. Será un cambio total del presente estado de cosas; de manera que el salmista puede exclamar, con todo derecho: “Alégrense los cielos, y gócese la tierra; brame el mar y su plenitud. Regocíjese el campo, y todo lo que en él está; entonces todos los árboles del bosque rebosarán de contento, delante de Jehová que vino; porque vino a juzgar la tierra. Juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con su verdad” (Salmo 96:11-13).   


El gran trono blanco y el estado eterno

El milenio cierra la larga serie de épocas terrenales. Los designios de Dios acerca de la tierra, en gracia, misericordia o en juicio, están terminados. La tierra y el cielo desaparecen de delante de Aquel que está sentado sobre el gran trono blanco (Apocalipsis 20:11). El juicio final ante el gran trono blanco se ubica entre el fin del milenio y la apertura del estado eterno; pero, antes de ello, tiene lugar un acontecimiento de una importancia considerable. Es la destrucción de la tierra y el cielo por medio del fuego. Pedro habla de ello de la siguiente manera: “El día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas... los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán” (2 Pedro 3:10-12).

El día del Señor, introducido por la aparición del Señor al principio del milenio, cubre el período íntegro de los mil años. Cuando llega a su fin, tiene lugar la destrucción de la tierra y el cielo. Ella está incluida en el día del Señor, aunque al tocar a su fin; por eso Pedro dice: “el día... en el cual”. El mismo acontecimiento está mencionado en el Apocalipsis con las palabras “delante del cual huyeron la tierra y el cielo” (20:11), sin dar las causas de su desaparición; pero, como lo vemos en Pedro, el fuego es el instrumento elegido por Dios para la destrucción de la escena presente. Luego viene el gran trono blanco; el último juicio tiene lugar, pues, luego de la desaparición de la tierra y el cielo. El carácter de este juicio reclama un examen más completo.

Primeramente, consideremos lo concerniente al Juez. Según varios pasajes está claro que el Señor Jesús es quien se sentará sobre el gran trono blanco. Él mismo dijo: “El Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre... Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo; y también le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre” (Juan 5:22-27). Las palabras de Pablo concuerdan con ello cuando dice, en Filipenses 2:10-11, que toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre. Por eso, El que en esta tierra fue antaño rechazado y crucificado, será quien se siente para juzgar a los que lo desecharon como Salvador y Señor; pues el Padre quiere que todos los hombres honren al Hijo como le honran a Él mismo. Al hacerle sentar sobre ese trono de juicio, Dios venga públicamente a Cristo en presencia de los hombres y los ángeles y hace de Él el objeto del honor y homenaje universales. De manera que todo hombre que haya rehusado reconocerle durante el día de la gracia deberá al fin doblar la rodilla ante Él, como reconocimiento de su señorío y de su supremacía. Ha venido a ser el árbitro del destino eterno de todos sus enemigos.

El trono sobre el cual Cristo se sienta es descrito como “grande” y “blanco” (Apocalipsis 20:11). La dignidad del que lo ocupa requiere que sea grande. Su color es un símbolo del carácter de los juicios que van a ser pronunciados, todos ellos según la santidad de la naturaleza de Dios.

Es un juicio de personas, no de cosas, y no alcanza más que a los incrédulos. Citemos aún a Juan en Apocalipsis 20:12-15: “Vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras. Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Ésta es la muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego”. Al leer atentamente este pasaje, enseguida se ve que no hay traza de un solo creyente en esta innumerable masa de almas.

Como ya se ha visto, todos los creyentes son levantados al encuentro del Señor en el aire en ocasión de su segunda venida (1 Tesalonicenses 4:16-17). No queda, pues, además de los incrédulos dejados en sus tumbas cuando su regreso, más que dos clases: los santos y los rebeldes del milenio. Como no morirán los primeros y que la escena del gran trono blanco no comprende más que a “los muertos” (Apocalipsis 20:12), quienes están ante Él para ser juzgados son únicamente los malvados e incrédulos.

Se llega a esta misma conclusión aun de otra manera. Encontramos como base del juicio dos especies de libros abiertos: los libros de las obras y el libro de la vida. Ahora bien, está dicho que “fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras” (v. 12) y, a continuación, que “el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego” (v. 15). Así que son juzgados por dos razones: una positiva y otra negativa. Sus obras son reveladas y concurren como evidencias en contra de ellos, y la ausencia de sus nombres en el libro de la vida demuestra que no tienen ningún derecho a la misericordia o a un favor. No se ve ni uno que sea hallado en el libro de la vida; por consecuencia, el motivo de la sentencia resulta de sus obras.

Por otra parte sabemos que “por las obras de la ley ningún ser humano será justificado” (Romanos 3:20). Como alguien lo dijo: «Otro elemento es puesto en evidencia. Sólo la soberana gracia salva según el propósito de Dios: hay un libro de la vida. Cualquiera que no sea hallado inscrito en él, es echado al lago de fuego. Es la escena de separación final , la cual cierra todo para la raza humana y este mundo. Aunque cada uno es juzgado según sus obras, la soberana gracia ha librado a algunos, y cualquiera que no se halla inscrito en el libro de la gracia es echado al lago de fuego. El mar ha devuelto los muertos que estaban en él; la muerte y el Hades también han devuelto a quienes estaban en ellos. La muerte y el Hades llegan a su fin para siempre por medio del juicio de Dios. Ellos son considerados como el poder de Satanás. Él tiene el poder de la muerte y las puertas del Hades, por lo cual la muerte y el Hades son destruidos judicialmente para siempre. Entonces, el último enemigo —la muerte— es “sorbida... en victoria”, pues “preciso es que él (Cristo) reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1 Corintios 15:54, 25)».

Antes de dedicarnos al estado eterno, nos es necesario considerar 1 Corintios 15:22-28: “Como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida. Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia. Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte. Porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies. Y cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a él, claramente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las cosas. Pero luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos”.

Este pasaje es muy notable, pues su alcance abarca todas las épocas. El tema del apóstol Pablo es la resurrección. Por eso, después de haber establecido el hecho de que todos mueren en Adán, y la verdad correspondiente que todos serán vivificados en Cristo —es decir, todos los que están en relación con Cristo, como el primer todos comprende a todos los descendientes de Adán— nos indica el orden en el cual ella se cumplirá. La resurrección de Cristo es las primicias de esta cosecha maravillosa: aquellos que son de Cristo deben ser recogidos a su venida. “Luego el fin”. Pero, entre este “luego” y el que le precede se ubica el milenio, de modo que “el fin” nos lleva al extremo de este período, e incluso más lejos, hasta que el juicio del gran trono blanco haya terminado.

Es preciso observar este punto, ya que es el fin del reino mediatorio como tal. Entonces vemos que Cristo entrega el reino a Dios Padre. Como todas las cosas le han sido sujetas, él da el reino a Aquel que se las sometió y toma el lugar de un sujeto, a fin de que Dios pueda ser todo en todos. Con la entrega de su reino terrenal llega el final. En adelante, como hombre glorificado, él mismo estará sujeto. Pero recordemos que su deidad esencial permanece para siempre; en efecto, el término “Dios” empleado allí en su sentido absoluto, comprende al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. ¡Maravillosa revelación! Así sabemos que durante toda la eternidad él conservará su humanidad glorificada, encontrándose en medio de los rescatados, hechos todos a su imagen, como “primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29). Tenemos en este pasaje, pues, por un lado la entrega del reino terrenal y por otro la introducción en el estado eterno, en el cual Dios es todo en todos.

Sin embargo, la descripción más completa del estado eterno la encontramos en el Apocalipsis: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más” (21:1). Isaías había hablado de “nuevos cielos y nueva tierra” (Isaías 65:17), pero sólo en un sentido moral en relación con el milenio. Pedro toma este pasaje para darle, bajo la dirección del Espíritu Santo, un significado más profundo: “Esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Pedro 3:13). Pero en el Apocalipsis vemos en la visión el cumplimiento de la promesa. Se nos dice, además, que “el mar ya no existía más”. El tiempo de la separación ha pasado, y cada parte de la nueva escena es llevada ante Dios con una belleza ordenada. Todo será según su propio pensamiento. Entonces aparece la santa ciudad. “Yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:2-4).

Varios puntos precisan ser señalados en esta bella descripción de la perfección del estado eterno. Primeramente la santa ciudad desciende del cielo, de Dios. Está por encima de la Jerusalén terrenal durante el milenio; pero ahora, aunque Juan se remonta a su origen y carácter, ella desciende más abajo, hasta posarse en la nueva tierra que acaba de ser formada. La tierra milenaria no podría haberla recibido. En efecto, por grande que haya sido la bendición de la que ella había gozado, se hallaba aún imperfecta; no era pues un lugar para el tabernáculo eterno de Dios. Ello está reservado para la nueva tierra en que habite la justicia; allí la santa ciudad tendrá una morada permanente.

Luego destaquemos su descripción. Está “dispuesta como una esposa ataviada para su marido”. Los mil años han pasado y la ciudad está ahora revestida con su belleza de esposa. La edad no puede deslucir su juventud; ella todavía es una Iglesia gloriosa, sin “mancha ni arruga ni cosa semejante” (Efesios 5:27). Una gran voz proclama: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres” (Apocalipsis 21:3). Podemos deducir de ello que la Iglesia glorificada es la morada de Dios. Al igual que en el desierto las tribus estaban ubicadas en orden alrededor del tabernáculo, encontramos aquí hombres —los creyentes de otras épocas— agrupados en torno al tabernáculo de Dios en el estado eterno. Dios dijo a su pueblo Israel en el desierto: “Pondré mi morada en medio de vosotros, y mi alma no os abominará; y andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (Levítico 26:11-12; ver también Ezequiel 37:26-27). En la eternidad, en el despliegue de su gracia, según los designios de su amor, su palabra será cumplida según la perfección de sus propios pensamientos. Su habitación estará con los hombres. Dios mismo habitará con ellos; ellos serán su pueblo y Él será su Dios.

Vemos enseguida cómo son bendecidos los habitantes de esta escena. No habrá ni rastros de lo que aquí abajo nos causa aflicción o angustia. Primeramente “enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos” (Apocalipsis 21:4). Dios mismo quitará las señales de las penas precedentes. ¡Qué infinita ternura! Como una madre seca tiernamente las lágrimas de su hijo, así Dios tendrá placer en enjugar las de sus santos. No correrán nunca más, pues “ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor”. ¡Cuántas lágrimas ha arrancado la muerte a quienes fueron privados de sus seres queridos en este mundo! Todas estas cosas, estas nubes sombrías, habrán desaparecido para siempre ante el resplandor y el gozo perpetuo de la presencia eterna de Dios.

“Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas. Y me dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda” (v. 5-8). Así que todo es hecho nuevo; la nueva creación ha llegado a su término. Todo, por dentro y por fuera, es muy bueno, perfecto, ya que es medido por la santidad de Dios. Es, pues, una escena en la cual Él puede morar con satisfacción y delicia. Todo ha surgido de Él mismo y todo concurre para su gloria, pues Él es “el Alfa y la Omega, el principio y el fin”.

La escena termina con el anuncio de la gracia, de la promesa y del juicio. Todos los que tengan sed podrán recibir gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El vencedor heredará todas esas cosas. Nótese que no se trata del Cordero. La razón de ello —ya lo hemos dicho— es que el propio Hijo estará sujeto a Aquel que puso todo bajo sus pies, a fin de que Dios sea todo en todos.

“Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Romanos 11:36).   


Autor: E.D.



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